Sheily oraba arrodillada frente a la cruz. Un antifaz había reemplazado a su habitual velo, para mayor comodidad. La cubría menos, pero su confianza en la discresión de su contraparte la había envalentonado. Por más desconocidos que fueran, a ambos los unía el vínculo de compartir un secreto inconfesable. Aquello los volvía íntimos, casi como si se conocieran de toda la vida.
Su traje de diseñador destacaba en el rústico y envejecido aposento y contrastaba con su humilde postura. Las medias, de una costosa y exclusiva marca, se le habían roto en cuanto echó las rodillas al suelo con brusquedad. Estaba lista. En el tiempo que llevaba yendo a la iglesia había conocido a muchos amos y tenía sus favoritos, pero estar con uno u otro era cuestión del azar, del algoritmo que usaba la web de Pacto divino para concretar las citas y del momento en que las oscuras pulsiones de cada uno gritaran tan fuerte que no pudieran ser ignoradas. La probabilidad de que volviera a encontrarse con el del tatuaje tan pronto era bajísima, casi nula, pero ella era una mujer de fe. El rechinido de goznes de la puerta anunció la llegada del amo de turno. Por el rabillo del ojo Sheily vio los bototos y tuvo un repentino golpe de alegría. ¡Aleluya, Dios existía! El hombre con su lento y seguro andar se ubicó tras ella, le puso el ajustado collar con el que la reclamaba como de su propiedad y jaló de la cadena hacia arriba, obligándola a verlo. Sheily abrió bien los ojos. Sin el velo, la imagen del hombre se volvió más nítida, pero seguía siendo un misterio. Vio el tatuaje, alguna clase de símbolo, vio sus ojos oscuros, insondables y sus labios firmes que evocaban un cosquilleo instantáneo en los suyos. Desde su posición en el suelo, le pareció un hombre muy alto e imponente, poderoso inclinado sobre ella, tan pequeña y vulnerable en comparación. Él era un terrorista que la hacía temblar con su sola presencia y ese enloquecedor aroma a incienso que le ponía los nervios de punta, la serpiente de plata que a ambos envolvía con su seductor ir y venir alrededor, le nublaba la mente. Él también la observó. Tenía ella un sedoso cabello rubio que le caía formando sinuosas ondas, como recién salido del estilista, unos ojos brillantes que lo absorbían, la nariz era respingona y sus carnosos labios rojos y aterciopelados se mantenían entreabiertos por la repentina excitación. Ella había decidido mostrarse y ya no podría ocultar sus gestos. —Sonríele a tu amo cuando lo veas llegar, muestra tu respeto —exigió él. Sheily le dedicó su sonrisa de cortesía social. Sin el velo, ahora él tuvo acceso a su rostro, antes un bien prohibido y que le apetecía explorar. Le tocó los labios y uno que otro diente, sin delicadeza alguna. Se abrió paso en su boca y metió en ella dos dedos hasta la segunda falange. Los apartó y, sin sacarlos del todo, los volvió a meter. Sheily cooperó con la invasiva maniobra. Succionó los dedos y los recorrió con la lengua por el goce de su amo y el de ella, usada y sin voluntad. Quien no tiene voluntad, no guarda culpa por nada. —¿Quieres que te folle la boca? —preguntó él con su voz de forzada gravedad. Ella no fingía otra voz, usaba la suya propia. ¿Por qué él sí lo hacía? ¿Acaso ella ya conocía su voz y por eso la escondía? El intenso aroma a incienso empezaba a marearla. —Sí, amo. Por favor —balbuceó, ebria del oscuro deseo que la llevaba hasta allí y que se inflamaba entre sus muros hasta volverse incontenible, como un incendio forestal. —No todo es tan sencillo, tienes que ganártelo —fue a sentarse al catre y su sumisa gateó tras él como su obediente mascota, lista para el desafío, ansiosa por probarse a sí misma y descubrir si existían límites. Hasta ahora, las fronteras de sus