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LA ÚLTIMA DEFENSA DE UNA MADRE.

Horas después, Gabriela no podía ignorar el nudo que le apretaba el pecho. A pesar de todo, seguía amando a su madre. El temor por su seguridad la empujó a actuar. Llegó apresurada a la casa, sintiendo que el corazón le iba a estallar. Apenas cruzó la puerta, los gritos la golpearon como un balde de agua helada.

—¡Habla ya! ¡No te quedes callado! —vociferaba Rosalía, fuera de sí. Su figura parecía más grande, amenazante, con un cuchillo temblando en su mano—. ¿Abusaste de ella? ¿Te atreviste a lastimarla?

—Rosalía, por favor… —Federico, sudoroso y tambaleante, levantó las manos en un gesto de rendición—. Baja eso. No hagas algo de lo que puedas arrepentirte.

—¡Cállate y responde! —gritó Rosalía, cada palabra impregnada de un odio visceral—. ¿¡Lo hiciste!?

Federico tragó saliva, intentando encontrar algo, cualquier cosa, que lo librara de la furia que lo tenía acorralado.

—Tu hija… me provocó. Yo no quería…

—¡Maldito! —La voz de Gabriela irrumpió con fuerza desde el umbral. Avanzó con pasos firmes, su furia, aplastando cualquier rastro de miedo—. ¡Eres un asco de ser humano! Nunca te provoqué. Te admiraba… como a un padre, y tú…

Federico retrocedió, incapaz de sostener la mirada de Gabriela. Pero su madre no parecía escuchar nada. Su atención estaba fija en Federico, los ojos encendidos como brasas.

—Mamá, por favor, suelta eso —suplicó Gabriela, acercándose despacio—. No quiero que te lastimes. Vámonos. Hablé con tía, está dispuesta a recibirnos.

Pero Rosalía no respondía. Solo murmuró, casi para sí misma:

—No puedo irme… no antes de…

Y entonces ocurrió. Como un rayo, Rosalía se lanzó sobre Federico. El forcejeo fue breve, un destello de acero, un grito, y la sangre empezó a brotar, manchando la ropa de Rosalía.

—¡No! —Gabriela corrió hacia ellos, su alarido llenando cada rincón de la casa—. ¡Mamá!

Rosalía, jadeando, tambaleó hacia atrás. Federico cayó al suelo, sosteniendo una herida en el abdomen.

—Ella… me atacó… Yo no quería… —balbuceó Federico, sus palabras apenas audibles entre jadeos.

Gabriela no lo escuchó. El cuchillo estaba allí, al alcance de su mano. En un instante, todo su dolor y rabia se condensaron en una sola acción.

—¡Vas a pagar por todo!

Con un grito desgarrador, Gabriela hundió el cuchillo en el pecho de Federico. El hombre apenas tuvo tiempo de emitir un último suspiro antes de desplomarse.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Gabriela se quedó inmóvil, con el cuchillo en la mano, mirando el cuerpo inerte frente a ella.

—¿Qué… qué hice? —susurró, dejando caer el arma al suelo.

Entonces, una voz débil rompió el trance.

—Mi cielo…

Gabriela giró la cabeza de golpe. Rosalía estaba en el suelo, pálida, pero viva.

—¡Mamá! —se arrodilló junto a ella, llorando desconsoladamente—. Perdóname… Lo maté… no quería, pero…

—Shh… todo estará bien —dijo Rosalía, con una ternura que parecía imposible en ese momento. Acarició el rostro de su hija, aunque sus fuerzas se desvanecían—. Escucha, amor. Ve con tu tía. Ella te cuidará.

—¡No puedo dejarte aquí! —gritó Gabriela.

—¡Hazlo! —la interrumpió Rosalía con un último grito de energía. La agarró con fuerza y susurró—: Asumiré la culpa. Corre. Ahora.

Gabriela, con el alma destrozada, obedeció. Salió corriendo, dejando atrás a su madre, la sangre y el caos.

Gabriela corrió sin mirar atrás, con el eco de las palabras de su madre retumbando en su mente. No sabía cuánto tiempo había pasado ni a dónde se dirigía, pero sus pies parecían saberlo. Finalmente, llegó a la casa de su tía Clara, quien la recibió con una mezcla de preocupación y sorpresa.

