UNA OPORTUNIDAD PARA AMAR
UNA OPORTUNIDAD PARA AMAR
Por: Glory Autora
REVELACIÓN DOLOROSA

Año 2005

—¿Y bien? Díganme por qué querían verme aquí —preguntó Rosalía con una voz que intentaba sonar firme mientras observaba las manos temblorosas de su hija.

—Vamos, cariño, no tengas miedo —Claudia se inclinó hacia Gabriela, su sobrina, y le dedicó una sonrisa cálida. Sus ojos decían que estaba allí para ayudarla a enfrentar su verdad.

—Mamá, yo… —Gabriela intentó hablar, pero las palabras se ahogaban en su garganta. Sentía el sudor helado en su frente y su respiración se volvía cada vez más entrecortada; su corazón golpeaba desbocado en su pecho. Aunque tenía tanto por decir, no lograba encontrar la manera.

—Adelante, mi cielo —Claudia la besó en la frente con ternura—. No olvides lo que siempre te he dicho: eres mi mayor tesoro, y te protegeré como una leona.

—¿Qué demonios pasa aquí? —La tensión aumentaba y la voz de Rosalía temblaba con impaciencia—. Hija, habla ya. Desde hace meses te noto distante, no quieres hablar conmigo y siempre te refugias en tu tía. ¿Qué está sucediendo?

Una risa amarga brotó de los labios de Gabriela.

—¿Angustiada, dices? Por favor, mamá, tú solo vives y respiras por tu adorado Federico.

—Sabes que eso no es así, Gabriela —replicó Rosalía, sorprendida—. Solo soy cariñosa con él porque es un buen hombre. Te ha cuidado desde que tenías cinco años.

—¡Mentiras! —La furia estalló en Gabriela como un torrente—. Ese maldito no es más que una asquerosa rata.

Rosalía se quedó helada. Luego, reaccionando con furia, alzó la mano, y la bofetada resonó en el aire, llenando la sala de un silencio estremecedor.

—¡Respeta a tu padre!

Gabriela, con lágrimas desbordando por sus mejillas, miró a Claudia en busca de consuelo.

—¿Lo ves, tía? —sollozó—. Te lo dije… Ella prefiere a ese maldito abusador antes que a mí.

Rosalía se estremeció, un rayo de duda y miedo cruzando su mirada.

—¿De qué estás hablando, Gabriela? ¿Qué estás diciendo?

Gabriela la miró, con un fuego intenso y doloroso en los ojos, y finalmente soltó las palabras que tanto había guardado.

—Tal como lo oyes. Tu adorado esposo no es más que un… un monstruo, mamá. Uno que me ha hecho daño durante todo este tiempo… y tú lo sabías.

Rosalía la miró boquiabierta, paralizada. No podía procesar lo que acababa de escuchar. Un escalofrío recorrió su espalda mientras sus labios balbuceaban una negación automática.

—Eso no es posible… no… no puede ser cierto. Federico, jamás te haría daño.

—¿Cómo puedes defenderlo? —Gabriela retrocedió, temblando, como si estuviera enfrentando a una desconocida—. Siempre lo has preferido a él, elegiste mirar para otro lado mientras me hacía daño.

Rosalía sacudió la cabeza, incrédula. Su voz tembló, su ira desmoronándose en incertidumbre.

—Gabriela, cariño… no entiendo de dónde salen estas acusaciones. Federico ha sido como un padre para ti, te ha dado todo.

—¡Todo menos seguridad, mamá! —Gabriela gritó, la rabia y el dolor contenido explotando en cada palabra—. No sabes lo que he tenido que soportar para protegerme. Ni te imaginas lo sola que me sentí cada vez que me mirabas y fingías que no pasaba nada. Que yo estaba bien.

Claudia, que había permanecido en silencio, dio un paso al frente y tomó a Gabriela de la mano, dándole fuerzas para continuar.

—Rosalía —dijo Claudia con firmeza—, tienes que escuchar a Gabriela. Esta verdad es dolorosa, pero es hora de enfrentarla.

Rosalía intentó sostener la mirada de su hermana, pero el peso de la revelación la hacía sentir expuesta, vulnerable. Sabía que su hija no mentía; lo veía en su mirada, en el temblor de su voz, en el dolor que había guardado por tanto tiempo.

—¿Por qué, Gabriela? — susurró, finalmente, con los ojos humedecidos—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Gabriela soltó una carcajada amarga.

—¿Para qué, mamá? ¿Para qué me llamarás mentirosa? ¿Para qué te pusieras de su lado, como siempre lo haces?

Un silencio helado cayó sobre la sala, mientras Rosalía intentaba asimilarlo. La sombra de la verdad finalmente la alcanzaba, y ahora, frente a su hija, entendía que su mundo estaba a punto de derrumbarse.

La tensión en la sala era tan espesa que apenas se podía respirar. Rosalía se tambaleó, aferrándose al respaldo de una silla, tratando de encontrar algún fragmento de realidad en medio de la tormenta que acababa de desatar su hija. Claudia se acercó, sus ojos llenos de compasión, pero también de una determinación férrea. No estaba dispuesta a permitir que Gabriela sufriera en silencio nunca más.

—No entiendo… —murmuró Rosalía, con la voz quebrada—. No entiendo cómo pude ser tan ciega.

Gabriela la miraba, agotada, como si las palabras le hubieran robado hasta la última gota de energía. Sin embargo, la intensidad de su dolor seguía ardiendo en sus ojos.

—Porque nunca quisiste ver, mamá. Cada vez que intentaba hablar, tú solo veías a Federico, al hombre perfecto, al esposo que tanto idealizabas… no al monstruo que se escondía detrás de su sonrisa.

Claudia, con suavidad, llevó a Gabriela hacia el sofá y la ayudó a sentarse. Acarició su cabello mientras ella temblaba, vaciando todo el sufrimiento que había guardado.

—Rosalía, no estamos aquí para destruir tu vida —dijo Claudia, su voz cálida pero firme—. Estamos aquí porque Gabriela necesita que la escuches, que la protejas. Ese es el papel de una madre.

—¿Protegerla? —La voz de Rosalía apenas era un susurro—. Yo… yo la protegí de todo. Le di lo mejor de mí, lo mejor que pude…

—No, mamá —la interrumpió Gabriela, con una frialdad que Rosalía no le había escuchado nunca—. Te protegiste a ti misma, te protegiste de la verdad. Preferiste la comodidad de tu mentira antes que aceptar lo que Federico me hacía en tu propia casa.

Un dolor indescriptible atravesó a Rosalía. De repente, el mundo que había construido con tanto empeño se derrumbaba ante ella. Se sentía como si estuviera de pie en un precipicio, con los restos de su vida cayendo a su alrededor.

—Dime, Gabriela —su voz era apenas un hilo—. ¿Qué necesitas que haga? Porque no tengo idea de cómo arreglar esto.

Gabriela la miró con una mezcla de esperanza y resentimiento. El tiempo para parches había pasado, y ahora su madre debía demostrar si realmente estaba dispuesta a tomar partido.

—Quiero vivir con mi tía. Nos iremos a Cali, ahí estudiaré Derecho. No quiero estar cerca de ti… no puedo.

—Mi amor, no me dejes —Rosalía trató de abrazarla, pero Gabriela se refugió en su tía.

—No te creo. Sé que nada cambiará. Si me quedo en tu casa, moriré. En cambio, con mi tía, seré feliz y podré reconstruirme.

El rostro de Rosalía se desmoronó al escuchar aquellas palabras. Era como si la última esperanza que tenía de redimirse ante su hija se desvaneciera en un instante. Se quedó paralizada, observando cómo Gabriela buscaba consuelo en los brazos de Claudia, quien la rodeó con una protección casi feroz.

—Rosalía, sabes que es lo mejor —dijo Claudia suavemente, aunque su mirada estaba cargada de una firmeza inquebrantable—. Gabriela necesita sanar, necesita alejarse de todo esto para poder encontrarse a sí misma.

—¿Y yo? —susurró Rosalía, perdida en su propia desesperación—. ¿Qué se supone que haga sin ella?

Gabriela la miró con una expresión mezcla de dolor y decisión. Por un momento, pareció que iba a decir algo, pero la contuvo un nudo en la garganta. En cambio, Claudia fue quien respondió.

—Haz lo que debiste hacer desde el principio, Rosalía. Enfrenta la verdad. Rompe las cadenas que te atan a él y toma el control de tu vida, porque si no lo haces, seguirás atrapada en este ciclo destructivo… y no podrás ayudar ni a Gabriela ni a ti misma.

Rosalía asintió con la mirada perdida, como si recién estuviera comenzando a comprender la profundidad de su situación. El silencio llenó la sala una vez más, pero esta vez no era la tensión, sino la aceptación de que algo había cambiado para siempre.

—Voy a dejarte libre, Gabriela —murmuró finalmente Rosalía, con la voz rota—. Voy a hacer lo que tú necesitas… aunque eso signifique perderte.

Gabriela, aún aferrada a Claudia, dejó que unas lágrimas cayeran sin esfuerzo, como un alivio contenido por años. Sabía que la decisión era dolorosa para ambas, pero también era el primer paso hacia su libertad.

Sin una palabra más, Claudia llevó a Gabriela hacia la puerta. Cuando estaban a punto de salir, Gabriela se volvió hacia su madre, y por primera vez en mucho tiempo, sus ojos no tenían odio, sino una tristeza que parecía comprender la lucha interna de Rosalía.

—Espero que algún día puedas perdonarte, mamá —dijo en un susurro—. Yo intentaré hacer lo mismo.

Rosalía asintió, incapaz de responder. La puerta se cerró, y en ese instante supo que la verdadera batalla apenas comenzaba, una batalla que tendría que librar sola.

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