El dueño de farmacéuticas Bertram ha muerto y Sheily Bloom, su mano derecha, implacable, orgullosa y mandona, está lista para ocupar su lugar. Sin embargo, la llegada de Zack, el fiestero hijo del dueño, cambiará todos sus planes. Él tiene un objetivo que cumplir y ella un secreto que guardar: la dragona Sheily, a quien ningún hombre puede domar, se convierte en una humilde y sumisa ovejita cuando cruza las puertas de la iglesia Pacto divino, donde no va precisamente a rezar. Enemigos a muerte de día y… ¿amo y sumisa de noche? ¿Es acaso Zack quien se esconde tras la máscara del hombre que pone a Sheily de rodillas? El placer, el dolor, el poder y el perdón, se mezclarán en una excitante guerra donde sólo habrá un ganador. ¿Quién se rendirá primero?
Leer más—¿Ha habido noticias? —Sheily hablaba por teléfono en la sala de su casa. La revista de crucigramas estaba en la mesa de centro, sin ninguna letra extra, junto a una copa de helado a medio derretir. Había pasado a hacer las compras al supermercado y sus pies la llevaron al pasillo de mascotas. *—Esta comida la compré especialmente para ti, Bobby —vació toda la lata en el plato y puso también algunas croquetas. El perro miró el plato sin mucho interés, estaba acostumbrado a comer comida de la calle, porquerías grasosas que a nadie hacían bien. —Vamos, Bobby. No me moveré de aquí hasta que te comas todo. No me obligues a darte un castigo.* Sheily cruzó los dedos. —Ninguna todavía, señorita, pero esto es así, puede tardar bastante. No pierda la esperanza de encontrarlo, le avisaré de inmediato si hay novedades. Sheily colgó, era una decepción constante. Se suponía que el hombre era uno de los mejores detectives privados, con excelentes recomendaciones. Hallar a su perro Bobby d
Sheily y Zack discutían algunos asuntos en la oficina que pudo ser suya y que apestaba a incienso, llenándole la cabeza de tórridos recuerdos en contra de su voluntad. Nadie sospecharía de la lucha interna que ella libraba en aquel momento por mantener la compostura y no brincar encima de Zack y apretarle el cuello hasta sacarle la verdad que ella creía que ocultaba. La razón de su presencia allí era que Zack estaba organizando una cena de bienvenida para el nuevo inversionista y consultaba los detalles con ella, como si fuera su vil asistente, como si ella fuera la más feliz con el nuevo inversionista, tanto como para querer hacerle una fiesta.—Te acabo de enviar la lista de postres —dijo Sheily, con su tono serio y profesional de siempre—. Es bastante variada, de seguro habrá algo que a «don misterioso» le guste. —¿No sería más fácil preguntarle a él qué le gusta? —sugirió Zack. Ella lo miró con horror. Zack no sabía mucho de relaciones humanas o era un simple imbécil. —El serv
Los días pasaron y Sheily dejó de esperar encontrarse con el del tatuaje. Asistía a la iglesia sólo los sábados, como de costumbre (a él lo había conocido un miércoles) y su rutina diaria regresó a la normalidad, salvo que ahora asistía también al gimnasio para verse más espectacular todavía.Hasta que volvió a encontrarse con él.En cuanto los bototos aparecieron en su campo de visión, Sheily apretó los puños, que temblaban sobre sus piernas. Tenía todas las intenciones de ponerse de pie y salir de allí para darle así al cabrón una cucharada de su propia medicina. Él no merecía tocar un centímetro del cuerpo que había insultado, no lo tendría tan fácil. Algo de dignidad le quedaba todavía y se lo demostraría. Sheily no se movió de su lugar. El hombre se paró tras ella y le acarició la cabeza. Le sacudió el cabello con brusquedad y la dejó toda despeinada. —¿Has pensado en mí, perra? —preguntó con la arrogancia que lo caracterizaba, paseándose alrededor de ella para verla mejor. —
Besándose como si no hubiera un mañana, Sheily y el abogado se infiltraron en el baño de mujeres. Estaba demasiado limpio para su gusto, pero serviría para salir del apuro.Algo casual de vez en cuando no venía mal, intentar un flirteo normal, como cualquier mujer que había bebido de más y tenía la cabeza tan caliente como la entrepierna podía ser divertido.Pero Sheily no era una mujer normal. Desenredó su lengua de la del hombre y se apartó para mirarlo. —Quiero que seas rudo conmigo, ¿puedes hacer eso? —no lo conocía, pero le tenía algo de fe. Al menos besaba bien. —Claro, preciosa —aseguró con la misma pretensión con la que se había presentado. La cogió de los hombros y la empujó dentro de uno de los cubículos.En tacones, un tobillo de Sheily se torció y cayó de trasero ante el brusco movimiento. Fue un golpe seco y su espalda se azotó contra el inodoro. El dolor, punzante, le recorrió la columna, como electricidad, el golpe le había hecho retumbar hasta la cabeza y le castañe
