Inicio / Romance / Pacto divino / III Indignada
III Indignada

Tranquilidad, el pánico no ayudaba y ella era una mujer con autodominio, sabía actuar en momentos de crisis con la cabeza fría. Las bragas no estaban en su bolsillo, pero de seguro se le habían caído en su oficina y estarían tiradas junto a la silla, esperándola como el zapato a la cenicienta. Sólo regresaría con la misma serenidad con que había llegado hasta el baño, las sacudiría un poco y se las pondría. Y nadie se enteraría jamás de la pequeña anécdota. Su reputación seguiría intacta. 

Volvió sobre sus pasos. En medio del pasillo había ahora una pequeña multitud de gente que perdía el tiempo cuando debía estar trabajando. Rodeaban a Jorge, el bufón del grupo, que tenía un escobillón en la mano. En la punta del palo ondeaban al viento sus bragas como si fueran una bandera. 

—¡Alguien aquí anda en bolas! —exclamó Jorge con fingido horror, intentando parecer serio—. ¿Quién es la desvergonzada que deja sus bragas tiradas en el pasillo?

—¡Bota eso, Jorge! —chilló Lili, mientras Sheily observaba la escena petrificada.

Jorge agitó el escobillón, alentado por las risas y bromas de sus compañeros. Las bragas salieron volando, pero Sheily no se quedó a ver dónde aterrizaban, había huido al ascensor. 

Sin bragas y humillada por el impactante espectáculo, pensó. Un problema a la vez. Esperaría a la hora del almuerzo para conseguir otras, ahora debía encargarse de Zack.

Entró a su oficina muy campante y segura. No miró hacia el escritorio y fue directo a la salita de estar de un costado, esforzándose por disimular la extraña agitación que sentía. El aire que se colaba por debajo de su falda al caminar la acariciaba como lo haría un ángel y el aroma a incienso que llenaba el lugar de punta a punta era la serpiente que la arrastraba al infierno. 

Si todo era una trampa del destino, ella ya había caído.

¿Era posible que fuera el mismo aroma de la celda? No podía asegurarlo. Para alguien que detestaba el incienso, todos olían a la misma porquería, aunque ya no le pareciera tan desagradable. 

—Sheily, él es Mateo Borges. Ha venido en representación de nuestro nuevo socio. Ya conoció los laboratorios y ahora se reúne con los altos ejecutivos —dijo Zack con su sonrisa socarrona, cómplice.

¿Cómplice de qué?, quería saber Sheily.

Ella le estrechó la mano a Mateo. Alto, muy formal y con aspecto de severa rigurosidad. ¿Acaso otro amante del control? Se lo imaginó con un pasamontañas... Sacudió la cabeza, tenía que concentrarse. 

—Sheily Bloom, mucho gusto —le dijo ella, con la firmeza que caracterizaba su voz—. Parece que seguiremos sin conocer al socio misterioso.

—Es un hombre muy rico y muy ocupado, con muchos negocios —explicó Mateo, sin darle mayor importancia.

—Y muy entrometido también—murmuró ella para sí.

Podía estar sin bragas y algo húmeda, pero su memoria seguía intacta y no olvidaba el asunto de los nuevos contratistas impuestos por el señor «muy rico y muy ocupado». 

Los tres se sentaron en la pequeña sala, Sheily en el sillón frente a Zack. Jaló su falda para que la cubriera todo lo posible y mantuvo las rodillas juntas, como toda una dama. Había vasos y botellas con agua fría. Se sirvió un poco.

Durante la conversación, una charla trivial de negocios, de la que Zack la hacía parte por mera benevolencia y para restregarle en la cara su poder, él la miraba a menudo. 

«Es como si supiera mis secretos», pensaba Sheily. Como si supiera sobre su carencia de bragas y que las nalgas le ardían o que ese ardor tenía la forma de unas fuertes manos de hombre, que parecían seguir aferradas a ellas; como si supiera que su coño húmedo le hormigueaba porque un tirano lo había follado sin piedad mientras la sometía e insultaba, como si supiera que todo eso a ella le encantaba, la mantenía... viva. 

—Esperamos ver a su jefe pronto por aquí, tenemos mucha curiosidad por conocerlo —Sheily volvió a estrechar la mano de Mateo para despedirse.

—Como ya les dije, el señor Williams es un hombre muy ocupado, pero intentará hacer espacio en su agenda si lo considera necesario —Mateo les dedicó a ambos una fría sonrisa de cortesía social y se fue. 

Quedaron sólo ella y Zack en la oficina. 

—¿Si lo considera necesario? ¿Qué cree que somos? ¡¿Vendedores de la calle?! Por su bien, mejor que no venga —Sheily estaba enfurecida y se enfureció más al ver que Zack sonreía— ¿Qué te hace tanta gracia, Zack?

—Nada, es sólo que... ¿Es idea mía o no llevas ropa interior? —preguntó, alzando una ceja.

Ella se sobresaltó, horrorizada por tamaña acusación. Era el día de humillar a Sheily, ¡y en su trabajo!, donde más poderosa e implacable se sentía. La humedad ya le bajaba por los muslos, empezaba a derretirse.

—¿Qué carajos dices? —exigió saber, indignada—. ¿Acaso te golpeaste la cabeza?

—Estabas sentada en el sillón y en un momento moviste las piernas... No quería ver, pero fue inevitable —aseguró él, levantando las manos en son de paz.

—Llevo bragas color piel, Zack. Parece que no sabes mucho de ropa interior femenina. Es del mismo tono de mi piel y sí, parece que no llevara nada puesto —explicó ella.

El hombre se levantó y fue a pararse frente a ella. «¿Cuál sería su estatura?», se preguntó Sheily mirando su aparentemente fornido torso. «¿Cómo se vería con un pasamontañas?»

—No me gusta la ropa interior —confesó él, sacando a Sheily de sus cavilaciones—. Eres bienvenida si quieres venir sin ella. 

Sheily apretó las piernas y los puños. Y tragó saliva también. ¿Acaso él le estaba coqueteando? ¿Quién se creía que era? ¿Y por qué le latía tan rápido el corazón ante sus palabras? Necesitaba con urgencia que alguien le ordenara calmarse o acabaría corriéndose en el baño pensando en su jefe.

—Cuidado... Cuidado con lo que dices, Zack, esto puede considerarse acoso —dijo antes de salir.

Sentada sobre el inodoro y mordiendo su chaqueta, Sheily usó los dedos para dar el empujón final y liberarse, apagando el fuego que la consumía. Hacer aquello en horario laboral, pensando en las indecencias que había hecho el día anterior era un pecado, algo impensable antes de hoy, pero hacerlo pensando en su jefe, al que tanto detestaba, su mayor rival, era todavía peor, un sacrilegio imperdonable.

Se sintió asquerosa, una mujer repugnante, una puta barata que ni las bragas podía mantener en su lugar.

Necesitaba con desesperación ir a la iglesia a confesarse.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP