Gabriela bajó la mirada, como si cada palabra que pronunciaba arrancara un pedazo de su alma.
—Todo lo que hice fue para protegerte —susurró, con una voz que apenas se sostenía.
Ernesto soltó una carcajada seca, cargada de desdén.
—¿Protegerme? —replicó, con una sonrisa torcida—. ¿Crees que abandonarme fue un acto noble? ¡Eres una hipócrita, Gabriela! Una cínica…
—¡Un momento! —lo interrumpió, alzando la voz con inesperada firmeza—. Entiendo que estés molesto, que necesites desahogarte, pero no voy a permitir que me insultes. No cuando no sabes por lo que he pasado.
Ernesto dio un paso al frente, sus ojos fijos en ella como si intentaran atravesar sus defensas.
—Entonces, déjame pasar. Dame tus excusas, aunque sean mentiras.
—¡No lo son! —respondió Gabriela, clavando su mirada en la de él. Se apartó, abriendo la puerta con un movimiento brusco—. Pasa.
Por un instante, Ernesto vaciló. Pero entró, cargando el espacio con su presencia y la tensión de todo lo no dicho. Gabriela, sintiéndose al borde del colapso, buscó desesperadamente apoyo en la habitación vacía. Su soledad era un abismo que la asfixiaba.
—¿Por qué tardas tanto en hablar? —preguntó él, con un tono que destilaba veneno—. ¿Estabas pensando en tu próxima mentira? ¿O quizás estabas escondiendo a tu amante? Dime, Gabriela, ¿con él sí pudiste hacerlo?
El golpe resonó en la habitación antes de que Ernesto pudiera reaccionar. Gabriela había levantado la mano con tal fuerza que sus dedos quedaron marcados en la mejilla de él.
—¿Viniste aquí a sanar tu ego de macho herido? —gritó, con el rostro encendido de ira—. Despreocúpate. No he estado con nadie. Jamás lo haría… porque… —Su voz se quebró, sus manos se cerraron en puños temblorosos—. Porque fui abusada cuando tenía dieciocho años.
Las palabras salieron como un torrente imparable. Sus lágrimas comenzaron a caer, cada una cargada de la angustia que había guardado durante tanto tiempo.
—No solo eso —continuó, la voz entrecortada—. Maté a mi abusador. Y mi madre… mi madre se culpó a sí misma para salvarme.
Ernesto dio un paso atrás, sus ojos abiertos de par en par. Pero Gabriela no había terminado.
—¿Y sabes qué? La noche en que pediste mi mano, la noche en que pensé que finalmente había sido aceptada por los Paz Caseres, tu madre, tu querida madre, me llamó indigna. Dijo que, si mi pasado llegaba a los medios, destruiría su reputación.
Un silencio pesado cayó sobre ambos. Ernesto trataba de procesar las palabras, pero su mente era un caos. No sabía qué decir, ni si había algo que pudiera decir.
Gabriela se dejó caer en el sofá, como si el peso de su confesión la hubiera vaciado por completo.
—Así que ahí lo tienes, Ernesto. Mi verdad. Todo lo que he cargado sola mientras tú… —Se detuvo y lo miró a los ojos—. Mientras tú pensabas que solo había decidido abandonarte sin motivo.
Ernesto pasó una mano por su cabello, respirando profundamente, como si intentara calmar un terremoto interno.
—Yo… no lo sabía.
—¡Claro que no lo sabías! —replicó Gabriela, con una mezcla de furia y desolación en la voz—. Pero ¿quieres saber qué es lo peor? Que no importa. Porque ahora que lo sabes, y viendo tus gestos de desagrado, mis fantasmas de repudio se vuelven reales. Noche tras noche, las pesadillas de tu rechazo me aterrorizaban. Y ahora que estás aquí, ya no me mata tanto. Por favor, vete. Estoy de vacaciones y tengo un tour pendiente.
Ernesto intentó dar un paso hacia ella, sus ojos implorantes, buscando alguna grieta en el muro que Gabriela había erigido.
—Gabriela…
Pero ella levantó la mano, su mirada era un volcán de emociones contenidas.
—¡Largo! —su voz resonó como un golpe seco—. ¿Quieres que llame a la policía? Estamos en otro país, ¿no crees que sería interesante pasar unas horas en la estación?
Ernesto retrocedió, herido por la frialdad y la contundencia de sus palabras. Sin otra opción, salió del lugar y abordó un taxi que lo llevó de vuelta al hotel. En el trayecto, las calles se convirtieron en un difuso telón de fondo para el torbellino de pensamientos que lo consumían.