—¿Gabriela? ¿Qué te pasó? —preguntó Clara, alarmada al verla cubierta de sangre y temblando.

—Tía… mamá… necesita ayuda. Yo… —las palabras se atoraron en su garganta mientras las lágrimas caían sin cesar.

Clara la abrazó con fuerza, sin pedir más explicaciones en ese momento.

Mientras tanto, en la casa, Rosalía limpió con torpeza las huellas de Gabriela. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Con las manos temblorosas, marcó el número de emergencias.

—Hay un hombre muerto en mi casa. Yo lo maté…

Y colgó. Exhausta, dejó que la oscuridad la envolviera, esperando el destino que vendría a buscarla.

Gabriela, refugiada en la casa de su tía, sabía que aquel acto de amor y sacrificio la perseguiría siempre. Pero también supo que, de alguna manera, su madre había encontrado una forma de protegerla, incluso en medio de la tragedia.

***

Los días siguientes, Gabriela pasó en un estado de letargo, refugiada en la casa de su tía Clara. Los noticieros locales no tardaron en cubrir el incidente, describiéndolo como una “pelea doméstica que terminó en tragedia”. Rosalía había sobrevivido al ataque, pero su detención fue inminente. Claudia no dudó en conseguirle un abogado, a pesar de la insistencia de su hermana, en que no merecía ayuda, ella se negó a dejarla atrás.

—Tienes que comer algo, Gabriela —insistió Clara, colocando un plato de sopa frente a su sobrina—. No puedes ayudar a tu mamá si te destruyes a ti misma.

—Ella lo hizo por mí —susurró Gabriela, su voz rota por la culpa—. Todo esto es mi culpa, tía. Si no hubiera regresado a esa casa…

—No digas eso —Clara se sentó junto a ella y tomó sus manos—. Tu madre tomó decisiones difíciles, pero lo hizo porque te ama. Ahora, lo que debemos hacer es encontrar la manera de ayudarla.

Las palabras de su tía eran sensatas, pero no aliviaban el peso que cargaba en su pecho. Gabriela sabía que la única forma de salvar a Rosalía era entregarse y contar la verdad.

Esa noche, mientras Clara dormía, Gabriela no podía conciliar el sueño. Su mente estaba llena de pensamientos atormentados. Finalmente, tomó una decisión: confesaría todo al licenciado Martínez. Sin hacer ruido, salió de la casa con cautela, cuidando de no despertar a nadie.

Cuando llegó a la casa de Rodolfo, tocó la puerta con insistencia. María, la esposa de Rodolfo, apareció, aún adormilada.

—¿Mi niña? ¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó con preocupación al notar las lágrimas en el rostro de Gabriela.

—¿Dónde está su esposo? ¡Necesito hablar con él, es urgente! —suplicó, la voz entrecortada.

—Está en el despacho, pero dime, ¿le pasó algo a tu madre? ¿Por qué lloras así?

Gabriela no pudo contener más el dolor que llevaba dentro. Se arrodilló frente a María, golpeándose el pecho con desesperación.

—¡Fui yo! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Yo lo asesiné! Mamá es inocente, ¡tienen que liberarla!

Alarmada, María la ayudó a levantarse, le puso una manta sobre los hombros y la condujo al interior de la casa. Mientras Gabriela temblaba, María le preparó una taza de té caliente para calmarla. Momentos después, Rodolfo entró al salón.

—Gabriela, cuéntamelo todo —dijo con voz firme, aunque trataba de mantener la calma ante la confesión inesperada.

Entre sollozos, Gabriela relató los acontecimientos de esa fatídica noche. Cuando terminó, Rodolfo respiró hondo, intentando procesar la magnitud de lo que acababa de escuchar.

—Dicen que el amor de una madre es lo más grande, y hoy entiendo por qué —dijo, reflexionando—. Gabriela, ¿estás completamente segura de que quieres aclarar esto?

—Sí —respondió con una determinación que nunca había sentido antes—. Mi madre no merece cargar con este peso. Esa noche, mientras creía que estaba muerta, entendí muchas cosas. Ella no es mala. Fue manipulada, humillada, y abandonada por todos, incluso por su propia familia. No la culpo. Mi padre la destruyó poco a poco.

Rodolfo asintió, emocionado por el coraje de la joven. Se acercó y la abrazó.

