Gabriela con el peso de un pasado sombrío, marcado por el abuso que sufrió y que la llevó a cometer el peor error de su vida: huir de su boda, dejando, a Ernesto, destrozado en el altar. Con el corazón roto y acosados por los fantasmas de sus demonios, ambos siguen caminos oscuros. Ernesto, convencido de que una nueva relación puede sanar sus heridas, se casa con Sandra Aguirre, pero nada logra reparar las grietas en su alma. Gabriela, por su parte, cae en la trampa de Rodrigo Allem, un hombre que oculta sus verdaderas intenciones detrás de una fachada de dulzura, convirtiéndose en el lobo disfrazado de oveja que condenará aún más su vida. Siete años más tarde, Ernesto y Gabriela se reencuentran, pero la posibilidad de un reencuentro feliz se ve amenazada.
Leer másLos meses siguientes estuvieron cargados de cambios drásticos. Sandra fue sentenciada a doce años de prisión y, aunque inicialmente se negó a firmar el divorcio, finalmente tuvo que aceptar su derrota. Ernesto, por su parte, gracias a sus intensas sesiones de terapia, comenzó a recuperar sus recuerdos perdidos.—Bueno, Ernesto, eso es todo por hoy —dijo la doctora con firmeza—. Nos veremos de nuevo dentro de ocho días. No olvides la tarea que te he dejado.—La haré al pie de la letra, no la defraudaré. Gracias a usted, ya no me siento vacío.—Ese es mi deber. Ahora, por favor, sal para que mi próximo paciente pueda entrar.Ernesto salió del consultorio, subió a su auto y condujo hasta una pequeña florería. Al bajarse, sintió cómo su corazón se detenía por un instante. A unos metros, un niño delgado y harapiento se acercaba, con la mirada perdida y el rostro sucio.—¡Miguel! —gritó Ernesto, corriendo hacia él—. ¡Eres tú, mi niño! ¡Por fin te he encontrado!El pequeño lo miró con incred
Las luces rojas y azules parpadeaban en la noche, proyectando sombras danzantes sobre las paredes del vecindario. Policías y paramédicos entraban y salían de la casa, evaluando la escena con miradas de incredulidad y horror. Laura permanecía de pie, con el corazón, latiéndole con fuerza en el pecho, mientras observaba cómo los oficiales intentaban contener a Sandra, que gritaba y se retorcía entre los brazos de dos policías.—¡No es mi culpa! ¡Ella me obligó! —chillaba Sandra, sus ojos desorbitados y sus manos ensangrentadas. Se sacudía con tanta violencia que los policías apenas podían sujetarla.Laura observaba la escena, sintiendo el peso de la realidad en sus hombros. Su hermana estaba completamente perdida en su locura. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cuándo se había quebrado tanto su mente? Tragó saliva, una mezcla de culpa y terror anudándole la garganta.—¡Débora! ¡Aléjate de mí! —gritó Sandra de repente, su mirada perdida en el vacío.—¡Ella ya no está aquí! —respondió Laura, de
Laura apenas respiraba, atrapada en el rincón donde había quedado al tropezar. Sus manos temblaban al buscar el teléfono, pero Sandra estaba cada vez más cerca.—Déjame explicarte… No quería escuchar nada, solo… —intentó hablar, su voz quebrándose mientras miraba los ojos de Sandra, inyectados de una mezcla de locura y furia.Sandra ladeó la cabeza. Dio un paso más, quedando justo frente a ella. Con un movimiento lento, se agachó y recogió el teléfono del suelo.—¿Esto es lo que querías usar para traicionarme? —preguntó, su tono burlón. Pero detrás de esa burla se escondía algo oscuro, algo que hizo que el cuerpo de Laura se paralizara.—No… Sandra, yo… —balbuceó Laura, pero sus palabras se apagaron cuando Sandra arrojó el teléfono contra la pared, haciéndolo añicos.—¿Sabes cuál es tu problema, Laurita? —dijo Sandra, con una sonrisa fría—. Siempre has sido una sombra. Una segundona. Y ahora… ahora crees que puedes ser más que eso. Pero no eres más que otra persona dispuesta a apuñala
Sandra temblaba, sosteniendo el trozo de cristal con manos inseguras, mientras Ernesto la observaba con la mirada fría y desafiante. Su respiración era agitada, y sus ojos reflejaban una mezcla de furia y desesperación.—¿Qué estás esperando, Sandra? —dijo Ernesto, avanzando un paso con la mirada fija en ella—. No me detendrás con amenazas vacías.El trozo de cristal resbaló un poco de las manos de Sandra, dejando un pequeño corte en su palma. Soltó un gemido de dolor, pero no cedió.—¡Tú no lo entiendes, Ernesto! —gritó, su voz quebrándose—. Todo lo que hice fue por nos… Te amo, tú eres mío.—¿Amor? —replicó con desdén—. ¿Crees que manipularme, perseguirme y destrozar todo a tu paso es amor? Sandra, estás loca. Completamente desequilibrada. Y si quieres terminar con esto, ahora mismo… adelante. Será menos trabajo para mí. ¿Sabes lo fácil que sería enterrar tu cadáver y firmar unos papeles?Ernesto dejó escapar una risa amarga.—Bien dicen que, muerto el perro, se acaba la rabia.La f