Cuando Ernesto entró al hotel, encontró a su padre esperándolo en el lobby. Gerardo, con una sonrisa esperanzadora, parecía convencido de que las heridas del pasado comenzaban a cerrarse. Sin embargo, bastó una mirada al rostro sombrío de Ernesto para entender que las grietas habían empeorado. La tormenta en sus ojos no necesitaba palabras.
—Por tu cara, puedo ver que todo resultó fatal —dijo Gerardo mientras colocaba una mano firme en su hombro.
—¡Padre! —estalló Ernesto, la voz quebrada—. ¡Soy el peor de los idiotas! La he perdido para siempre.
Gerardo frunció el ceño, pero mantuvo su tono sereno.
—Cuéntame qué sucedió, hijo. Tal vez pueda ayudarte.
Las palabras comenzaron a salir como un torrente. Ernesto relató cada detalle, cada error, y cada duda que lo había llevado hasta ese momento. Su voz oscilaba entre la culpa y el lamento, mientras la historia, como una daga, se clavaba en el corazón de su padre.
Gerardo suspiró profundamente, tomándose un momento para elegir sus palabras.
—Ay, muchacho mío… —dijo finalmente, encogiéndose de hombros—. Tienes un camino arduo por delante. No voy a juzgarte; eres un hombre adulto, y las decisiones que tomaste son tuyas. Pero ahora debes aprender a vivir con las consecuencias.
Ernesto se desplomó en una silla cercana, enterrando el rostro en sus manos.
—¿Por qué fui tan estúpido? —murmuró, apenas audible—. Me cegué por completo. Dudé de ella desde el primer instante. Ni siquiera me di la oportunidad de entender por qué decidió alejarse. Asumí lo peor… y ahora la he perdido para siempre.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de emociones que ninguno de los dos sabía cómo liberar.
Gerardo lo observó en silencio, debatiéndose entre consolar a su hijo y darle una lección que nunca olvidaría. Finalmente, tomó asiento frente a él.
—Ernesto, escúchame bien. Las personas cometemos errores. Eso no te hace único. Lo que realmente importa es lo que haces después. Si de verdad ella significa tanto para ti, ¿qué estás dispuesto a hacer para enmendar las cosas?
Ernesto levantó la mirada, con los ojos enrojecidos pero determinados.
—Haré lo que sea necesario, padre. Lo que sea.
—Entonces prepárate, porque lo que sea necesario rara vez es fácil.
Gabriela estaba tirada en la cama, atrapada en un torbellino de emociones que parecían no tener fin. Su mente era un campo de batalla lleno de preguntas sin respuesta. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué momento su vida se había convertido en un carrusel de malas decisiones? Con la mirada fija en el techo, dejó escapar un grito desgarrador.
—¡¿Por qué, Dios?! —clamó con desesperación—. ¿Por qué me castigas así?
El cansancio finalmente logró imponerse, y Gabriela encontró refugio momentáneo en el sueño. Pero no era suficiente para apagar las tempestades que rugían en su corazón.
Dos horas después, Erica entró al cuarto. Desde el primer momento en que vio el rostro de Gabriela, supo que algo andaba mal. Las ojeras marcaban su sufrimiento, a pesar de los intentos de disimularlo.
—¿Qué pasó? ¡Y no me mientas! —demandó Erica, cruzando los brazos con firmeza.
Gabriela intentó sostener la farsa, pero su voz temblaba.
—No es nada, de verdad. Estoy bien… Solo que… extraño a mamá y a mi tía. Me siento…
Las palabras se quebraron en su garganta, y las lágrimas empezaron a rodar por su rostro. Incapaz de seguir ocultando el dolor, Gabriela se derrumbó frente a su amiga.
—¡Mi Gabi! ¡¿Qué te hicieron?! —exclamó Erica, arrodillándose junto a ella.
Gabriela intentó hablar, pero cada palabra le costaba como si fueran piedras.
—Estuvo aquí… Ernesto estuvo aquí. Tanto tiempo suplicando por él, rogando que volviera… Y cuando lo hizo, me trató como si fuera… como una mujerzuela.
Erica apretó los puños con fuerza, mientras una ola de rabia la invadía. Maldijo a Ernesto en silencio: «Malnacido. Pagarás por cada una de sus lágrimas. Te lo juro».
