«Quien no tiene voluntad, no guarda culpa por nada».
*** Sala de reuniones de la compañía farmacéutica Bertram, una mañana cualquiera desde la llegada de Zack. —¡¿Quién tuvo la brillante idea de hacer esto?! ¡¿Un mono?! ¡¿Desde cuándo contratamos monos?! —preguntaba Sheily Bloom, mirando hacia arriba como si interrogara a Dios y éste le debiera explicaciones. Liliana, su asistente, miró la hora. Llevaban exactamente doce minutos oyendo sus gritos y ella ni cansada se veía. Debía tener cuerdas vocales de hierro y pulmones de cantante de ópera. —¡No cambiamos de contratistas a mitad de año! ¡Eso no se hace! Repitan conmigo, ¡No... se... hace! Jorge, uno de los ejecutivos, le dio un codazo a Liliana y tuvo su atención. —A la jefa le hace falta polla —le susurró, con una sonrisa ladina. Ella se escandalizó por instantes. —Si te llega a escuchar, te mata —respondió ella entre risitas. Los gritos de Sheily continuaron hasta que el «mono» se puso de pie y dio sus razones para la decisión que la tenía echando espuma por la boca: había sido exigencia del nuevo inversionista. —¡¿Y a quién carajos le preguntaste si podías hacer algo así?! —A mí. Zack Bertram entró a la sala de reuniones y hub0 una generalizada exhalación de alivio. Demasiado joven como para llevar a cuestas el imperio farmacéutico Bertram, ocupaba el puesto de gerente general tras la muerte de su padre y compensaba su falta de experiencia con su encanto. Y equilibraba agradablemente la balanza de poder. Y gracias a él ahora los viernes había papas fritas en el menú del comedor. Sheily, jefa del departamento administrativo, y para todos la sucesora obvia, se acomodó el traje tras su pequeña demostración de ira mañanera y carraspeó para aclarar su sobreexplotada garganta. —Zack —dijo, con el tono sereno de una persona perfectamente razonable y abierta al diálogo—, ¿por qué no me lo dijiste? Podríamos... haberlo conversado. —Pensé que sería buena idea —repuso él con simpleza y una deslumbrante sonrisa, llena del inocente entusiasmo de la juventud. Sheily, igual de joven, pero con mucha más experiencia en el rubro porque nunca fue una hijita de papá a la que todo le daban, intentó sonreírle en respuesta. Le llevó mucho esfuerzo. —Yo creo que la jefa le tiene ganas al gran jefe —susurró Jorge, incapaz de poder ocultar su sed de chismes—. Mírala, hasta tímida se pone cuando está frente a él. Liliana negó. Pasarse hasta doce horas diarias trabajando codo a codo con Sheily no había sido en vano, podía presumir que la conocía mejor que nadie allí. —En el fondo de su pequeño y rabioso corazón, ella guarda el secreto deseo de matarlo —aseguró. La tensa reunión terminó y Liliana siguió a Sheily a su oficina. —Las cifras bajarán, ya lo veo venir —decía Sheily, caminando de un lado a otro, con las manos en la cintura—. Anótalo, para restregárselo a todos en la puta cara cuando ocurra. Me tienen harta todos estos incompetentes y Zack, ese hijito de papá, es el peor de todos. —¿Anoto eso también? —Ojalá y hubiera ido en el auto con su padre cuando ocurrió el accidente —agregó Sheily para sí—. ¡Dios! Harán que me salgan canas antes de tiempo —fue a mirarse al espejo que había en el muro, su cabello rubio estaba impecable de momento. —Lo que sea que pase, será culpa de Zack. Ve el lado positivo, si termina mal, tendrás a la junta directiva de tu parte. —Sí... ¡Sí! Te ganas bien tu sueldo, Lili. Se buena y tráeme un analgésico, la cabeza se me parte —se sentó en su silla y observó su oficina, tan pequeña y asfixiante. Ella debía estar en la que ahora ocupaba Zack, era su derecho, había trabajado duro para ello. ¿Qué había hecho Zack, además de nacer? ¡Nada! —Nada... —balbuceó Sheily, masajeándose las sienes. ¿Dónde metería ahora el escritorio extra grande que se había comprado? Liliana regresó con un analgésico en menos de un minuto, era un ejemplo de eficiencia. —Tal vez deberías ir a la iglesia, Sheily, eso siempre te hace sentir mejor. Ojalá y yo encontrara en la oración el alivio que tú encuentras, me tengo que conformar con salir de compras —miró con fascinación el hermoso anillo de oro que se había comprado la semana pasada. Todos los disgustos del trabajo se veían recompensados con su brillo. El ejemplo de rectitud y disciplina que Sheily mostraba en el trabajo también se presentaba en su vida personal, ella era una mujer correcta, devota, creyente y respetuosa de los valores cristianos. Solía dejar las oraciones para el fin de semana, pero ésta era una emergencia, la llegada de Zack y los cambios que estaba implementando la tenían con los nervios de punta. —Sí, tienes razón. Iré a ahora mismo. —Pero no pidas que nos vaya mal con los nuevos contratistas, no quiero perder mi trabajo —volvió a mirarse el anillo, tan brillante como su sonrisa. Necesitaba algunos hermanos para no sentirse solo. «IGLESIA PACTO DIVINO, LUGAR DE ENCUENTRO DE JUSTOS Y PECADORES», así rezaba la inscripción en la placa de bronce junto a las puertas de entrada. Los problemas familiares, el agobio laboral, el enojo, la angustia, muchas eran las razones de los feligreses para acudir y hallar consuelo tras los muros de piedra de la iglesia románica. Bastaba llenar un breve formulario, ingresar los números de una tarjeta bancaria y se recibiría atención personalizada para el cuerpo y el espíritu. La iglesia era parte de un antiguo monasterio que conservaba intactas sus celdas, los aposentos que antiguamente ocupaban los monjes. Muros y suelos de piedra, fierros oxidados, luces amarillentas, todo muy medieval. Sheily entró en una celda con la cabeza cubierta con un velo negro y se arrodilló frente a la gran cruz de madera, esperando bajo la tenue luz a que se hiciera el milagro de la fe. Murmuraba sus oraciones cuando la puerta a sus espaldas se abrió. —Necesito encontrar alivio, padre, he tenido una semana muy dura—dijo ella, con las manos juntas a la altura del pecho. El «padre», vestido completamente de cuero, se paró tras ella y le apoyó en el hombro una fusta. La deslizó con suma lentitud cuello arriba y le levantó el mentón con ella. Ocultaba su rostro tras una máscara negra. —¿Vas a confesarme tus pecados o pasaremos directo al castigo? —preguntó él, con voz grave y aterciopelada. Los pecados de Sheily estaban ocultos en un lugar tan oscuro que ni siquiera ella se atrevía a mirar, pero a veces reptaban de aquel foso y la visitaban en sus pesadillas. —Directo al castigo —pidió con humildad. —Bien. Quítate la blusa y apoya las manos en el suelo... Ella lo hizo con servicial obediencia y haría todo lo que él le ordenara. Durante una hora, ese hombre desconocido sería su dueño y ella su esclava. Él la despojaría de cuanto poseía, incluidas sus preocupaciones, problemas, disgustos, el estrés y... la culpa. Él cargaría con el peso de todo lo que ella llevaba a cuestas y su alma se volvería tan liviana como una pluma. Durante una hora, Sheily gozaría de libertad absoluta dentro de los fríos muros rocosos de la iglesia «Pacto divino», lugar de encuentro entre esclavos y verdugos que se fundían en perfecto equilibrio y armonía, sin compromisos. En la iglesia «Pacto divino», el placer no era pecado y el pecado se gozaba hasta el fondo, sin el estigma de los prejuicios impuestos por una sociedad que le temía a la libertad, que ahogaba los deseos de la carne y los criminalizaba. En «Pacto divino» se podía ser uno mismo, sin miedo, y disfrutar del encuentro de otros como uno. Y ahora, ¿sientes deseos de ir a rezar por la redención de tu alma pecadora?La sonrisa de Sheily, no una de auténtica felicidad, sino más bien la de cortesía social, duró en su rostro hasta que se bajó del ascensor en el piso donde estaba su oficina. Hasta allí llegaba un penetrante aroma que le causó picor en la nariz y la hizo querer devolverse por donde había venido. —¿Qué es esa pestilencia? —preguntó con fastidio. El lugar olía a tugurio hippie. Liliana se levantó de un brincó y fue a recoger el abrigo de Sheily. Lo guardó en el armario junto a la ventana. —Es incienso, esta mañana Zack repartió en todos los departamentos, los trajo de su último viaje a la India. ¿La India? Esas porquerías las vendían en cualquier feria de barrio, pensó Sheily. Pero si él, para presumir de sus viajes, los había repartido en todos los departamentos significaba que no habría rincón del edificio donde pudiera estar a salvo de ese molesto olor a flores quemadas. ¿Cómo había gente que podía tolerarlo y hasta les gustaba? Fue a abrir la ventana, mientras Liliana inhalaba
Liliana miró la hora en su nuevo reloj de oro, que hacía juego con su brillante anillo. Llevaban veinte minutos de reunión y Sheily no había abierto la boca más que para bostezar. En sus ojos, ninguna mirada furibunda había hecho aparición tampoco, era la viva imagen de buda y transmitía idéntica serenidad. —Es tan cierto cuando dicen que la fe mueve montañas —reflexionó para sí, sintiendo envidia religiosa—. Parece una mujer nueva, renacida, resucitada. El expositor hablaba de los detalles del trato con los nuevos contratistas, que incluía distribución de los productos, control de calidad y publicidad. Sheily no prestaba mucha atención, se la veía pensativa, en un estado superior de conciencia y meditación. Un codazo en el brazo y Liliana esperó sentir el tibio aliento de Jorge recorriendo los recovecos de su oreja.—Parece que a alguien por fin le dieron su ración de polla —le susurró él, subiendo y bajando las cejas con lasciva expresión. Ajena a los chismes que empezaban a cir
Tranquilidad, el pánico no ayudaba y ella era una mujer con autodominio, sabía actuar en momentos de crisis con la cabeza fría. Las bragas no estaban en su bolsillo, pero de seguro se le habían caído en su oficina y estarían tiradas junto a la silla, esperándola como el zapato a la cenicienta. Sólo regresaría con la misma serenidad con que había llegado hasta el baño, las sacudiría un poco y se las pondría. Y nadie se enteraría jamás de la pequeña anécdota. Su reputación seguiría intacta. Volvió sobre sus pasos. En medio del pasillo había ahora una pequeña multitud de gente que perdía el tiempo cuando debía estar trabajando. Rodeaban a Jorge, el bufón del grupo, que tenía un escobillón en la mano. En la punta del palo ondeaban al viento sus bragas como si fueran una bandera. —¡Alguien aquí anda en bolas! —exclamó Jorge con fingido horror, intentando parecer serio—. ¿Quién es la desvergonzada que deja sus bragas tiradas en el pasillo?—¡Bota eso, Jorge! —chilló Lili, mientras Sheily
Sheily oraba arrodillada frente a la cruz. Un antifaz había reemplazado a su habitual velo, para mayor comodidad. La cubría menos, pero su confianza en la discresión de su contraparte la había envalentonado. Por más desconocidos que fueran, a ambos los unía el vínculo de compartir un secreto inconfesable. Aquello los volvía íntimos, casi como si se conocieran de toda la vida. Su traje de diseñador destacaba en el rústico y envejecido aposento y contrastaba con su humilde postura. Las medias, de una costosa y exclusiva marca, se le habían roto en cuanto echó las rodillas al suelo con brusquedad. Estaba lista. En el tiempo que llevaba yendo a la iglesia había conocido a muchos amos y tenía sus favoritos, pero estar con uno u otro era cuestión del azar, del algoritmo que usaba la web de Pacto divino para concretar las citas y del momento en que las oscuras pulsiones de cada uno gritaran tan fuerte que no pudieran ser ignoradas.La probabilidad de que volviera a encontrarse con el del t