pulsiones parecían infinitas. —La blusa —exigió el amo. Sheily, arrodillada entre sus piernas, se la quitó lentamente y la tiró al suelo como si fuera un trapo viejo. Los ojos del hombre le miraban el brasier, los sentía clavados en los pezones. Un tirante cayó cuando él lo jaló con brusquedad, como si su lujosa prenda fuera una baratija sin valor y se lo sacudiera de encima. Hizo lo mismo con el otro. La fuerza de gravedad y la respiración agitada de Sheily hicieron el resto. La prenda se le deslizó lentamente y sus delicados pechos quedaron al descubierto, bamboleantes y deliciosos a merced del lobo feroz. —¿Te gusta que te vean desnuda, perra? —Sí, amo... —¿A pesar de lo fea que eres? —preguntó a continuación, sonriendo con malicia. Eso era algo nuevo. Ningún otro amo se había atrevido a insultarla así antes. La llamaban perra y zorra y la trataban como a una cualquiera, pero al momento de jugar con su cuerpo, eran puros halagos, elogios a cada parte. Ellos gozaban de ella y con ella. ¡La idolatraban! ¡La amaban!... Aunque sólo fuera para saciar un deseo egoísta. —Eres tan fea que debes pagar para que alguien te coja —dijo con burla, luego la atrajo del brasier y devoró uno de sus pechos. Recorrió con la lengua el rosado pezón, que se fue endureciendo bajo su húmedo toque y lo succionó hasta oírla quejarse. Repitió lo mismo con el otro y con mucho gusto pese a encontrarla tan fea. Le dio una nalgada cuando se quejó. —Date la vuelta y levántate la falda —ordenó con la voz inflamada por el deseo. Ella lo hizo sin demora, encendida por sus hostiles palabras. Esa falta de delicadeza le daba autenticidad a su existencia, la alejaba de su pasado. —Mira nada más —observó él con admiración—, la putita vino sin bragas. ¿Te las quitaste pensando en mí? —sonrió al verla asentir—. Eso me complace mucho, no me gusta la ropa interior. Tener al hombre mirándole el trasero era vergonzoso de un modo difícil de explicar para Sheily, iba a enloquecer y su confesión sobre la ropa interior empeoró la situación. Estaba por girarse y preguntarle si era Zack cuando las manos del verdugo se apoderaron de sus nalgas. Las acariciaba y amasaba, las apretaba y sus pulgares estaban cada vez más cerca de su centro. Le palpó los pliegues y, al comprobar su humedad, los metió dentro de su coño. Adentro y afuera, adentro y afuera. Sheily empezó a moverse también, los quería más adentro, los necesitaba. Llevó el pecho al suelo y desde allí, con el trasero en alto en manos de su verdugo, empujó más todavía. Quería agradar a su amo y llenarse de júbilo con su placer. —Estás empapada, zorra —le había dejado las manos empapadas a él también—. Sí que te gusta esto ¿no? Te gusta ser una cualquiera. Sheily jadeó un sí entre gemidos, con los dedos del verdugo hurgando en su interior. Él le besó una nalga, la succionó con fuerza y tan caliente estaba ella que se corrió de inmediato. Sus gemidos llenaron la silenciosa celda y descansó, con el rostro apoyado en el viejo y gastado piso y el trasero todavía en alto. La íntima humedad le escurría en abundancia por las piernas, pero ya no sentía vergüenza de que él la mirara. Su vil y pervertido amo era el culpable de todo, ella sólo obedecía, no tenía voluntad. Ella era su objeto para ser usada a su antojo y que estuviera toda sucia y desastrosa era culpa de él. —Si fueras mía, te castigaría por correrte sin permiso, pero no es tu culpa. De seguro nadie te ha disciplinado como corresponde. ¿De qué hablaba ahora su elocuente amo? Ella era suya, él había pagado para que ella fuera sólo suya durante una hora, en cuerpo y alma, cada centímetro de piel, cada gota de sangre y suspiro, cada aliento. Todo era suyo. —Date la vuelta, tendrás tu premio —se desabrochó