Zarah siempre fue una mujer enfermiza cuyas fiebres le traían desde niña delirios que duraban semanas. Su padre apenas la dejaba abandonar el castillo a causa de su enfermedad o eso es lo que le hizo creer a los súbditos del Reino de Sol Naciente. Cuando Tabar, el Rey de los Dragones, viene a pedir la mano de su hermana mayor Miriam, es Zarah quien es entregada al salvaje gobernante para salvar a la princesa heredera del trono del reino del este. Un año después de que su esposo partiera a la guerra se ha convertido en la Señora de la fortaleza de los Dragones, mas en el camino ha sido torturada por Ada, la encargada del castillo y antigua amante de su esposo, y rechazada por los sirvientes del castillo negro. Ahora que la guerra ha terminado y Tabar vuelve al Reino su corazón se inquieta al pensar en tener que convivir en ese lugar donde no es bienvenida, con un hombre que la desprecia y al que le oculta cientos de secretos.
Leer másTabar siguió a Zarah en silencio a través de los pasillos, sólo el sonido de los pasos sobre la piedra negra los acompañaba. Decidió no decir ni una palabra hasta llegar a la biblioteca, estaba convencido de que los nervios lo traicionarian arruinando por completo la buena fortuna que estaba teniendo esa mañana. En general, Zarah se limitaba a aceptar con cortesía cada invitación para luego fugarse el resto del día a un lugar donde él no pudiera encontrarla. Era la primera vez que su esposa lo acompañaba a uno de los planes que había propuesto. En esa silenciosa caminata notó, con un disgusto que se fue intensificando con cada paso, que mientras que los sirvientes reverenciaban a Zarah educamente, las sirvientas no hacían frente a ella más que un gesto sutil de la cabeza y dirigían sus saludos más formales solo hacia él. Supo enseguida que esa diferencia era culpa de la influencia de Ada como Superiora del Castillo Negro. Todos los sirvientes y guerreros estaban bajo el mando del Gu
—Tabar ¿Qué te pasó? — Zarah abandonó toda formalidad frente a la falta de respuesta de su esposo. Retiró la venda cubierta de sangre con delicadeza. La herida no era profunda, pero era bastante reciente por lo que se veía hinchada y aún sangraba. —Se me cayó un espejo encima...—¿Y lo atajaste con el puño cerrado?— notó enseguida que la incredulidad en su voz hizo sonrojar a Tabar, por lo que dedujo que esa herida era consecuencia de un impulso irracional del cual no estaba orgulloso. Decidió no indagar más en los detalles por más fuerte que fuera su curiosidad. Inspeccionó la herida en busca de algún fragmento de vidrio que pudiera seguir incrustado en la carne. "Parece que alguien se encargó de esta herida. Si se tomó el tiempo de sacar los fragmentos ¿Por qué la vendó con tanto descuido?" Levantó la mirada unos segundos con la esperanza de poder descifrarlo a través de la expresión de su esposo. Para su pesar solo se encontró con su rostro de pichón caído del nido. Sacudió l
Tabar no logró pegar un ojo en toda la noche, o al menos en lo que quedaba de ella después de tal vorágine. Cubrió su cuerpo desnudo y el de Zarah con una piel de Wargo que había encontrado doblada sobre una de las repisas. Su esposa se había aferrado a él, enredandolo con brazos y piernas, impidiéndole irse. Cuando el sol comenzó a escapar de su oculto escondite entre las montañas, la puerta de los aposentos se abrieron con cautela. La figura de una doncella se dibujó en la tenue oscuridad, apenas diluida por los tímidos rayos que entraban por el ventiluz. Tabar siempre había detestado la oscuridad agobiante del Cuarto Blanco. Se preguntó por qué había condenado a Zarah a aquella sombría habitación que tanto detestaba. Una irritación irracional lo invadió, un enojo profundo que surgía desde sus entrañas. Miró sus manos temblorosas y por un momento todo se volvió rojo frente a sus ojos. Cerró los párpados con fuerza. "Debería hablar con Hafid, tal vez tenga más medicinas para esto"
Zarah conocía casi de memoria los sonidos de la rutina matutina en sus aposentos. La puerta del Cuarto Blanco se abría despacio cada mañana causando un leve rechinar de las bisagras. El sonido de los pies descalzos de las doncellas caminando por el suelo de mármol le agradaba. Sabía reconocer las pisadas de cada una de las tres jóvenes que la servían. Aquellas más silenciosas, con un paso firme pero paciente, pertenecían a Munira mientras que aquellas rápidas y rítmicas que parecían imitar un los pasos de un baile eran las de Deka. Las últimas, las más torpes y sonoras, eran las de la pequeña Yara que aún no aprendía por completo las sutilezas propias de las doncellas reales. Esa mañana en particular Zarah tuvo la sensación de oír un cuarto par de pisadas desconocido hasta el momento. No era extraño que alguna otra sirvienta fuera llamada a los aposentos de la Señora de los Dragones para ayudar con las tareas más pesadas, como llenar la bañera o sacar a airear las ropas de cama, pero
Cuando Tabar escuchó el nombre de Merak salir de entre los labios de Zarah con esa voz aterciopelada, esa voz anhelante y nostálgica con la que siempre hablaba de su pasado en Sol Naciente, sintió que su corazón se fracturaba en cientos de piezas que parecían atravesar su carne, desgarrandolo por dentro. En ese momento un pensamiento aterrador atravesó su mente ¿Sería capaz alguna vez brindarle a Zarah una felicidad que la hiciera adorar más su presente en Dragones que aquellos recuerdos dulces del pasado en Sol Naciente? Temía no poder lograrlo. Intentó alejar aquellas maquinaciones que atormentaban su espíritu y centrarse en las palabras de su esposa. Se deleitó unos momentos con las expresiones de vergüenza que brotaban del rostro de Zarah hasta que algo en su relato lo tomó por sorpresa. —¿Estrategia?—cuestionó algo desorientado. —Ya sabes… La estrategia de la damisela desamparada— Tabar la observó aún más desconcertado que antes —Por los dioses, Tabar ¿Vas a decirme que no
—¿Sangre de dragón?— Zarah lo observaba con una mezcla de confusión y burla. — Pensaba que el gran Tabar Mukhtar no creía en ninguna de esas historias que los guerreros cuentan alrededor del fuego. Tabar observó a Zarah intrigado. A pesar de no recordar las miles de conversaciones superficiales que habían compartido sabía muy bien que nunca habían hablado de las leyendas del Reino de los Dragones. —¿Y cómo sabes eso, esposa mía?¿Estuviste espiandome o preguntando por mí? No pensé que te interesara tanto—Zarah se sonrojó al notar que había hablado más de la cuenta. Tabar no pudo disimular su sonrisa de satisfacción al descubrir que tenía razón. —Jabari me lo dijo... — Mintió, intentando redirigir la conversación. —... que no creías en las leyendas que clamaban que eres descendiente de los dragones. La carcajada salió de los labios de Tabar de forma involuntaria. —¿Acaso me veo como un dragón, querida mía? No tengo alas o escamas... Mucho menos garras, ni siquiera me crecen demasia
—Las botellas de licor estaban en el estante alto, sobre la hoguera. Recuerdo que le dije a Miriam que no debíamos estar allí... Ella me respondió algo como que ese palacio era nuestro y podíamos estar donde quisiéramos cuando quisiéramos —Zarah se encogió de hombros, resignada ante aquellas declaraciones de su hermana— Así siempre fue la vida para ella. Hacía lo que quería, todo el mundo la amaba. Cada vez que algo como esto pasaba, ella simplemente lo volvía un relato divertido a la que no había que dar importancia. Mis penurias se convertían en sus anécdotas. Si mal no recuerdo a esta en particular la llamaba "la mujer de fuego"... Tabar sintió como la sangre hervía en sus venas frente a aquellas palabras. Abrazó con más fuerza el cuerpo desnudo de Zarah, intentando reconfontarla, incluso si parecía imposible hacerle olvidar el dolor que sus memorias cargaban. —¿Y cómo era la vida para ti, esposa mía? Zarah dudó antes de contestar "¿Cómo era la vida para mí?" La pregunta resonan
Tabar no podía creer lo que oía. En Dragones un talento como el de Zarah, una sangre antigua con la capacidad de sanar, podía valer su peso en monedas de oro. Los Magos de Oficio escaseaban y contratar a uno costaba una fortuna que muy pocos se podían permitir. Muchos grandes señores a lo largo de todo el territorio habrían entregado la mitad de sus tierras a cambio de la mano de Zarah si hubieran conocido la inmensidad de sus poderes. Sin embargo, en Sol Naciente su mujer no era más que escoria despreciada por la sangre que corría por sus venas. ¿Qué tanto había sufrido Zarah en aquellas tierras? ¿Estaba encerrado su espíritu aventurero entre aquellos altos muros de la capital solo por las estúpidas creencias de los pueblerinos? Intentó controlar la furia que lo invadía, el deseo de quemar aquel reino maldito hasta los cimientos. Entonces sintió el cuerpo de Zarah temblar entre sus brazos. Decidió que no era momento de dejarse llevar por su enojo. Tomó su rostro con delicadeza, obl
Zarah sintió un cosquilleo en su pecho. Una chispa que comenzaba a encender el fuego de las dudas. Todo aquello parecía demasiado real para ser solo un sueño y, al mismo tiempo, era demasiado irreal para no serlo. Tabar la ayudó a salir de la bañera. Con delicadeza le había sacado el camisón empapado. Su esposo la había visto desnuda en más de una ocasión pero esta era la primera vez que sentía el pudor invadiendola. Tal vez porque no tenía en sus ojos la mirada hambrienta a la que estaba acostumbrada sino una mirada cálida, acompañada de un tacto cuidadoso y amable. Por más que Zarah insistió en secarse ella misma, Tabar no se lo permitió. Le indicó que se siente en la cama mientras él se liberaba de su ropa mojada. Zarah apretó las piernas sin pensar cuando sintió un calor incontrolable inundar su vientre. El cuerpo desnudo de Tabar goteaba sobre la alfombra de piel de wargo. Se esforzó por apartar la mirada de la piel húmeda, los músculos marcados de la ancha espalda, el cabello