CAMINO SIN RETORNO

Recomponernos nunca es sencillo. Por mucho que intentemos arrancar las espinas que nos hieren, el ardor persiste, recordándonos constantemente el dolor.

Gabriela lo sabía bien. Resistir los dos años que su madre pasó en prisión por un crimen que no cometió fue una prueba desgarradora. Sin embargo, incluso en medio de las tempestades, encontró un rayo de luz. Logró ingresar a la Universidad Santiago de Cali, donde el destino le presentó a Ernesto Paz Cáceres, hijo de uno de los abogados y empresarios más influyentes del país. Bastó solo un instante, una mirada fugaz, para que ambos quedaran atrapados en un torbellino de emociones. Con el paso de los meses, lo que comenzó como una chispa se transformó en una relación aparentemente irrompible.

Gabriela se sentía plena por primera vez en mucho tiempo. Su madre y su tía estaban a su lado, el amor había llegado a su vida, y sus futuros suegros no solo la respetaban, sino que la admiraban. Todo parecía encajar perfectamente. Estaba lista para dar el siguiente paso. El diez de marzo del 2009 marcaba la fecha que cambiaría su vida para siempre, el día en que sellaría su amor con Ernesto frente al altar.

Ernesto no apartaba la vista de Gabriela. Sus ojos grandes y oscuros, brillantes como las estrellas, parecían atraparlo, mientras su cabello ondulado, que caía hasta sus caderas, lo hechizaba. Allí, en el altar, ella lucía como un sueño con su vestido de novia, y él no podía dejar de sonreír, aunque sus lágrimas comenzaban a brotar sin control.

Gabriela, sin embargo, estaba ausente, perdida en un remolino de pensamientos. La conversación que había escuchado la noche anterior seguía resonando en su mente, como una daga envenenada que se clavaba más profundo con cada recuerdo. Las palabras de Débora, su futura suegra, se repetían una y otra vez.

—¡Maldita sea, Gerardo! —había gritado la mujer, llena de rabia—. No pudimos evitar que esa mosca muerta atrapara a nuestro hijo. ¡Dios mío!

—Cálmate, mujer —respondió su esposo, intentando sosegarla mientras le tomaba las manos—. Gabriela es una buena muchacha. Estoy seguro de que hará feliz a Ernesto.

—¡Es un don nadie! —bramó Débora, furiosa—. ¿Sabes acaso de dónde viene? El investigador que contraté descubrió todo. Esa poca cosa es hija de una madre soltera. ¡Su madre es una expresidiaria! Dios, ¿te das cuenta de la joyita que resultó ser? Y, como si fuera poco, está manchada.

—¿De qué hablas? —preguntó Gerardo, con la curiosidad y el desconcierto grabados en el rostro.

—¡Fue abusada! —gritó con desdén—. Nuestro hijo se casará con una mujer que no es digna de él. ¡Ya fue tomada!

—¡Débora! —Gerardo la miró con desprecio—. ¿Te estás escuchando? Esa pobre muchacha debe haber pasado un infierno, y a ti lo único que te importa es que “no sea digna”. No te olvides de dónde vienes.

—¡Respétame! —La bofetada resonó en la habitación como un látigo—. No me compares con esa mugrosa. Aquí lo único que importa es mi hijo. Se casará con una impura. ¿Te imaginas el golpe que recibirá cuando se entere? ¿O cuándo sus hijos sepan que su madre estuvo a punto de ir a la cárcel?

—¡Cállate! —Gerardo perdió la compostura y se abalanzó hacia ella—. Mi hijo se casará mañana, y esta conversación se acaba aquí.

Gabriela volvió al presente al escuchar la pregunta que temía:

—¿Señorita Gabriela Solís Torres, acepta usted a Ernesto Paz Cáceres como su legítimo esposo, para amarlo y respetarlo todos los días de su vida?

Sintió un nudo en la garganta. Las lágrimas rodaron, empapando el delicado encaje de su vestido. Miró a Ernesto a los ojos, buscando consuelo, pero el peso de sus propios demonios era abrumador.

—Yo… —Su voz apenas era un susurro quebrado—. Perdóname. —Tomó las manos de Ernesto, temblando—. No puedo hacerlo, si te quedas a mi lado te condenarás. No quiero que mis demonios también te destruyan.

Antes de que alguien pudiera reaccionar, Gabriela giró sobre sus talones y corrió fuera de la iglesia, dejando tras de sí un murmullo de incredulidad y los gritos desesperados de Ernesto, que no lograron detenerla.

El aire frío golpeó su rostro mientras cruzaba la puerta de la iglesia. La ciudad parecía un reflejo de su caos interno: gris, con el cielo encapotado y las primeras gotas de lluvia comenzando a caer. Corrió sin mirar atrás, sintiendo cómo cada paso la alejaba de Ernesto y de una vida que, aunque prometedora, estaba edificada sobre una mentira.

