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IV El terrorista

Sheily oraba arrodillada frente a la cruz. Un antifaz había reemplazado a su habitual velo, para mayor comodidad. La cubría menos, pero su confianza en la discresión de su contraparte la había envalentonado. Por más desconocidos que fueran, a ambos los unía el vínculo de compartir un secreto inconfesable. Aquello los volvía íntimos, casi como si se conocieran de toda la vida.

Su traje de diseñador destacaba en el rústico y envejecido aposento y contrastaba con su humilde postura. Las medias, de una costosa y exclusiva marca, se le habían roto en cuanto echó las rodillas al suelo con brusquedad. Estaba lista.

En el tiempo que llevaba yendo a la iglesia había conocido a muchos amos y tenía sus favoritos, pero estar con uno u otro era cuestión del azar, del algoritmo que usaba la web de Pacto divino para concretar las citas y del momento en que las oscuras pulsiones de cada uno gritaran tan fuerte que no pudieran ser ignoradas.

La probabilidad de que volviera a encontrarse con el del tatuaje tan pronto era bajísima, casi nula, pero ella era una mujer de fe. 

El rechinido de goznes de la puerta anunció la llegada del amo de turno. Por el rabillo del ojo Sheily vio los bototos y tuvo un repentino golpe de alegría. ¡Aleluya, Dios existía!

El hombre con su lento y seguro andar se ubicó tras ella, le puso el ajustado collar con el que la reclamaba como de su propiedad y jaló de la cadena hacia arriba, obligándola a verlo. Sheily abrió bien los ojos. Sin el velo, la imagen del hombre se volvió más nítida, pero seguía siendo un misterio. Vio el tatuaje, alguna clase de símbolo, vio sus ojos oscuros, insondables y sus labios firmes que evocaban un cosquilleo instantáneo en los suyos. 

Desde su posición en el suelo, le pareció un hombre muy alto e imponente, poderoso inclinado sobre ella, tan pequeña y vulnerable en comparación. Él era un terrorista que la hacía temblar con su sola presencia y ese enloquecedor aroma a incienso que le ponía los nervios de punta, la serpiente de plata que a ambos envolvía con su seductor ir y venir alrededor, le nublaba la mente.

Él también la observó. Tenía ella un sedoso cabello rubio que le caía formando sinuosas ondas, como recién salido del estilista, unos ojos brillantes que lo absorbían, la nariz era respingona y sus carnosos labios rojos y aterciopelados se mantenían entreabiertos por la repentina excitación. Ella había decidido mostrarse y ya no podría ocultar sus gestos.

—Sonríele a tu amo cuando lo veas llegar, muestra tu respeto —exigió él.

Sheily le dedicó su sonrisa de cortesía social.

Sin el velo, ahora él tuvo acceso a su rostro, antes un bien prohibido y que le apetecía explorar. Le tocó los labios y uno que otro diente, sin delicadeza alguna. Se abrió paso en su boca y metió en ella dos dedos hasta la segunda falange. Los apartó y, sin sacarlos del todo, los volvió a meter. 

Sheily cooperó con la invasiva maniobra. Succionó los dedos y los recorrió con la lengua por el goce de su amo y el de ella, usada y sin voluntad. Quien no tiene voluntad, no guarda culpa por nada. 

—¿Quieres que te folle la boca? —preguntó él con su voz de forzada gravedad.

Ella no fingía otra voz, usaba la suya propia. ¿Por qué él sí lo hacía? ¿Acaso ella ya conocía su voz y por eso la escondía? El intenso aroma a incienso empezaba a marearla. 

—Sí, amo. Por favor —balbuceó, ebria del oscuro deseo que la llevaba hasta allí y que se inflamaba entre sus muros hasta volverse incontenible, como un incendio forestal. 

—No todo es tan sencillo, tienes que ganártelo —fue a sentarse al catre y su sumisa gateó tras él como su obediente mascota, lista para el desafío, ansiosa por probarse a sí misma y descubrir si existían límites.