Los gemidos y suspiros se desvanecieron lentamente, dejando solo el sonido de sus respiraciones agitadas. Ernesto y Gabriela yacían entrelazadosErnesto fue el primero en romper el silencio.—Gabriela… — susurró, con los ojos perdidos en el techo—. No sé qué decir. Todo esto es tan… abrumador.Ella se acurrucó en su pecho, buscando su mirada—Lo sé, Ernesto. Pero necesitaba que sintieras, todo el amor que siento por ti, quería demostrarte que todavía existe una pequeña chispa entre nosotros. Y no es solo pasión, es algo más profundo.Ernesto asintió lentamente, aunque su mente seguía sumida en un revoltijo de confusión y deseo.—Gabriela, necesito entender. Necesito saber quiénes somos realmente tú y yo. ¿Desde cuándo nos conocemos? ¿Cómo hemos llegado aquí?Ella cerró los ojos, dejando escapar un suspiro que cargaba el peso de los años. Sabía que la verdad podría quebrarlo todo, pero no había marcha atrás.—Ernesto… —Su voz tembló, pero encontró la fuerza en el vacío de su pecho—. No
El atardecer comenzaba a asomarse, el cielo teñido de matices grises, como si reflejara las dudas y tormentos que se agitaban en los corazones de Gabriela y Ernesto.Luego de terminar una exhausta jornada de trabajo, Gabriela se dirigió al parque, se sentó en la banca, mirando alrededor con angustia.—¿Será posible que no venga? —miró la hora en el reloj—. Son las tres treinta, quizás hoy viene un poco tarde. Solo deseo unos minutos, solo eso te pido, Dios, ten compasión de mí.Ella no tuvo que esperar mucho. Ernesto apareció, empujando el cochecito de Tessa con movimientos lentos. Gabriela contuvo la respiración, sintiendo que el tiempo se detenía. Se puso de pie, insegura de si debía acercarse o esperar a que él la viera.Cuando Ernesto alzó la mirada y sus ojos se encontraron, algo en él pareció cambiar. Esa misma sensación de familiaridad, de un pasado olvidado, pero latente, lo invadió una vez más.Se acercó a ella con pasos cautelosos, deteniéndose a pocos metros.—Volviste —dij
Dos años después.Ernesto estaba sentado en una banca del parque, con las manos enterradas en los bolsillos y la mirada perdida. Todo a su alrededor tenía un aire familiar, como si fuera parte de un sueño que se desvanecía al despertar. Desde que había salido del hospital, el mundo le parecía un rompecabezas incompleto, una pintura abandonada a medio terminar.A unos metros, Gabriela caminaba de la mano con Ori. Las risas de la tarde se congelaron cuando ella divisó una figura idéntica a la de Ernesto. Su corazón se detuvo, y la respiración se le cortó en seco. Dudó de lo que veía, se frotó los ojos como si fuera un espejismo, pero no, era él. A pesar del cabello más corto y de un rostro más delgado, seguía siendo él.—¡Ernesto! —gritó, sin pensarlo, sin poder contenerse.Él levantó la mirada hacia el sonido de su nombre. Algo en esa voz lo estremeció, como el eco de un recuerdo que no podía alcanzar. Al verla, su expresión se llenó de desconcierto. No la reconoció, pero sus ojos, gra
El impacto fue fortuito. Gabriela y Ernesto rodaron por la pendiente, sus cuerpos golpeándose contra las rocas y la maleza.Gabriela luchó por recuperar el aliento; cada movimiento era una agonía insoportable. La oscuridad la envolvía por completo. A su lado, Ernesto yacía inmóvil, inconsciente.—Ernesto, por favor, despierta —suplicó, sacudiéndolo suavemente, pero él no respondía—, no… por favor… —Las palabras se le atoraban en la garganta al ver el charco de sangre que rodeaba su cabeza—. ¡Dios! No me lo quites… Imploró, mirando hacia el cielo, como pudo sobre su pecho. Sus latidos eran débiles, como susurros, y el pulso, casi inexistente.Gabriela comenzó a pedir ayuda. Tal vez, solo tal vez, alguien la escucharía.De repente, unos pasos apresurados sobre la hojarasca, la hicieron ponerse alerta. Gabriela levantó la vista, sus ojos bañados en lágrimas, buscando el origen del sonido. Un haz de luz brilló entre los árboles, titilante, como si fuera una esperanza encarnada. Unos hombr
Las semanas siguientes fueron un infierno de horror e incertidumbre. Rodrigo había convertido la vida de Ernesto y Gabriela en un retorcido juego psicológico, donde cada momento era una nueva tortura emocional.Sus padres, por su parte, sentían ahogarse en medio de la marea, mientras que el pequeño Miguel, no paraba de llorar por los rincones.—¡Nino! ¿Cuándo vendrá mi papaíto? —preguntó Miguel con los ojos empañados, su voz temblorosa como una hoja al viento.—Pronto, mi niño. Sabes que él te ama más que a nada en este mundo, y nunca te abandonaría. —respondió Gerardo, tratando de consolarlo, aunque sus propias palabras le sonaban vacías.—Quiero que vuelva —clamó el niño, aferrándose a sus rodillas.—. Mi abuela Débora no me quiere… no quiero estar aquí.Gerardo sintió una punzada en el pecho, como si una daga invisible se clavara en su corazón. Ver el sufrimiento del pequeño lo desgarraba. La angustia de Miguel era un espejo de su propia impotencia.—¡¿Cómo es posible que aún no sep