Tranquilidad, el pánico no ayudaba y ella era una mujer con autodominio, sabía actuar en momentos de crisis con la cabeza fría. Las bragas no estaban en su bolsillo, pero de seguro se le habían caído en su oficina y estarían tiradas junto a la silla, esperándola como el zapato a la cenicienta. Sólo regresaría con la misma serenidad con que había llegado hasta el baño, las sacudiría un poco y se las pondría. Y nadie se enteraría jamás de la pequeña anécdota. Su reputación seguiría intacta.
Volvió sobre sus pasos. En medio del pasillo había ahora una pequeña multitud de gente que perdía el tiempo cuando debía estar trabajando. Rodeaban a Jorge, el bufón del grupo, que tenía un escobillón en la mano. En la punta del palo ondeaban al viento sus bragas como si fueran una bandera. —¡Alguien aquí anda en bolas! —exclamó Jorge con fingido horror, intentando parecer serio—. ¿Quién es la desvergonzada que deja sus bragas tiradas en el pasillo? —¡Bota eso, Jorge! —chilló Lili, mientras Sheily observaba la escena petrificada. Jorge agitó el escobillón, alentado por las risas y bromas de sus compañeros. Las bragas salieron volando, pero Sheily no se quedó a ver dónde aterrizaban, había huido al ascensor. Sin bragas y humillada por el impactante espectáculo, pensó. Un problema a la vez. Esperaría a la hora del almuerzo para conseguir otras, ahora debía encargarse de Zack. Entró a su oficina muy campante y segura. No miró hacia el escritorio y fue directo a la salita de estar de un costado, esforzándose por disimular la extraña agitación que sentía. El aire que se colaba por debajo de su falda al caminar la acariciaba como lo haría un ángel y el aroma a incienso que llenaba el lugar de punta a punta era la serpiente que la arrastraba al infierno. Si todo era una trampa del destino, ella ya había caído. ¿Era posible que fuera el mismo aroma de la celda? No podía asegurarlo. Para alguien que detestaba el incienso, todos olían a la misma porquería, aunque ya no le pareciera tan desagradable. —Sheily, él es Mateo Borges. Ha venido en representación de nuestro nuevo socio. Ya conoció los laboratorios y ahora se reúne con los altos ejecutivos —dijo Zack con su sonrisa socarrona, cómplice. ¿Cómplice de qué?, quería saber Sheily. Ella le estrechó la mano a Mateo. Alto, muy formal y con aspecto de severa rigurosidad. ¿Acaso otro amante del control? Se lo imaginó con un pasamontañas... Sacudió la cabeza, tenía que concentrarse. —Sheily Bloom, mucho gusto —le dijo ella, con la firmeza que caracterizaba su voz—. Parece que seguiremos sin conocer al socio misterioso. —Es un hombre muy rico y muy ocupado, con muchos negocios —explicó Mateo, sin darle mayor importancia. —Y muy entrometido también—murmuró ella para sí. Podía estar sin bragas y algo húmeda, pero su memoria seguía intacta y no olvidaba el asunto de los nuevos contratistas impuestos por el señor «muy rico y muy ocupado». Los tres se sentaron en la pequeña sala, Sheily en el sillón frente a Zack. Jaló su falda para que la cubriera todo lo posible y mantuvo las rodillas juntas, como toda una dama. Había vasos y botellas con agua fría. Se sirvió un poco. Durante la conversación, una charla trivial de negocios, de la que Zack la hacía parte por mera benevolencia y para restregarle en la cara su poder, él la miraba a menudo. «Es como si supiera mis secretos», pensaba Sheily. Como si supiera sobre su carencia de bragas y que las nalgas le ardían o que ese ardor tenía la forma de unas fuertes manos de hombre, que parecían seguir aferradas a ellas; como si supiera que su coño húmedo le hormigueaba porque un tirano lo había follado sin piedad mientras la sometía e insultaba, como si supiera que todo eso a ella le encantaba, la mantenía... viva. —Esperamos ver a su jefe pronto por aquí, tenemos mucha curiosidad por conocerlo —Sheily volvió a estrechar la mano de Mateo para despedirse. —Como ya les dije, el señor Williams es un hombre muy ocupado, pero intentará hacer espacio en su agenda si lo considera necesario —Mateo les dedicó a ambos una fría sonrisa de cortesía social y se fue. Quedaron sólo ella y Zack en la oficina. —¿Si lo considera necesario? ¿Qué cree que somos? ¡¿Vendedores de la calle?! Por su bien, mejor que no venga —Sheily estaba enfurecida y se enfureció más al ver que Zack sonreía— ¿Qué te hace tanta gracia, Zack? —Nada, es sólo que... ¿Es idea mía o no llevas ropa interior? —preguntó, alzando una ceja. Ella se sobresaltó, horrorizada por tamaña acusación. Era el día de humillar a Sheily, ¡y en su trabajo!, donde más poderosa e implacable se sentía. La humedad ya le bajaba por los muslos, empezaba a derretirse. —¿Qué carajos dices? —exigió saber, indignada—. ¿Acaso te golpeaste la cabeza? —Estabas sentada en el sillón y en un momento moviste las piernas... No quería ver, pero fue inevitable —aseguró él, levantando las manos en son de paz. —Llevo bragas color piel, Zack. Parece que no sabes mucho de ropa interior femenina. Es del mismo tono de mi piel y sí, parece que no llevara nada puesto —explicó ella. El hombre se levantó y fue a pararse frente a ella. «¿Cuál sería su estatura?», se preguntó Sheily mirando su aparentemente fornido torso. «¿Cómo se vería con un pasamontañas?» —No me gusta la ropa interior —confesó él, sacando a Sheily de sus cavilaciones—. Eres bienvenida si quieres venir sin ella. Sheily apretó las piernas y los puños. Y tragó saliva también. ¿Acaso él le estaba coqueteando? ¿Quién se creía que era? ¿Y por qué le latía tan rápido el corazón ante sus palabras? Necesitaba con urgencia que alguien le ordenara calmarse o acabaría corriéndose en el baño pensando en su jefe. —Cuidado... Cuidado con lo que dices, Zack, esto puede considerarse acoso —dijo antes de salir. Sentada sobre el inodoro y mordiendo su chaqueta, Sheily usó los dedos para dar el empujón final y liberarse, apagando el fuego que la consumía. Hacer aquello en horario laboral, pensando en las indecencias que había hecho el día anterior era un pecado, algo impensable antes de hoy, pero hacerlo pensando en su jefe, al que tanto detestaba, su mayor rival, era todavía peor, un sacrilegio imperdonable. Se sintió asquerosa, una mujer repugnante, una puta barata que ni las bragas podía mantener en su lugar. Necesitaba con desesperación ir a la iglesia a confesarse.Sheily oraba arrodillada frente a la cruz. Un antifaz había reemplazado a su habitual velo, para mayor comodidad. La cubría menos, pero su confianza en la discresión de su contraparte la había envalentonado. Por más desconocidos que fueran, a ambos los unía el vínculo de compartir un secreto inconfesable. Aquello los volvía íntimos, casi como si se conocieran de toda la vida. Su traje de diseñador destacaba en el rústico y envejecido aposento y contrastaba con su humilde postura. Las medias, de una costosa y exclusiva marca, se le habían roto en cuanto echó las rodillas al suelo con brusquedad. Estaba lista. En el tiempo que llevaba yendo a la iglesia había conocido a muchos amos y tenía sus favoritos, pero estar con uno u otro era cuestión del azar, del algoritmo que usaba la web de Pacto divino para concretar las citas y del momento en que las oscuras pulsiones de cada uno gritaran tan fuerte que no pudieran ser ignoradas.La probabilidad de que volviera a encontrarse con el del t
Sheily Bloom había sido la «diosa» de la secundaria, la más bella, la más popular, la más deseada; la inalcanzable. Era conocida por otras cosas también, pero ya no importaban. Ya de adulta, había agregado otros calificativos a la lista. Implacable era el que más le gustaba, indomable también; nadie se atrevía a decirle a la cara los otros. —El informe está mal, hazlo de nuevo —sentenció Sheily, lanzando la carpeta. Liliana la atrapó con habilidad y fue a su escritorio resignada a redactarlo por quinta vez. Iba en la octava versión cuando Sheily decidió descargar su ira con alguien más. Estaba realmente irritable y tenía motivos suficientes. Los de la iglesia no le habían devuelto el dinero, pero ese no era el problema, a ella no le faltaba dinero. Si fuera otro el servicio, ella los habría amenazado con una demanda por incumplimiento. No podía hacerlo o su secreto pasatiempo quedaría al descubierto. La frustración que ese hombre, ¡ese monstruo! le había provocado era insoporta
Sheily no ganó el premio gordo de la lotería, pero el amo que entró para someterla sí que lo era, como un elefante. Al él podía mirarlo sin problemas, aunque no hubiera nada que le llamara particularmente la atención. No se lo enviaba Dios para aliviarla, sino el mismísimo Diablo para azotarla.Acabaría purificada, eso era lo importante. Arrodillada, recibió el pulgar del amo en la boca, que anhelaba tocarle con él la lengua. El dedo sabía a papas fritas, como siempre. Al amo XL le encantaba comer chatarra antes de follar. A veces en su frondosa barba había restos de mayonesa. —¿Me extrañaste, zorrita? —preguntó él, sin fingir otra voz que no fuera la suya, algo chillona para su enorme cuerpo, nada autoritaria ni intimidante. Tampoco le interesaba cubrirse el rostro.Sheily lo extrañaba tanto como se podía extrañar una patada en el vientre, pero no sería descortés. —Sí, amo. Quiero que juegues conmigo —intentó sonar lo más inocente posible, eso calentaba mucho al amo XL. —Eso haré
Besándose como si no hubiera un mañana, Sheily y el abogado se infiltraron en el baño de mujeres. Estaba demasiado limpio para su gusto, pero serviría para salir del apuro.Algo casual de vez en cuando no venía mal, intentar un flirteo normal, como cualquier mujer que había bebido de más y tenía la cabeza tan caliente como la entrepierna podía ser divertido.Pero Sheily no era una mujer normal. Desenredó su lengua de la del hombre y se apartó para mirarlo. —Quiero que seas rudo conmigo, ¿puedes hacer eso? —no lo conocía, pero le tenía algo de fe. Al menos besaba bien. —Claro, preciosa —aseguró con la misma pretensión con la que se había presentado. La cogió de los hombros y la empujó dentro de uno de los cubículos.En tacones, un tobillo de Sheily se torció y cayó de trasero ante el brusco movimiento. Fue un golpe seco y su espalda se azotó contra el inodoro. El dolor, punzante, le recorrió la columna, como electricidad, el golpe le había hecho retumbar hasta la cabeza y le castañe
Los días pasaron y Sheily dejó de esperar encontrarse con el del tatuaje. Asistía a la iglesia sólo los sábados, como de costumbre (a él lo había conocido un miércoles) y su rutina diaria regresó a la normalidad, salvo que ahora asistía también al gimnasio para verse más espectacular todavía.Hasta que volvió a encontrarse con él.En cuanto los bototos aparecieron en su campo de visión, Sheily apretó los puños, que temblaban sobre sus piernas. Tenía todas las intenciones de ponerse de pie y salir de allí para darle así al cabrón una cucharada de su propia medicina. Él no merecía tocar un centímetro del cuerpo que había insultado, no lo tendría tan fácil. Algo de dignidad le quedaba todavía y se lo demostraría. Sheily no se movió de su lugar. El hombre se paró tras ella y le acarició la cabeza. Le sacudió el cabello con brusquedad y la dejó toda despeinada. —¿Has pensado en mí, perra? —preguntó con la arrogancia que lo caracterizaba, paseándose alrededor de ella para verla mejor. —
Sheily y Zack discutían algunos asuntos en la oficina que pudo ser suya y que apestaba a incienso, llenándole la cabeza de tórridos recuerdos en contra de su voluntad. Nadie sospecharía de la lucha interna que ella libraba en aquel momento por mantener la compostura y no brincar encima de Zack y apretarle el cuello hasta sacarle la verdad que ella creía que ocultaba. La razón de su presencia allí era que Zack estaba organizando una cena de bienvenida para el nuevo inversionista y consultaba los detalles con ella, como si fuera su vil asistente, como si ella fuera la más feliz con el nuevo inversionista, tanto como para querer hacerle una fiesta.—Te acabo de enviar la lista de postres —dijo Sheily, con su tono serio y profesional de siempre—. Es bastante variada, de seguro habrá algo que a «don misterioso» le guste. —¿No sería más fácil preguntarle a él qué le gusta? —sugirió Zack. Ella lo miró con horror. Zack no sabía mucho de relaciones humanas o era un simple imbécil. —El serv
—¿Ha habido noticias? —Sheily hablaba por teléfono en la sala de su casa. La revista de crucigramas estaba en la mesa de centro, sin ninguna letra extra, junto a una copa de helado a medio derretir. Había pasado a hacer las compras al supermercado y sus pies la llevaron al pasillo de mascotas. *—Esta comida la compré especialmente para ti, Bobby —vació toda la lata en el plato y puso también algunas croquetas. El perro miró el plato sin mucho interés, estaba acostumbrado a comer comida de la calle, porquerías grasosas que a nadie hacían bien. —Vamos, Bobby. No me moveré de aquí hasta que te comas todo. No me obligues a darte un castigo.* Sheily cruzó los dedos. —Ninguna todavía, señorita, pero esto es así, puede tardar bastante. No pierda la esperanza de encontrarlo, le avisaré de inmediato si hay novedades. Sheily colgó, era una decepción constante. Se suponía que el hombre era uno de los mejores detectives privados, con excelentes recomendaciones. Hallar a su perro Bobby d
«Quien no tiene voluntad, no guarda culpa por nada».***Sala de reuniones de la compañía farmacéutica Bertram, una mañana cualquiera desde la llegada de Zack. —¡¿Quién tuvo la brillante idea de hacer esto?! ¡¿Un mono?! ¡¿Desde cuándo contratamos monos?! —preguntaba Sheily Bloom, mirando hacia arriba como si interrogara a Dios y éste le debiera explicaciones. Liliana, su asistente, miró la hora. Llevaban exactamente doce minutos oyendo sus gritos y ella ni cansada se veía. Debía tener cuerdas vocales de hierro y pulmones de cantante de ópera. —¡No cambiamos de contratistas a mitad de año! ¡Eso no se hace! Repitan conmigo, ¡No... se... hace!Jorge, uno de los ejecutivos, le dio un codazo a Liliana y tuvo su atención.—A la jefa le hace falta polla —le susurró, con una sonrisa ladina. Ella se escandalizó por instantes. —Si te llega a escuchar, te mata —respondió ella entre risitas.Los gritos de Sheily continuaron hasta que el «mono» se puso de pie y dio sus razones para la decisión