Se detuvo cuando el cansancio y falta de aire, volvieron su cuerpo pesado, así que se dirigió al parque que yacía en frente de ella, totalmente vacío. Los árboles desnudos parecían testigos de su desesperación. Se dejó caer en una banca, abrazándose a sí misma mientras las lágrimas seguían fluyendo.

De repente, escuchó pasos acercándose. Al levantar la mirada, Gabriela distinguió una figura bajo la tenue luz de la calle. No era Ernesto. Pero conocía demasiado bien ese rostro. Gerardo.

—¿De verdad pensaste que te dejaría sola después de esto? —dijo con voz calmada, extendiéndole su abrigo.

Gabriela desvió la mirada y negó con la cabeza.

—No puedo regresar. Su hijo no merece a alguien como yo. Cuando lo conocí, pensé que la vida por fin me sonreía, pero ahora… me doy cuenta de que solo me estaba engañando.

Gerardo suspiró y se sentó a su lado en el banco de madera mojado por la llovizna.

—Lo sé todo, Gabriela. Y aunque Débora esté equivocada en muchas cosas, hay algo en lo que tiene razón: nadie debería cargar con un pasado que no eligió. Pero eso no significa que debas renunciar a lo que te hace feliz.

Gabriela lo miró fijamente, con una mezcla de dolor y desconfianza.

—¿Y tú qué harías? —preguntó en un susurro, como si temiera la respuesta.

Gerardo guardó silencio por un instante, como si buscara las palabras exactas.

—A veces, la única forma de vencer a los demonios es enfrentarlos. ¿Estás segura de que Ernesto no merece la oportunidad de decidir por sí mismo?

La lluvia comenzaba a caer con más fuerza. Gabriela apretó los puños, enredada en un torbellino de emociones. Finalmente, habló con voz quebrada:

—Tal vez tengas razón. Él debería decidir. Pero ya no hay vuelta atrás. Esto es lo correcto. Por favor, déjame ir… espero que algún día me perdonen.

Antes de que Gerardo pudiera decir algo más, Gabriela se puso de pie, tomó un taxi y desapareció en la noche lluviosa. Gerardo, impotente, vio cómo las luces rojas del vehículo se desvanecían en la distancia.

El taxi serpenteaba por las calles desiertas de la ciudad, mientras Gabriela intentaba calmar el huracán en su interior. Sacó su teléfono y miró la última foto que tenía con Ernesto. Su sonrisa, su mirada sincera… todo parecía un recuerdo lejano, casi irreal.

—¿A dónde la llevo, señora? —preguntó el conductor, con un tono neutral que contrastaba con la tormenta de emociones en el rostro de Gabriela.

Ella dudó unos segundos, como si las palabras pesaran más de lo que podía soportar. Finalmente, murmuró:

—Lléveme a la comuna tres, al barrio La Merced. Y cuando estemos ahí, espéreme, por favor. Le pagaré lo que me cobré.

El taxi avanzó en silencio, mientras Gabriela observaba el paisaje nocturno con una mezcla de nostalgia y urgencia.

Al llegar a la casa de su tía, subió rápidamente. Tomó su pasaporte junto con la visa de turista que le había sido entregada unos meses atrás. Luego abrió su armario y sacó una caja roja donde guardaba sus ahorros. Aunque no era mucho, le permitiría vivir unos meses. Minutos después, bajó cargando una pequeña maleta.

—Por favor, lléveme al aeropuerto —dijo con firmeza, esta vez sin dudar.

El conductor la miró por el espejo retrovisor, pero no hizo preguntas. Encendió el motor y se perdió en el tráfico nocturno.

El aeropuerto estaba más concurrido de lo que Gabriela había imaginado para esa hora. Su corazón latía con fuerza, y cada paso hacia el mostrador de boletos era como un eco que resonaba en su pecho.

—¿Destino? —preguntó la empleada de la aerolínea, sin apartar la vista de la pantalla.

Gabriela tragó saliva. En ese momento, se dio cuenta de que no había planeado tanto. Se limitó a responder lo primero que vino a su mente:

—El vuelo más próximo a cualquier lugar.

La empleada levantó la mirada, sorprendida, pero no hizo comentarios. Tecleó rápidamente en su computadora.

—Hay un vuelo a Nueva York que sale en dos horas. ¿Le interesa?

Gabriela asintió. No importaba el destino; lo importante era huir. Mientras entregaba su pasaporte y pagaba el boleto, sintió que algo en su interior se rompía. No sabía si era miedo, alivio o ambas cosas.

Con el boleto en la mano, se sentó en la sala de espera, donde las luces brillaban con una intensidad casi cruel.

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