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I Aquel aroma

La sonrisa de Sheily, no una de auténtica felicidad, sino más bien la de cortesía social, duró en su rostro hasta que se bajó del ascensor en el piso donde estaba su oficina. Hasta allí llegaba un penetrante aroma que le causó picor en la nariz y la hizo querer devolverse por donde había venido.

—¿Qué es esa pestilencia? —preguntó con fastidio. El lugar olía a tugurio hippie.

Liliana se levantó de un brincó y fue a recoger el abrigo de Sheily. Lo guardó en el armario junto a la ventana.

—Es incienso, esta mañana Zack repartió en todos los departamentos, los trajo de su último viaje a la India.

¿La India? Esas porquerías las vendían en cualquier feria de barrio, pensó Sheily. Pero si él, para presumir de sus viajes, los había repartido en todos los departamentos significaba que no habría rincón del edificio donde pudiera estar a salvo de ese molesto olor a flores quemadas. ¿Cómo había gente que podía tolerarlo y hasta les gustaba? 

Fue a abrir la ventana, mientras Liliana inhalaba hasta con placer.

—Zack es muy atento, estos detalles en un hombre son muy delicados. Dice mucho de lo observador que es.

Sheily hizo el ademán de vomitar.

—¿No te gusta, Sheily? Los reyes magos le llevaron incienso a Jesús y como tú vas tanto a la iglesia pensé que...

—Voy para mantener la paz y pureza de mi alma, no pretendo convertirme en Jesús. No seas blasfema, Lili.

Lili se encogió de hombros, sólo decía lo que había visto en las películas, no era una experta. 

—Al departamento de ventas le dio incienso para la prosperidad económica, ese debe oler mucho mejor —agregó.

—¿Y el nuestro de qué es? —preguntó Sheily sólo por curiosidad, en realidad no le importaba. No creía en tales embustes.

—Es para potenciar la juventud y vitalidad, eso dice la caja.

¿Juventud? Zack parecía un muchachito inofensivo e ingenuo, pero Sheily conocía bien a los de su tipo, no daban puntada sin hilo aprovechándose de esa fachada simplona.

Fue a mirarse al espejo que había junto al armario. Salvo por su ropa ejecutiva, seguía siendo la misma jovencita hermosa a la que todos en la secundaria llamaban «Diosa Sheily». Ninguna arruga ni línea de expresión se había atrevido todavía a afear su terso y lozano rostro. Lo único que Sheily vio en el espejo fue que Zack era un patán hipócrita que no perdería oportunidad para molestarla. Y eso que apenas llevaba una semana en la compañía.

—Zack es un cretino, no te dejes engatusar por estas estupideces. Y apaga eso de una vez, no quiero que mi oficina también apeste.

Demasiado tarde, su oficina estaba llena de humo. Sin ánimos de agravar la jaqueca que ya le estaba dando a causa del mal olor, cogió su portátil, una carpeta y corrió al ascensor, sin escándalos. Terminó trabajando en el archivo, el olor a tinta y papeles viejos era algo que podía tolerar. 

Revisó primero su correo del trabajo. Reuniones, documentos que revisar, invitaciones a ponencias, luego el personal: promociones, invitaciones a citas, los resultados de su último chequeo, estaba completamente saludable y libre de ITS, el reporte del detective, sin novedades todavía en la búsqueda de su perro Bobby.

Soltó un suspiro, cansada. Verse obligada a exiliarse en un minúsculo cuarto, donde apenas cabía una mesa, después de haber estado a pasos de asentarse en la cima, era desmoralizante. Tantas promesas y Edward Bertram había muerto sin cumplir ninguna. No se podía confiar en los hombres. 

〜✿〜

Debía ser su ropa porque Sheily ya no estaba en la compañía, pero seguía oliendo a incienso. Se quitó el abrigo y también la chaqueta y colgó las prendas en el armario del vestidor con el resto de trajes exóticos. Nunca había usado ninguno de los allí disponibles, prefería entrar con su ropa del día, esa que la acompañaba en los buenos y malos momentos y que estaba cargada con su energía, como una extensión de sí misma... Quería ser azotada mientras usaba su ropa con olor al asqueroso incienso de Zack.

Abrió la puerta de la derecha y entró a la celda. En el velador había un incienso humeando, impregnándolo todo con su insoportable hedor. No podía ser cierta tanta desventura, el destino se empeñaba en agobiarla, aguijoneándole los nervios, restregándole la existencia de Zack en la cara. Ni en la iglesia podía librarse de su recuerdo. ¿Qué era sino una prueba para su fe y fortaleza mental?

Diciendo sus oraciones, que más bien parecían murmullos llenos de incoherencias y m4ldiciones, se arrodilló frente a la cruz, la cabeza cubierta con el velo que protegía su identidad.

El rechinido de la vieja puerta a su espalda, que daba también a otro pequeño vestidor, le provocó un escalofrío que le recorrió desde el fin de la espalda hasta la nuca. Nunca sabía quién entraría por ahí, qué remedio le enviaría esta vez Dios para aliviar sus inquietas necesidades.

Las fuertes pisadas la mantuvieron atenta. De reojo vio unos bototos de tipo militar sobre los que había unos ajustados pantalones de cuero, que no le asentaban a cualquiera, pero que a él le hacían mucha, mucha justicia y encima nada, lo único que llevaba él sobre su atlético torso desnudo era un tatuaje en el pectoral izquierdo. Cubría su rostro un gorro pasamontañas negro. 

«Así debía verse un terrorista», pensó Sheily, acalorada debajo de su velo, que por fortuna le ocultaba el rubor de las mejillas. Un terrorista muy sexy.

—Eres nuevo... —la observación se le escapó en un suspiro. Jamás había visto a aquel hombre, al menos no dentro de los envejecidos muros de Pacto divino. Como clienta frecuente ya conocía a varios, pero no al «terrorista».

—Cállate, perra. No te he dado permiso para hablar, ni para mirarme —reclamó él, con voz grave y autoritaria, casi como si Dios mismo hablara desde el cielo, entre truenos y relámpagos, listo para fulminar a los impíos.

Y si Dios hablaba, alguien tan pequeña e insignificante como Sheily no iba a desobedecer. Tragó saliva, cerró la boca, volvió a respirar por la nariz y agachó la cabeza con una obediencia y sumisión que volverían locos a sus colegas y empleados.

Ahí estaba, la «Diosa Sheily» de la secundaria, la «Dragona» de la farmacéutica Bertram, reducida a nada. 

No volvió a mirar al hombre ni cuando se inclinó sobre ella para ponerle un ajustado collar de cuero, tampoco cuando jaló de la cadena que colgaba de él. Lo siguió a gatas hasta el viejo catre que había a un costado. Los oxidados resortes, que habían dado descanso a decenas de hombres santos en el pasado, rechinaron quejumbrosamente cuando él se sentó.

Desde allí la miró, rendida, tan dispuesta a todo. Era un poder enloquecedor el que tenía entre sus manos.

—Levántate la falda y muéstrame qué tienes para mí —ordenó él, listo para el espectáculo.

Obligando a sus ojos a mantenerse fijos en los bototos de su verdugo, Sheily cogió la fina y delicada tela de su falda y fue deslizándola hacia arriba mientras con las puntas de los dedos se rozaba la piel de los muslos en su recorrido y el sedoso humo del incienso la envolvía como una serpiente.

Sólo un pensamiento ocupaba su cabeza en aquel momento, molesto y penetrante igual que aquel aroma que la seguía como una sombra; una idea intrusiva, que se le colaba como el humo del incienso por la nariz y la boca y le calaba hasta los trastornados y calientes huesos: Zack. Ella sólo pensaba en el cretino de Zack Bertram y sus inciensos de la India.

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