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EN EL UMBRAL DEL RECUERDO

Mientras Gabriela estaba decidida a empezar una nueva vida, en la iglesia Ernesto se desmoronaba. Las flores, los invitados y los bancos adornados ahora eran testigos mudos de su desesperación.

—¿Por qué lo hizo? ¡Respondan! —gritaba lleno de ira a Clara y Rosalía—. ¿Cómo es posible que me deje así?

Rosalía intentó responder, pero sus palabras se quebraban antes de salir.

—Hijo… nosotras no… —Su voz temblaba, buscando una explicación que ella misma no entendía—. Lo único que puedo asegurarte es que mi hija te ama. Has sido su primer amor, para ella eres todo su mundo.

Ernesto se alejó unos pasos y se giró bruscamente hacia Rosalía, su rostro desbordado por la mezcla de dolor y furia.

—¿Le parece que esto es amor? ¡Mire a su alrededor! Estoy siendo humillado frente a todos, aunque, la verdad, eso poco me importa. Si no estaba lista, debió decírmelo. No hacer esto.

Las palabras cayeron como cuchillos en el aire. Rosalía y Clara intercambiaron una mirada desconcertada. Nadie entendía lo que había pasado.

—¡Dios! ¿Dónde estará? ¿Tú sabías algo? —preguntó Rosalía a su hermana, casi suplicante.

Clara negó con la cabeza, los ojos llenos de pesar.

—Te doy mi palabra de que ella no me dijo nada. La noche antes de la boda hablamos y me dijo lo mismo que a ti: que estaba emocionada. No dejaba de mirar su anillo de compromiso.

Rosalía soltó un profundo suspiro, intentando contener el llanto.

—Pobre de mi niña… Algo tuvo que haberle pasado, lo sé.

Clara colocó una mano en el hombro de su hermana, tratando de calmarla.

—Tranquila, Rosalía. Gerardo fue por ella. Confiemos en que la traerá de vuelta con nosotras.

Horas más tarde, Gerardo regresó a la iglesia cabizbajo. Su postura derrotada era un preludio de malas noticias. Ernesto lo vio entrar y sintió que la última chispa de esperanza se desvanecía.

—¿Dónde está? —gritó Ernesto, corriendo hacia su padre.

Gerardo levantó la mirada con dificultad. Sus ojos reflejaban un pesar profundo.

—Lo lamento tanto, hijo. No pude detenerla —respondió con la voz entrecortada.

El silencio que siguió fue insoportable. Ernesto apretó los puños, intentando contener las lágrimas que empezaban a brotar.

—Siendo así, no hay nada más que esperar. ¡Lárguense todos! —ordenó con un grito que resonó en las paredes de la iglesia vacía.

El eco de sus palabras se mezcló con el sonido de los pasos apresurados de los invitados al salir. Ernesto se desplomó en el suelo, mientras su corazón se partía en mil pedazos.

La noche cayó sobre la ciudad, y Ernesto caminó por un largo tiempo, hasta que encontró un bar en el cual se refugió. En cuanto se sentó, llamó la atención de una peli roja, quien, sin dudarlo, se acercó a él.

—Hola, mucho gusto, soy Tina —extendió su mano—. ¿Por qué estás tan solo? Una guapura como tú, no es para que tenga sus ojitos tristes. ¿Quieres compañía?

Ernesto empinó su copa.

—No veo por qué no. Después de todo, soy un hombre libre, y puedo divertirme.

Dominado por el dolor y la decepción.

 Ernesto decidió que el recuerdo de Gabriela no merecía consideración alguna, así que, esa noche, se dejó llevar por el placer vano.

***

Cuatro meses después.

Dicen que cada acción tiene una reacción, y por más que deseemos borrar los errores de nuestras vidas, siempre terminan regresando, exigiendo que aprendamos a vivir con ellos. Gabriela había llegado a Nueva York con la esperanza de un nuevo comienzo, pero pronto descubriría que escapar del pasado no es tan fácil como parece.

En una accidentada tarde, a los tres días de su llegada, conoció a Erica Fernández. Desde el primer momento, Erica había sido su polo a tierra, una amiga que la hacía sentir menos sola en una ciudad que no perdonaba debilidades.

—¿Estás segura de que tu papá puede ayudarme? —preguntó Gabriela, con incredulidad en su voz.

Erica rodó los ojos, como si la respuesta fuera obvia.

—Ya te dije que sí. Mi papá tiene sus influencias. Conseguiremos tu visa de trabajo y, después, los papeles para que seas ciudadana. Confía en mí.

Gabriela sonrió, pero su escepticismo no desapareció del todo.

—Si tú lo dices… después de todo, eres la niña consentida que siempre consigue todo.

Erica le guiñó un ojo.

—No olvides que esta niña consentida es tu mejor amiga, y no te vas a deshacer de mí, aunque algún día te cases otra vez. Siempre estaré ahí.

—¡Estás loca! —Gabriela soltó una carcajada—. ¿Quién te soportaría de por vida?

—¡Pues tú! —Erica la abrazó con teatralidad—. Estás condenada a mí. Pero ahora te dejo; tengo que ir al bufete. Ya sabes, mi papá no se cansa de recordarme que debo seguir el linaje de los Fernández Williams.

—Solo quiere que seas una profesional que pueda valerse por sí misma.

—Lo sé, pero a veces me cansa. ¿Quieres venir conmigo?

—Hoy no. Algunas tiendas tienen descuentos y quiero aprovechar para enviarle regalitos a mi mamá y a mi tía.

—Está bien. Nos vemos más tarde.

Diez minutos después de que Erica se marchara, el timbre sonó. Gabriela frunció el ceño. La única persona que las visitaba era Guillermo, el padre de Erica, pero él nunca venía sin avisar. Al abrir la puerta, el mundo de Gabriela también se abrió, dejando paso a un fantasma de su pasado.

—¡Con qué aquí te escondías! —Ernesto, con sus ojos penetrantes, la miraba fijamente. Su voz destilaba una mezcla de enojo y burla—. Estoy aquí para que me des la cara.

Gabriela quedó congelada en su lugar.

—¡Tú…!

No podía creer lo que veía. Sus palabras se atoraron en su garganta, mientras una ola de emociones la golpeaba. Había pasado tantas noches imaginando este momento, tantas veces deseando disculparse, buscando un cierre. Pero ahora, frente a él, todo lo que había planeado decir se desvaneció.

—¿Por qué no hablas? ¿Tanto miedo me tienes?

Gabriela intentó responder, pero su voz apenas salió en un murmullo.

—Yo…

El peso de los recuerdos y las palabras no dichas se hicieron insoportables. Sentía que su corazón latía con una fuerza que la debilitaba.

—¡No te hagas la inocente, Gabriela! —continuó Ernesto, avanzando un paso hacia ella. Su tono se volvió más intenso—. Después de todo lo que pasó, ¿de verdad pensaste que podrías huir tan fácilmente?

Ella respiró hondo, intentando recuperar la compostura.

—No estoy huyendo, Ernesto. Solo intento… empezar de nuevo.

Él soltó una risa seca.

—¿Empezar de nuevo? ¡Claro! Eso es muy conveniente para ti, ¿no? Mientras yo me quedo con las ruinas de lo que dejaste.

—No lo entiendes… —murmuró, pero Ernesto no la dejó terminar.

—Entonces explícamelo, Gabriela. Hazme entender por qué me abandonaste sin una palabra, por qué destruiste todo lo que habíamos construido.

El nudo en su garganta se volvió más apretado. Sabía que había cometido errores, pero también sabía que no podía permitir que él la intimidara. Se irguió, con la mirada fija en sus ojos.

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