el pantalón. Ella se volvió hacia él, todavía temblorosa por la reciente agitación y se lo encontró con el miembro erecto en la mano. Lo frotaba desde la base hasta la punta, enseñándoselo con evidente orgullo, presumiéndoselo. El terrorista estaba bien armado, contempló Sheily, relamiéndose. Tenía un falo perfecto, digno de un dios todopoderoso. De tamaño considerable, firme como un tronco y con el grosor suficiente para castigar muy duro a los pequeños coños apretados como el de ella. Se lanzó hacia él, con la avidez de una niña frente a un caramelo. Ya quería sentir ese magnífico e hinchado glande empujando en el fondo de su garganta. Estaba por tocarlo con la punta de la lengua cuando sintió el tirón del collar. Se quedó quieta, a centímetros de su premio. El amo, con la cadena enrollada en su mano, se inclinó sobre ella. —¿Qué tanto lo quieres? —preguntó, con evidente diversión. —Mucho, amo. —No te oyes muy convincente. Quiero oírte rogando por él. —¡Por favor, lo quiero, amo! —¿Por qué? Quiero una razón bien justificada —seguía frotándoselo con la mano y la perversidad de un niño que tiene muchos dulces y disfruta de presumirlos, pero no tiene pensado compartir. Y Sheily moría de hambre. Intentar explicar aquello era una verdadera tortura. —Porque... quiero probar la verga de mi amo y darle placer como él me lo ha dado a mí —dijo Sheily, pero el verdugo se rio en su cara con crueldad. —¿Crees que tú puedes darme placer? ¿Con qué? ¿Siquiera te bañaste? Hueles a retrete. Las crueles palabras que buscaban denigrarla tenían un efecto maligno y poderoso en mentes como la de Sheily. La esclava Sheily no era nada, pero al mismo tiempo quería serlo todo para su amo. —Yo puedo darle placer... Déjeme demostrárselo, amo —pidió con humildad. —No seas mentirosa —él seguía riendo—. Quieres sentir placer tú, quieres que me corra en tu boca para beberte hasta la última gota para tu propio deleite. No eres más que una zorra egoísta y te mereces un castigo. «Adelante», pensó Sheily, emocionada. La habitación estaba llena de artículos para tal fin. Hasta de la gran cruz colgaban unos grilletes para inmovilizar a algún desgraciado. Castigo, premio, una vez que se arrodillaba entre esos muros no había diferencia. —Castígueme, amo. Soy una zorra egoísta —concordó ella. El hombre se levantó y se guardó el miembro, que le formó un enorme bulto en el pantalón. Caminó hacia la puerta por la que había entrado y se volvió a ver a Sheily. Postrada en el suelo, tan necesitada y desesperada por tener un falo violándole la boca, era una criatura patética ante sus ojos... Y deliciosa. —Este será tu castigo —sentenció él. Sheily lo vio salir y esperó a que volviera con algún excitante instrumento de tortura. Esperó hasta que el tiempo por el que había pagado terminó y una luz roja se encendió a un costado de la cruz, señal de que ya debía irse. ¡Era una broma, una est4fa! Sheily se puso de pie y dejó de ser una esclava. Estaba furiosa, incluso exigiría que le devolvieran su dinero por dejarla a medias. Ningún cretino se burlaría así de ella, no señor. Ahora mismo iría a poner una denuncia formal a la administración de la iglesia por el repugnante agravio sufrido y el patán sabría quién era Sheily Bloom.Sheily Bloom había sido la «diosa» de la secundaria, la más bella, la más popular, la más deseada; la inalcanzable. Era conocida por otras cosas también, pero ya no importaban. Ya de adulta, había agregado otros calificativos a la lista. Implacable era el que más le gustaba, indomable también; nadie se atrevía a decirle a la cara los otros. —El informe está mal, hazlo de nuevo —sentenció Sheily, lanzando la carpeta. Liliana la atrapó con habilidad y fue a su escritorio resignada a redactarlo por quinta vez. Iba en la octava versión cuando Sheily decidió descargar su ira con alguien más. Estaba realmente irritable y tenía motivos suficientes. Los de la iglesia no le habían devuelto el dinero, pero ese no era el problema, a ella no le faltaba dinero. Si fuera otro el servicio, ella los habría amenazado con una demanda por incumplimiento. No podía hacerlo o su secreto pasatiempo quedaría al descubierto. La frustración que ese hombre, ¡ese monstruo! le había provocado era insoporta