Sheily no ganó el premio gordo de la lotería, pero el amo que entró para someterla sí que lo era, como un elefante. Al él podía mirarlo sin problemas, aunque no hubiera nada que le llamara particularmente la atención. No se lo enviaba Dios para aliviarla, sino el mismísimo Diablo para azotarla.Acabaría purificada, eso era lo importante. Arrodillada, recibió el pulgar del amo en la boca, que anhelaba tocarle con él la lengua. El dedo sabía a papas fritas, como siempre. Al amo XL le encantaba comer chatarra antes de follar. A veces en su frondosa barba había restos de mayonesa. —¿Me extrañaste, zorrita? —preguntó él, sin fingir otra voz que no fuera la suya, algo chillona para su enorme cuerpo, nada autoritaria ni intimidante. Tampoco le interesaba cubrirse el rostro.Sheily lo extrañaba tanto como se podía extrañar una patada en el vientre, pero no sería descortés. —Sí, amo. Quiero que juegues conmigo —intentó sonar lo más inocente posible, eso calentaba mucho al amo XL. —Eso haré
Sheily Bloom había sido la «diosa» de la secundaria, la más bella, la más popular, la más deseada; la inalcanzable. Era conocida por otras cosas también, pero ya no importaban. Ya de adulta, había agregado otros calificativos a la lista. Implacable era el que más le gustaba, indomable también; nadie se atrevía a decirle a la cara los otros. —El informe está mal, hazlo de nuevo —sentenció Sheily, lanzando la carpeta. Liliana la atrapó con habilidad y fue a su escritorio resignada a redactarlo por quinta vez. Iba en la octava versión cuando Sheily decidió descargar su ira con alguien más. Estaba realmente irritable y tenía motivos suficientes. Los de la iglesia no le habían devuelto el dinero, pero ese no era el problema, a ella no le faltaba dinero. Si fuera otro el servicio, ella los habría amenazado con una demanda por incumplimiento. No podía hacerlo o su secreto pasatiempo quedaría al descubierto. La frustración que ese hombre, ¡ese monstruo! le había provocado era insoporta
Sheily oraba arrodillada frente a la cruz. Un antifaz había reemplazado a su habitual velo, para mayor comodidad. La cubría menos, pero su confianza en la discresión de su contraparte la había envalentonado. Por más desconocidos que fueran, a ambos los unía el vínculo de compartir un secreto inconfesable. Aquello los volvía íntimos, casi como si se conocieran de toda la vida. Su traje de diseñador destacaba en el rústico y envejecido aposento y contrastaba con su humilde postura. Las medias, de una costosa y exclusiva marca, se le habían roto en cuanto echó las rodillas al suelo con brusquedad. Estaba lista. En el tiempo que llevaba yendo a la iglesia había conocido a muchos amos y tenía sus favoritos, pero estar con uno u otro era cuestión del azar, del algoritmo que usaba la web de Pacto divino para concretar las citas y del momento en que las oscuras pulsiones de cada uno gritaran tan fuerte que no pudieran ser ignoradas.La probabilidad de que volviera a encontrarse con el del t
Tranquilidad, el pánico no ayudaba y ella era una mujer con autodominio, sabía actuar en momentos de crisis con la cabeza fría. Las bragas no estaban en su bolsillo, pero de seguro se le habían caído en su oficina y estarían tiradas junto a la silla, esperándola como el zapato a la cenicienta. Sólo regresaría con la misma serenidad con que había llegado hasta el baño, las sacudiría un poco y se las pondría. Y nadie se enteraría jamás de la pequeña anécdota. Su reputación seguiría intacta. Volvió sobre sus pasos. En medio del pasillo había ahora una pequeña multitud de gente que perdía el tiempo cuando debía estar trabajando. Rodeaban a Jorge, el bufón del grupo, que tenía un escobillón en la mano. En la punta del palo ondeaban al viento sus bragas como si fueran una bandera. —¡Alguien aquí anda en bolas! —exclamó Jorge con fingido horror, intentando parecer serio—. ¿Quién es la desvergonzada que deja sus bragas tiradas en el pasillo?—¡Bota eso, Jorge! —chilló Lili, mientras Sheily
Liliana miró la hora en su nuevo reloj de oro, que hacía juego con su brillante anillo. Llevaban veinte minutos de reunión y Sheily no había abierto la boca más que para bostezar. En sus ojos, ninguna mirada furibunda había hecho aparición tampoco, era la viva imagen de buda y transmitía idéntica serenidad. —Es tan cierto cuando dicen que la fe mueve montañas —reflexionó para sí, sintiendo envidia religiosa—. Parece una mujer nueva, renacida, resucitada. El expositor hablaba de los detalles del trato con los nuevos contratistas, que incluía distribución de los productos, control de calidad y publicidad. Sheily no prestaba mucha atención, se la veía pensativa, en un estado superior de conciencia y meditación. Un codazo en el brazo y Liliana esperó sentir el tibio aliento de Jorge recorriendo los recovecos de su oreja.—Parece que a alguien por fin le dieron su ración de polla —le susurró él, subiendo y bajando las cejas con lasciva expresión. Ajena a los chismes que empezaban a cir