Sin dudarlo, abrazó a Gabriela con fuerza, como si su abrazo pudiera reconstruir los pedazos rotos de su amiga.
—Estoy aquí, Gabi. Llora todo lo que necesites. No importa si mojas mi ropa.
A la mañana siguiente, Ernesto despertó con una idea fija: recuperar a Gabriela. Aunque la humillación del día anterior pesaba como una losa en su pecho, estaba decidido a no rendirse. Se vistió rápido, repasando mentalmente las palabras con las que intentaría enmendar su error. El sol apenas comenzaba a bañar las calles cuando llegó a la puerta de Gabriela. Pero antes de que pudiera tocar, la tormenta se desató.—¡Fuera de aquí! —bramó Erica, interponiéndose en su camino—. Gabriela no tiene por qué oírte. ¿No te bastó con la humillación de ayer? Si no te marchas por las buenas, te sacaré por las malas.Ernesto sintió un golpe de ira en el pecho. Sus puños se cerraron con fuerza mientras la adrenalina recorría su cuerpo.—¿Quién te crees que eres? —gruñó, su voz profunda y amenazante—. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera?Erica no retrocedió ni un paso. Su mirada era de fuego puro.—¡Soy su mejor amiga! Y no voy a permitir que alguien como tú la vuelva a lastimar.—¡No me import
Minutos después, mientras Ernesto aguardaba en el aeropuerto, perdido entre los anuncios de vuelos y los rostros de los viajeros apresurados, Gabriela cruzaba las puertas del bufete del padre de Erica. En su mente resonaba la posibilidad de un nuevo comienzo, uno que iluminara su futuro con promesas de estabilidad y éxito.En el despacho, William Brown la recibió con una sonrisa profesional.—Mucho gusto, soy William Brown. Mi amigo me comentó que buscas una visa de trabajo. Dime, ¿cuentas con experiencia laboral?Gabriela ajustó su postura y respondió con seguridad.—Aquí no he trabajado, pero en mi país fui secretaria en la oficina de un abogado mientras estudiaba. Ayudaba con cartas legales, peticiones de derecho, organizaba su agenda y realizaba otras tareas administrativas.William asintió, evaluando sus palabras.—Comprendo. ¿Puedo ver tu pasaporte?Ella le entregó el documento, y él lo examinó detenidamente antes de hablar.—Es nuevo y veo que este es tu primer viaje. Debes sab
¿Es posible amar por segunda vez? El amor es un enigma sin reglas ni medidas, un regalo que se manifiesta de maneras inesperadas. Puede sanar, construir o desgarrar. Gabriela lo sabía bien, y su historia comenzó en un lugar de promesas y esperanzas… hasta que se convirtió en algo mucho más oscuro.Año 2013.La iglesia estaba transformada en un verdadero santuario de amor y esperanza. Los altos techos abovedados resonaban con una serena majestuosidad, mientras la luz natural se filtraba a través de los vitrales multicolores, llenando el espacio con un caleidoscopio de tonos suaves: azules, celestes, verdes, esmeralda y dorados cálidos.Las puertas principales, de madera tallada con motivos florales, estaban adornadas con guirnaldas de eucalipto fresco y rosas blancas. Un pasillo largo y majestuoso conducía directamente al altar. El suelo estaba cubierto con un tapiz blanco de tela suave, sobre el cual pequeños pétalos de rosa roja habían sido esparcidos con precisión, como si el camino
—¡¿A dónde crees que vas?!La voz de Rodrigo retumbó como un trueno antes de que Gabriela sintiera el tirón en su cabello. El dolor la hizo tambalearse, pero lo que más la paralizó fueron las siguientes palabras:—Te lo dejé claro esta mañana. De aquí no sales viva. No voy a ser abandonado… y menos por un gusano como tú.Gabriela quedó congelada, su mente en blanco, como si el mundo se hubiese detenido. Pero no, el mundo seguía girando, solo que ahora parecía estar aplastándola. Un torbellino de pensamientos la asaltó: «Mis hijos. Si hago algo mal, está será una gran tragedia. Todos terminaremos muertos».Consciente de que cualquier paso en falso podría desencadenar una tragedia, tomó aire y optó por la única estrategia que tenía a mano: la sumisión.—Suéltame —suplicó, con un hilo de voz que apenas disimulaba el pánico—. Solo quiero ir al jardín. Ori está inquieta, necesita calmarse.Esperaba que usar el nombre de su hija pequeña ablandara, aunque fuera un poco, la coraza de Rodrigo.
