HILOS DEL DESTINO

A la mañana siguiente, Ernesto despertó con una idea fija: recuperar a Gabriela. Aunque la humillación del día anterior pesaba como una losa en su pecho, estaba decidido a no rendirse. Se vistió rápido, repasando mentalmente las palabras con las que intentaría enmendar su error. El sol apenas comenzaba a bañar las calles cuando llegó a la puerta de Gabriela. Pero antes de que pudiera tocar, la tormenta se desató.

—¡Fuera de aquí! —bramó Erica, interponiéndose en su camino—. Gabriela no tiene por qué oírte. ¿No te bastó con la humillación de ayer? Si no te marchas por las buenas, te sacaré por las malas.

Ernesto sintió un golpe de ira en el pecho. Sus puños se cerraron con fuerza mientras la adrenalina recorría su cuerpo.

—¿Quién te crees que eres? —gruñó, su voz profunda y amenazante—. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera?

Erica no retrocedió ni un paso. Su mirada era de fuego puro.

—¡Soy su mejor amiga! Y no voy a permitir que alguien como tú la vuelva a lastimar.

—¡No me importa quién seas! —vociferó Ernesto—. ¡Voy a hablar con ella, te guste o no!

Sus gritos resonaron en el vecindario, atrayendo algunas miradas curiosas desde las ventanas cercanas.

—¡Gabriela! —llamó con desesperación—. ¡Por favor, sal y escúchame!

Dentro de la casa, Gabriela escuchaba todo, con el corazón dividido entre el enojo y la nostalgia. El eco de sus nombres lanzados al aire la paralizaba. Erica, al percibir su duda, golpeó el último clavo.

—No le des ese poder sobre ti, Gabi. No lo merece.

Pero Gabriela sabía que, tarde o temprano, debería enfrentarse a Ernesto.

Gabriela tomó una bocanada de aire y se levantó del sofá. Su corazón latía con fuerza mientras caminaba hacia la puerta. Erica intentó detenerla, pero la decisión ya estaba tomada.

—Erica, basta. Tengo que hablar con él.

—Pero, Gabi…

—No. Quiero escuchar lo que tiene que decir.

Cuando Gabriela abrió la puerta, el tiempo pareció detenerse. Sus ojos se encontraron con los de Ernesto y, por un instante, todo el ruido del mundo se apagó. Pero antes de que él pudiera hablar, Gabriela levantó una mano para detenerlo.

—No me llames, no me busques y no grites mi nombre frente a mi casa. ¡Esto es ridículo! —dijo, aunque su voz temblaba levemente.

—Solo dame cinco minutos —suplicó Ernesto, dando un paso adelante—. Cinco minutos para explicarte, para demostrarte que puedo cambiar.

Gabriela lo miró fijamente, tratando de encontrar en su rostro una razón para ceder. Suspiró profundamente, buscando algo de calma antes de hablar.

—Está bien —dijo con una voz tensa pero controlada—. Erica, por favor, déjanos a solas.

Erica cruzó los brazos y la miró con desconfianza.

—¡No lo haré! ¿Y si te hace algo?

Gabriela le sonrió con una calidez que buscaba desarmar su preocupación.

—Estaré bien. Créeme, esta vez todo será diferente.

Después de un momento de duda, Erica finalmente asintió y se retiró a su cuarto, no sin lanzar una última mirada inquisitiva hacia Ernesto.

Cuando estuvieron a solas, Gabriela cruzó los brazos y fijó su mirada en él.

—Adelante, te escucho. Pero que sean cinco minutos; tengo una cita importante y no puedo perderla.

Ernesto frunció el ceño, su inseguridad visible.

—¿A dónde irás?

—No te incumbe. Habla, el reloj corre.

Ernesto tragó saliva, visiblemente nervioso. Finalmente, tomó aire y dijo:

—Gabriela, yo… Ayer actué como un verdadero idiota. Sé que no hay palabras que puedan reparar lo que dañé, pero… ¡Mira, lo único que quiero es que tomes mi mano y empecemos de nuevo!

Gabriela lo observó en silencio, su expresión indescifrable.

—Sabes, si hubieras aparecido en otras circunstancias, quizá estaría encima de ti, pero ahora… todo es diferente. Cada uno eligió su camino, Ernesto. No hay vuelta atrás.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó él, alarmado.

Gabriela sostuvo su mirada, firme.

—Anoche me di cuenta del error que ambos estuvimos a punto de cometer al pensar en casarnos. Sin confianza no hay nada, Ernesto. Y sé que también te dañé al no ser sincera desde el principio. Lo lamento, de verdad, pero no hay palabras que puedan arreglar esto.

Él dio un paso hacia ella, su rostro reflejando una mezcla de desesperación y frustración.

—¿Me estás diciendo que renuncias? ¡Esto debe ser una broma! ¡No me iré de aquí sin ti!

—Tienes que hacerlo, Ernesto —dijo ella con una calma glacial—. ¿Para qué me quieres a tu lado? ¿Para esperar más tiempo hasta que me pueda entregar a ti? ¿Para soportar el escándalo si alguien en Colombia filtra información sobre mi pasado? No es justo para ninguno de los dos.

Él la miró, dolido, pero con un destello de determinación en los ojos.

—¡No soy un cobarde! Te protegeré de todo y de todos.

Gabriela negó con la cabeza, su voz bajando a un murmullo casi triste.