—Mañana iremos juntos a la delegación. Yo me encargaré de que tu confesión sea escuchada. Pero ahora, debo llevarte con tu tía.

A la mañana siguiente, Rosalía ya sabía lo que planeaba su hija. Durante la visita en la prisión, trató con todas sus fuerzas de disuadirla.

—¿Por qué, mamá? —preguntó Gabriela entre lágrimas que empapaban la mesa de visitas—. ¿Por qué no quieres que lo haga?

Rosalía alargó las manos esposadas para acariciar el rostro de su hija.

—Eres mi pequeña —dijo con voz temblorosa—. Te llevé en mi vientre nueve meses y luché por traerte al mundo. Todo lo que hice fue por ti, pero sé que te fallé. No hay justificación para lo que viviste por mi culpa.

—¡No fue tu culpa! —gritó Gabriela mientras apretaba las manos de su madre—. Tía Clara me contó todo. Sé el infierno en que viviste, y te perdono. ¡No puedo perderte, mamá!

Rosalía negó con la cabeza, sus ojos llenos de amor y tristeza.

—Tienes que seguir adelante, Gabriela. No por mí, sino por ti. Ve con tu tía, estudia, vive. Prométeme que serás feliz.

—¡No quiero! —Gabriela apenas podía hablar entre sollozos—. ¡Te necesito!

Rosalía la miró con una dulzura infinita.

—Es hora de decir adiós, mi niña.

Llamó al guardia de seguridad, y aunque Gabriela se resistió con todas sus fuerzas, aferrándose a su madre, no pudo detener lo inevitable. Rosalía observó cómo se llevaban a su hija, mientras su corazón se rompía en silencio.

Gabriela salió de la prisión con el rostro empapado en lágrimas y el alma hecha pedazos. Rodolfo la esperaba afuera, preocupado por su estado.

—No será fácil —le dijo al verla tambalearse hacia él—, pero hiciste lo correcto al venir aquí.

—¿Lo correcto? —replicó con un tono quebrado, mirando hacia las rejas que acababan de separarla de su madre—. Nada de esto se siente correcto.

Rodolfo suspiró. La ayudó a subir al auto y, mientras manejaban hacia la casa de Clara, intentó consolarla.

—Gabriela, tu madre quiere que vivas. Ella eligió cargar con sus errores para darte una oportunidad. Honrar ese sacrificio será tu mayor acto de amor.

Gabriela asintió levemente, aunque la culpa seguía pesando sobre ella como una losa.

—¿Qué estarías dispuesta a hacer por tu madre? —preguntó Rodolfo, con la voz baja, pero cargada de tensión, como si la respuesta pudiera cambiarlo todo.

—¡Lo que sea! —respondió ella al instante, sus ojos brillaban con determinación, aunque un temblor en sus manos delataba el miedo que luchaba por contener.

Rodolfo la observó por un momento, evaluando el peso de sus palabras. Luego, inclinándose hacia ella, continuó en un tono más serio.

—Bien. Haremos esto, porque tu madre no quiere que tú termines en prisión.

Gabriela sintió un nudo en el estómago mientras las palabras se hundían en su mente.

—¿Entonces? —susurró, apenas capaz de pronunciar la palabra.

Rodolfo se enderezó y colocó un dedo sobre un expediente desgastado que descansaba en su escritorio.

—Como su abogado, no puedo obligarla a cambiar su decisión. Pero puedo prometerte esto: haré todo lo posible para que su condena sea mínima. Si demostramos que actuó en legítima defensa, hay una oportunidad.

—¿Una oportunidad? —replicó ella, más para sí misma que para Rodolfo. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de esperanza y desesperación.

—No será fácil —añadió él, su tono firme—. Pero si realmente estás dispuesta a hacer lo que sea, vamos a necesitar tu apoyo total. Esta lucha será tanto tuya como mía.

Cuando llegaron a la casa de Clara, su tía salió corriendo a recibirla, abrazándola con fuerza.

—Mi niña, estoy aquí contigo —dijo Clara con voz firme, mientras Gabriela se desmoronaba en sus brazos.

—Tía, ¿cómo voy a seguir adelante? —preguntó entre sollozos—. No sé cómo vivir sin ella.

Clara la miró directamente a los ojos.

—Con amor, Gabriela. Con esperanza. Por tu madre, por ti misma. Y no estás sola; siempre tendrás a alguien que te cuide.

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