Tres semanas después.Gabriela abrió los ojos con dificultad, sus párpados pesados, como si el peso de los días inconscientes la mantuviera atada a un abismo. La habitación blanca del hospital parecía una jaula fría y estéril. Su mirada, aún desenfocada, encontró la figura de Erica, su mejor amiga, quien sostenía su mano con fuerza.—Estás a salvo, Gabi. Estoy aquí contigo —murmuró Erica, su voz suave y llena de ternura. Pero aquellas palabras no alcanzaban el vacío oscuro que comenzaba a devorar el pecho de Gabriela.De repente, un recuerdo agudo y cruel atravesó su mente como un rayo: el rostro de su esposo, distorsionado por la ira, la violencia implacable, el dolor. Intentó moverse, pero el peso de la angustia la dejó clavada a la cama.—Mis bebés… ¡¿Dónde están mis hijos?! —preguntó, sintiendo el peso de la realidad.Erica apartó la mirada, su silencio hablaba más fuerte que cualquier explicación.—Ori está bajo mi cuidado —dijo al fin, casi en un susurro—. Está con tu madre y tu
El sonido de las gotas de lluvia que caía incesantemente sobre el techo despertó a Gabriela de un sueño intranquilo. Una sensación extraña recorría su cuerpo, una zozobra que se apoderaba de ella sin piedad. De repente, el sonido estridente de su celular rompió el silencio, haciendo que su corazón se acelerara.—¡Hola! ¿Quién es? —preguntó, con voz temerosa.—Iré por ti, no creas que te he olvidado. ¡Las perras como tú no pueden vivir sin su dueño! —La risa maquiavélica de Rodrigo resonó en su oído, colapsando su mundo en un instante.El celular se deslizó de sus manos temblorosas y cayó al suelo con un ruido sordo. Gabriela corrió al cuarto de Ori, donde dormían su madre y su hija.—¡Está aquí! —exclamó, tomando a su hija en brazos—. ¡Ya sabe dónde estoy! Tenemos que irnos.—Calma, mi vida. ¿Qué es lo que sucede? —preguntó su madre, aún adormilada.—Les digo que tenemos que marcharnos, no hay tiempo que perder —insistió Gabriela, con la voz desesperada.Rosalía y Clara la observaban c
Tirada en el suelo, con Rodrigo encima de ella, Gabriela solo veía oscuridad.—Mira, siempre has sido una cuchara rastrera, una pobre diabla a la que ni siquiera su padre amó —espetó Rodrigo, escupiendo en su rostro. Aunque cada palabra desgarraba el corazón de Gabriela, ella se mostró fuerte.—Sí, insúltame todo lo que quieras. Esa es la única forma en la que te puedes sentir un hombre de verdad. ¿Alguna vez te has mirado en el espejo? No le das la talla a ninguno de los hombres que están ahí afuera, y menos si hablamos de él —dijo, golpeando con su rodilla la entrepierna de Rodrigo—. Es tan pequeño, que solo hace sentir cosquillas.—¡Perra! —le volvió a escupir el rostro—. ¡Deja que te abra las piernas! Y así sentirás lo que hace reír.Como una fiera, Rodrigo rasgó su blusa y bajó sus pantalones. Justo cuando estaba a punto de penetrarla, se oyó el estruendo de un disparo que atravesó su hombro derecho.—¿Señorita, se encuentra bien? —preguntó el hombre, extendiendo su mano.Gabriela
La justicia, como una balanza caprichosa, a veces no se inclina a favor de quien clama por ella. Sin embargo, la vida siempre encuentra la manera de apaciguar el corazón de los atormentados.El momento decisivo había llegado. Verónica y Julián trabajaron de forma incansable, armando todo un rompecabezas, para lograr la victoria.El juicio avanzaba en medio de tensiones que sofocaban.—¿Señorita Davis? ¿Conoce usted al acusado? —preguntó Verónica, con una mirada que reflejaba comprensión y osadía.—Así es —respondió Madison, con un temblor en la voz que delataba su terror—. Fui su novia por más de cuatro años.—¿Y en ese tiempo sufrió violencia por parte de él?—Sí; hubo gritos, golpes, manipulaciones psicológicas y más —confesó Madison, con los ojos llenos de lágrimas.—Prueba, uno de la fiscalía —anunció Verónica, reproduciendo unas imágenes en la pantalla para que el jurado las observara con detenimiento—. Estas fotografías muestran el daño al que estuvo sometida la testigo. Además,