—Quizá ahora pienses así, pero en el futuro todo esto pesará. Por favor, regresa, Ernesto. Vive tu vida. Yo me quedaré aquí, reconstruyéndome, forjando un nuevo futuro. No necesitamos lastimarnos más.

La mirada de Gabriela era tan decidida que Ernesto sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Entendió, con una claridad dolorosa, que ya no le pertenecía.

—Está bien —susurró, su voz quebrándose—. No puedo obligarte a que me ames de nuevo. El amor… el amor debe crecer como las rosas, con paciencia y delicadeza. Solo espero que seas feliz, Gabriela. Y si algún día regresas, recuerda que siempre tendrás un amigo dispuesto a compartir una taza de café contigo.

Ella asintió con una leve sonrisa y lo vio marcharse. La puerta se cerró tras él, y con ello, un capítulo de sus vidas.

El peso de las emociones invadía a Gabriela, pero al mismo tiempo sintió un destello de alivio. Había sido honesta consigo misma y con Ernesto, algo que había temido hacer durante mucho tiempo. Cerró los ojos por un instante, respiró profundo y dejó que ese pequeño momento de calma la envolviera.

Pero pronto, el abrazo de Erica la sacó de su introspección.

—¿Y bien? —preguntó Erica, cruzando los brazos con una mezcla de curiosidad y preocupación—. ¿Todo bien?

Gabriela asintió con una gran sonrisa que iluminó su rostro.

—Todo perfecto.

Erica soltó un suspiro de alivio y no tardó en retomar su energía habitual.

—¿Eso quiere decir que vas al bufé de mi padre para hablar sobre la visa de trabajo?

—Así es —respondió Gabriela con una chispa de entusiasmo en la voz—. Desde hoy empezaré una nueva vida. Y parece que tú serás quien no podrá deshacerse de mí. Incluso si consigo empleo, estaré pegada a ti como un chicle.

—Pues si crees que me asustas, estás equivocada. Aquí la intensa soy yo.

Con una risa traviesa, Erica se lanzó sobre Gabriela y empezó a hacerle cosquillas. Entre carcajadas y bromas, las dos amigas se sumergieron en un momento de alegría pura. En ese instante, Gabriela sintió algo que había olvidado: las ganas de ver un nuevo amanecer lleno de posibilidades.

Mientras tanto, en el hotel, un ambiente completamente distinto reinaba. La tensión en la habitación era palpable. Gerardo trataba de calmar a Ernesto, quien caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada.

—Cálmate, hijo. Enojado de esta manera no lograrás nada —intentó razonar Gerardo con tono sereno.

—¡¿Cómo me pides que me calme?! ¡Arruiné mi vida! ¡Fui un reverendo estúpido! —vociferó Ernesto, con los puños apretados. Pero detrás de su furia, lo que lo consumía era un sentimiento de soledad aplastante.

Gerardo suspiró profundamente, intentando elegir sus palabras con cuidado.

—Entiendo lo que estás pasando. Pero llenarte de rabia no solucionará nada. Dale tiempo. Deja que ella ponga todo en orden. Si el hilo del destino los quiere juntos, los volverá a unir.

—¡No creo en esas pendejadas! —espetó Ernesto, alzando la voz—. Las cosas son o no son. Y aquí la única culpable es mi madre.

Sin pensarlo más, Ernesto tomó su teléfono y llamó a Débora. La voz de su madre respondió al otro lado con un tono cargado de cariño.

—Mi cielo, ¡por fin me llamas! ¿Cuándo regresarán tu padre y tú? Los extraño tanto.

—¡Todo esto es tu culpa! —gritó Ernesto con una furia que lo desgarraba por dentro—. ¡¿Ya estás feliz?! Gracias a ti, soy el hombre más desdichado del mundo.

—¡Hijo! ¿Por qué me hablas así? Yo… —Débora buscaba palabras para justificar lo injustificable.

—¡Fuiste tú! Tu veneno me hizo odiarla. Hiciste que me revolcara con cualquiera que se cruzara en mi camino. ¡Te detesto!

—¿De qué hablas?… Ah, ya entiendo. Están donde esa imbécil. ¡Por qué no entiendes que ella no te conviene! Yo sé por qué te lo digo.

—¡Eres la peor madre que podría haber tenido! Desde hoy, ya no soy tu hijo. Haz de cuenta que estoy muerto para ti.

Ernesto colgó la llamada con un ademán violento. Gerardo lo observaba con angustia, buscando alguna forma de acercarse a su hijo.

—Hijo, por favor, no permitas que tus emociones te dominen. Estás herido, lo sé. Y tienes razón, tu madre no actuó bien…

Ernesto suspiró y se dejó caer en un sillón.

—Papá, tú siempre quisiste abrirme los ojos, hacerme entrar en razón. Pero mi ego de macho no me dejó escucharte. Ahora estoy pagando las consecuencias. Me queda claro que tengo que terminar la carrera. Y después, aplicaré a un intercambio. Seré un gran abogado, como tú.

—Sabes que siempre estaré a tu lado, eso es lo que hace un padre. Deja que termines de empacar, yo haré las mías.

Aunque su corazón anhelaba volver a Gabriela, Ernesto entendía que debía dejar que el río de la vida siguiera su curso. Aferrarse a un lugar donde ya no pertenecía era como encadenarse a un sueño roto.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo