Tres semanas después.Gabriela abrió los ojos con dificultad, sus párpados pesados, como si el peso de los días inconscientes la mantuviera atada a un abismo. La habitación blanca del hospital parecía una jaula fría y estéril. Su mirada, aún desenfocada, encontró la figura de Erica, su mejor amiga, quien sostenía su mano con fuerza.—Estás a salvo, Gabi. Estoy aquí contigo —murmuró Erica, su voz suave y llena de ternura. Pero aquellas palabras no alcanzaban el vacío oscuro que comenzaba a devorar el pecho de Gabriela.De repente, un recuerdo agudo y cruel atravesó su mente como un rayo: el rostro de su esposo, distorsionado por la ira, la violencia implacable, el dolor. Intentó moverse, pero el peso de la angustia la dejó clavada a la cama.—Mis bebés… ¡¿Dónde están mis hijos?! —preguntó, sintiendo el peso de la realidad.Erica apartó la mirada, su silencio hablaba más fuerte que cualquier explicación.—Ori está bajo mi cuidado —dijo al fin, casi en un susurro—. Está con tu madre y tu
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