Sheily no ganó el premio gordo de la lotería, pero el amo que entró para someterla sí que lo era, como un elefante. Al él podía mirarlo sin problemas, aunque no hubiera nada que le llamara particularmente la atención. No se lo enviaba Dios para aliviarla, sino el mismísimo Diablo para azotarla.Acabaría purificada, eso era lo importante. Arrodillada, recibió el pulgar del amo en la boca, que anhelaba tocarle con él la lengua. El dedo sabía a papas fritas, como siempre. Al amo XL le encantaba comer chatarra antes de follar. A veces en su frondosa barba había restos de mayonesa. —¿Me extrañaste, zorrita? —preguntó él, sin fingir otra voz que no fuera la suya, algo chillona para su enorme cuerpo, nada autoritaria ni intimidante. Tampoco le interesaba cubrirse el rostro.Sheily lo extrañaba tanto como se podía extrañar una patada en el vientre, pero no sería descortés. —Sí, amo. Quiero que juegues conmigo —intentó sonar lo más inocente posible, eso calentaba mucho al amo XL. —Eso haré
Besándose como si no hubiera un mañana, Sheily y el abogado se infiltraron en el baño de mujeres. Estaba demasiado limpio para su gusto, pero serviría para salir del apuro.Algo casual de vez en cuando no venía mal, intentar un flirteo normal, como cualquier mujer que había bebido de más y tenía la cabeza tan caliente como la entrepierna podía ser divertido.Pero Sheily no era una mujer normal. Desenredó su lengua de la del hombre y se apartó para mirarlo. —Quiero que seas rudo conmigo, ¿puedes hacer eso? —no lo conocía, pero le tenía algo de fe. Al menos besaba bien. —Claro, preciosa —aseguró con la misma pretensión con la que se había presentado. La cogió de los hombros y la empujó dentro de uno de los cubículos.En tacones, un tobillo de Sheily se torció y cayó de trasero ante el brusco movimiento. Fue un golpe seco y su espalda se azotó contra el inodoro. El dolor, punzante, le recorrió la columna, como electricidad, el golpe le había hecho retumbar hasta la cabeza y le castañe
Los días pasaron y Sheily dejó de esperar encontrarse con el del tatuaje. Asistía a la iglesia sólo los sábados, como de costumbre (a él lo había conocido un miércoles) y su rutina diaria regresó a la normalidad, salvo que ahora asistía también al gimnasio para verse más espectacular todavía.Hasta que volvió a encontrarse con él.En cuanto los bototos aparecieron en su campo de visión, Sheily apretó los puños, que temblaban sobre sus piernas. Tenía todas las intenciones de ponerse de pie y salir de allí para darle así al cabrón una cucharada de su propia medicina. Él no merecía tocar un centímetro del cuerpo que había insultado, no lo tendría tan fácil. Algo de dignidad le quedaba todavía y se lo demostraría. Sheily no se movió de su lugar. El hombre se paró tras ella y le acarició la cabeza. Le sacudió el cabello con brusquedad y la dejó toda despeinada. —¿Has pensado en mí, perra? —preguntó con la arrogancia que lo caracterizaba, paseándose alrededor de ella para verla mejor. —
Sheily y Zack discutían algunos asuntos en la oficina que pudo ser suya y que apestaba a incienso, llenándole la cabeza de tórridos recuerdos en contra de su voluntad. Nadie sospecharía de la lucha interna que ella libraba en aquel momento por mantener la compostura y no brincar encima de Zack y apretarle el cuello hasta sacarle la verdad que ella creía que ocultaba. La razón de su presencia allí era que Zack estaba organizando una cena de bienvenida para el nuevo inversionista y consultaba los detalles con ella, como si fuera su vil asistente, como si ella fuera la más feliz con el nuevo inversionista, tanto como para querer hacerle una fiesta.—Te acabo de enviar la lista de postres —dijo Sheily, con su tono serio y profesional de siempre—. Es bastante variada, de seguro habrá algo que a «don misterioso» le guste. —¿No sería más fácil preguntarle a él qué le gusta? —sugirió Zack. Ella lo miró con horror. Zack no sabía mucho de relaciones humanas o era un simple imbécil. —El serv
—¿Ha habido noticias? —Sheily hablaba por teléfono en la sala de su casa. La revista de crucigramas estaba en la mesa de centro, sin ninguna letra extra, junto a una copa de helado a medio derretir. Había pasado a hacer las compras al supermercado y sus pies la llevaron al pasillo de mascotas. *—Esta comida la compré especialmente para ti, Bobby —vació toda la lata en el plato y puso también algunas croquetas. El perro miró el plato sin mucho interés, estaba acostumbrado a comer comida de la calle, porquerías grasosas que a nadie hacían bien. —Vamos, Bobby. No me moveré de aquí hasta que te comas todo. No me obligues a darte un castigo.* Sheily cruzó los dedos. —Ninguna todavía, señorita, pero esto es así, puede tardar bastante. No pierda la esperanza de encontrarlo, le avisaré de inmediato si hay novedades. Sheily colgó, era una decepción constante. Se suponía que el hombre era uno de los mejores detectives privados, con excelentes recomendaciones. Hallar a su perro Bobby d
«Quien no tiene voluntad, no guarda culpa por nada».***Sala de reuniones de la compañía farmacéutica Bertram, una mañana cualquiera desde la llegada de Zack. —¡¿Quién tuvo la brillante idea de hacer esto?! ¡¿Un mono?! ¡¿Desde cuándo contratamos monos?! —preguntaba Sheily Bloom, mirando hacia arriba como si interrogara a Dios y éste le debiera explicaciones. Liliana, su asistente, miró la hora. Llevaban exactamente doce minutos oyendo sus gritos y ella ni cansada se veía. Debía tener cuerdas vocales de hierro y pulmones de cantante de ópera. —¡No cambiamos de contratistas a mitad de año! ¡Eso no se hace! Repitan conmigo, ¡No... se... hace!Jorge, uno de los ejecutivos, le dio un codazo a Liliana y tuvo su atención.—A la jefa le hace falta polla —le susurró, con una sonrisa ladina. Ella se escandalizó por instantes. —Si te llega a escuchar, te mata —respondió ella entre risitas.Los gritos de Sheily continuaron hasta que el «mono» se puso de pie y dio sus razones para la decisión
La sonrisa de Sheily, no una de auténtica felicidad, sino más bien la de cortesía social, duró en su rostro hasta que se bajó del ascensor en el piso donde estaba su oficina. Hasta allí llegaba un penetrante aroma que le causó picor en la nariz y la hizo querer devolverse por donde había venido. —¿Qué es esa pestilencia? —preguntó con fastidio. El lugar olía a tugurio hippie. Liliana se levantó de un brincó y fue a recoger el abrigo de Sheily. Lo guardó en el armario junto a la ventana. —Es incienso, esta mañana Zack repartió en todos los departamentos, los trajo de su último viaje a la India. ¿La India? Esas porquerías las vendían en cualquier feria de barrio, pensó Sheily. Pero si él, para presumir de sus viajes, los había repartido en todos los departamentos significaba que no habría rincón del edificio donde pudiera estar a salvo de ese molesto olor a flores quemadas. ¿Cómo había gente que podía tolerarlo y hasta les gustaba? Fue a abrir la ventana, mientras Liliana inhalaba