Sheily Bloom había sido la «diosa» de la secundaria, la más bella, la más popular, la más deseada; la inalcanzable. Era conocida por otras cosas también, pero ya no importaban. Ya de adulta, había agregado otros calificativos a la lista. Implacable era el que más le gustaba, indomable también; nadie se atrevía a decirle a la cara los otros. —El informe está mal, hazlo de nuevo —sentenció Sheily, lanzando la carpeta. Liliana la atrapó con habilidad y fue a su escritorio resignada a redactarlo por quinta vez. Iba en la octava versión cuando Sheily decidió descargar su ira con alguien más. Estaba realmente irritable y tenía motivos suficientes. Los de la iglesia no le habían devuelto el dinero, pero ese no era el problema, a ella no le faltaba dinero. Si fuera otro el servicio, ella los habría amenazado con una demanda por incumplimiento. No podía hacerlo o su secreto pasatiempo quedaría al descubierto. La frustración que ese hombre, ¡ese monstruo! le había provocado era insoporta
Sheily no ganó el premio gordo de la lotería, pero el amo que entró para someterla sí que lo era, como un elefante. Al él podía mirarlo sin problemas, aunque no hubiera nada que le llamara particularmente la atención. No se lo enviaba Dios para aliviarla, sino el mismísimo Diablo para azotarla.Acabaría purificada, eso era lo importante. Arrodillada, recibió el pulgar del amo en la boca, que anhelaba tocarle con él la lengua. El dedo sabía a papas fritas, como siempre. Al amo XL le encantaba comer chatarra antes de follar. A veces en su frondosa barba había restos de mayonesa. —¿Me extrañaste, zorrita? —preguntó él, sin fingir otra voz que no fuera la suya, algo chillona para su enorme cuerpo, nada autoritaria ni intimidante. Tampoco le interesaba cubrirse el rostro.Sheily lo extrañaba tanto como se podía extrañar una patada en el vientre, pero no sería descortés. —Sí, amo. Quiero que juegues conmigo —intentó sonar lo más inocente posible, eso calentaba mucho al amo XL. —Eso haré
Besándose como si no hubiera un mañana, Sheily y el abogado se infiltraron en el baño de mujeres. Estaba demasiado limpio para su gusto, pero serviría para salir del apuro.Algo casual de vez en cuando no venía mal, intentar un flirteo normal, como cualquier mujer que había bebido de más y tenía la cabeza tan caliente como la entrepierna podía ser divertido.Pero Sheily no era una mujer normal. Desenredó su lengua de la del hombre y se apartó para mirarlo. —Quiero que seas rudo conmigo, ¿puedes hacer eso? —no lo conocía, pero le tenía algo de fe. Al menos besaba bien. —Claro, preciosa —aseguró con la misma pretensión con la que se había presentado. La cogió de los hombros y la empujó dentro de uno de los cubículos.En tacones, un tobillo de Sheily se torció y cayó de trasero ante el brusco movimiento. Fue un golpe seco y su espalda se azotó contra el inodoro. El dolor, punzante, le recorrió la columna, como electricidad, el golpe le había hecho retumbar hasta la cabeza y le castañe
Los días pasaron y Sheily dejó de esperar encontrarse con el del tatuaje. Asistía a la iglesia sólo los sábados, como de costumbre (a él lo había conocido un miércoles) y su rutina diaria regresó a la normalidad, salvo que ahora asistía también al gimnasio para verse más espectacular todavía.Hasta que volvió a encontrarse con él.En cuanto los bototos aparecieron en su campo de visión, Sheily apretó los puños, que temblaban sobre sus piernas. Tenía todas las intenciones de ponerse de pie y salir de allí para darle así al cabrón una cucharada de su propia medicina. Él no merecía tocar un centímetro del cuerpo que había insultado, no lo tendría tan fácil. Algo de dignidad le quedaba todavía y se lo demostraría. Sheily no se movió de su lugar. El hombre se paró tras ella y le acarició la cabeza. Le sacudió el cabello con brusquedad y la dejó toda despeinada. —¿Has pensado en mí, perra? —preguntó con la arrogancia que lo caracterizaba, paseándose alrededor de ella para verla mejor. —