Hasta ahora, las fronteras de sus pulsiones parecían infinitas. 

—La blusa —exigió el amo.

Sheily, arrodillada entre sus piernas, se la quitó lentamente y la tiró al suelo como si fuera un trapo viejo. Los ojos del hombre le miraban el brasier, los sentía clavados en los pezones. Un tirante cayó cuando él lo jaló con brusquedad, como si su lujosa prenda fuera una baratija sin valor y se lo sacudiera de encima. Hizo lo mismo con el otro. 

La fuerza de gravedad y la respiración agitada de Sheily hicieron el resto. La prenda se le deslizó lentamente y sus delicados pechos quedaron al descubierto, bamboleantes y deliciosos a merced del lobo feroz. 

—¿Te gusta que te vean desnuda, perra?

—Sí, amo...

—¿A pesar de lo fea que eres? —preguntó a continuación, sonriendo con malicia.

Eso era algo nuevo. Ningún otro amo se había atrevido a insultarla así antes. La llamaban perra y zorra y la trataban como a una cualquiera, pero al momento de jugar con su cuerpo, eran puros halagos, elogios a cada parte. Ellos gozaban de ella y con ella. ¡La idolatraban! ¡La amaban!... Aunque sólo fuera para saciar un deseo egoísta. 

—Eres tan fea que debes pagar para que alguien te coja —dijo con burla, luego la atrajo del brasier y devoró uno de sus pechos. Recorrió con la lengua el rosado pezón, que se fue endureciendo bajo su húmedo toque y lo succionó hasta oírla quejarse. 

Repitió lo mismo con el otro y con mucho gusto pese a encontrarla tan fea. Le dio una nalgada cuando se quejó.

—Date la vuelta y levántate la falda —ordenó con la voz inflamada por el deseo.

Ella lo hizo sin demora, encendida por sus hostiles palabras. Esa falta de delicadeza le daba autenticidad a su existencia, la alejaba de su pasado.  

—Mira nada más —observó él con admiración—, la putita vino sin bragas. ¿Te las quitaste pensando en mí? —sonrió al verla asentir—. Eso me complace mucho, no me gusta la ropa interior.

Tener al hombre mirándole el trasero era vergonzoso de un modo difícil de explicar para Sheily, iba a enloquecer y su confesión sobre la ropa interior empeoró la situación. Estaba por girarse y preguntarle si era Zack cuando las manos del verdugo se apoderaron de sus nalgas. Las acariciaba y amasaba, las apretaba y sus pulgares estaban cada vez más cerca de su centro. Le palpó los pliegues y, al comprobar su humedad, los metió dentro de su coño.

Adentro y afuera, adentro y afuera. Sheily empezó a moverse también, los quería más adentro, los necesitaba. Llevó el pecho al suelo y desde allí, con el trasero en alto en manos de su verdugo, empujó más todavía. Quería agradar a su amo y llenarse de júbilo con su placer.

—Estás empapada, zorra —le había dejado las manos empapadas a él también—. Sí que te gusta esto ¿no? Te gusta ser una cualquiera.

Sheily jadeó un sí entre gemidos, con los dedos del verdugo hurgando en su interior. Él le besó una nalga, la succionó con fuerza y tan caliente estaba ella que se corrió de inmediato.

Sus gemidos llenaron la silenciosa celda y descansó, con el rostro apoyado en el viejo y gastado piso y el trasero todavía en alto. La íntima humedad le escurría en abundancia por las piernas, pero ya no sentía vergüenza de que él la mirara. Su vil y pervertido amo era el culpable de todo, ella sólo obedecía, no tenía voluntad. Ella era su objeto para ser usada a su antojo y que estuviera toda sucia y desastrosa era culpa de él.

—Si fueras mía, te castigaría por correrte sin permiso, pero no es tu culpa. De seguro nadie te ha disciplinado como corresponde.

¿De qué hablaba ahora su elocuente amo? Ella era suya, él había pagado para que ella fuera sólo suya durante una hora, en cuerpo y alma, cada centímetro de piel, cada gota de sangre y suspiro, cada aliento. Todo era suyo. 

—Date la vuelta, tendrás tu premio —se desabrochó el pantalón.

Ella se volvió hacia él, todavía temblorosa por la reciente agitación y se lo encontró con el miembro erecto en la mano. Lo frotaba desde la base hasta la punta, enseñándoselo con evidente orgullo, presumiéndoselo.

El terrorista estaba bien armado, contempló Sheily, relamiéndose. Tenía un falo perfecto, digno de un dios todopoderoso. De tamaño considerable, firme como un tronco y con el grosor suficiente para castigar muy duro a los pequeños coños apretados como el de ella.

Se lanzó hacia él, con la avidez de una niña frente a un caramelo. Ya quería sentir ese magnífico e hinchado glande empujando en el fondo de su garganta. Estaba por tocarlo con la punta de la lengua cuando sintió el tirón del collar. Se quedó quieta, a centímetros de su premio.

El amo, con la cadena enrollada en su mano, se inclinó sobre ella.

—¿Qué tanto lo quieres? —preguntó, con evidente diversión.

—Mucho, amo.

—No te oyes muy convincente. Quiero oírte rogando por él. 

—¡Por favor, lo quiero, amo!

—¿Por qué? Quiero una razón bien justificada —seguía frotándoselo con la mano y la perversidad de un niño que tiene muchos dulces y disfruta de presumirlos, pero no tiene pensado compartir.

Y Sheily moría de hambre. Intentar explicar aquello era una verdadera tortura.

—Porque... quiero probar la verga de mi amo y darle placer como él me lo ha dado a mí —dijo Sheily, pero el verdugo se rio en su cara con crueldad.

—¿Crees que tú puedes darme placer? ¿Con qué? ¿Siquiera te bañaste? Hueles a retrete. 

Las crueles palabras que buscaban denigrarla tenían un efecto maligno y poderoso en mentes como la de Sheily. La esclava Sheily no era nada, pero al mismo tiempo quería serlo todo para su amo. 

—Yo puedo darle placer... Déjeme demostrárselo, amo —pidió con humildad.

—No seas mentirosa —él seguía riendo—.  Quieres sentir placer tú, quieres que me corra en tu boca para beberte hasta la última gota para tu propio deleite. No eres más que una zorra egoísta y te mereces un castigo.

«Adelante», pensó Sheily, emocionada. La habitación estaba llena de artículos para tal fin. Hasta de la gran cruz colgaban unos grilletes para inmovilizar a algún desgraciado. Castigo, premio, una vez que se arrodillaba entre esos muros no había diferencia. 

—Castígueme, amo. Soy una zorra egoísta —concordó ella.

El hombre se levantó y se guardó el miembro, que le formó un enorme bulto en el pantalón. Caminó hacia la puerta por la que había entrado y se volvió a ver a Sheily. Postrada en el suelo, tan necesitada y desesperada por tener un falo violándole la boca, era una criatura patética ante sus ojos... Y deliciosa.

—Este será tu castigo —sentenció él.

Sheily lo vio salir y esperó a que volviera con algún excitante instrumento de tortura. Esperó hasta que el tiempo por el que había pagado terminó y una luz roja se encendió a un costado de la cruz, señal de que ya debía irse. 

¡Era una broma, una est4fa! Sheily se puso de pie y dejó de ser una esclava. Estaba furiosa, incluso exigiría que le devolvieran su dinero por dejarla a medias. Ningún cretino se burlaría así de ella, no señor. Ahora mismo iría a poner una denuncia formal a la administración de la iglesia por el repugnante agravio sufrido y el patán sabría quién era Sheily Bloom.

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