—Las botellas de licor estaban en el estante alto, sobre la hoguera. Recuerdo que le dije a Miriam que no debíamos estar allí... Ella me respondió algo como que ese palacio era nuestro y podíamos estar donde quisiéramos cuando quisiéramos —Zarah se encogió de hombros, resignada ante aquellas declaraciones de su hermana— Así siempre fue la vida para ella. Hacía lo que quería, todo el mundo la amaba. Cada vez que algo como esto pasaba, ella simplemente lo volvía un relato divertido a la que no había que dar importancia. Mis penurias se convertían en sus anécdotas. Si mal no recuerdo a esta en particular la llamaba "la mujer de fuego"... Tabar sintió como la sangre hervía en sus venas frente a aquellas palabras. Abrazó con más fuerza el cuerpo desnudo de Zarah, intentando reconfontarla, incluso si parecía imposible hacerle olvidar el dolor que sus memorias cargaban. —¿Y cómo era la vida para ti, esposa mía? Zarah dudó antes de contestar "¿Cómo era la vida para mí?" La pregunta resonan
—¿Sangre de dragón?— Zarah lo observaba con una mezcla de confusión y burla. — Pensaba que el gran Tabar Mukhtar no creía en ninguna de esas historias que los guerreros cuentan alrededor del fuego. Tabar observó a Zarah intrigado. A pesar de no recordar las miles de conversaciones superficiales que habían compartido sabía muy bien que nunca habían hablado de las leyendas del Reino de los Dragones. —¿Y cómo sabes eso, esposa mía?¿Estuviste espiandome o preguntando por mí? No pensé que te interesara tanto—Zarah se sonrojó al notar que había hablado más de la cuenta. Tabar no pudo disimular su sonrisa de satisfacción al descubrir que tenía razón. —Jabari me lo dijo... — Mintió, intentando redirigir la conversación. —... que no creías en las leyendas que clamaban que eres descendiente de los dragones. La carcajada salió de los labios de Tabar de forma involuntaria. —¿Acaso me veo como un dragón, querida mía? No tengo alas o escamas... Mucho menos garras, ni siquiera me crecen demasia
Cuando Tabar escuchó el nombre de Merak salir de entre los labios de Zarah con esa voz aterciopelada, esa voz anhelante y nostálgica con la que siempre hablaba de su pasado en Sol Naciente, sintió que su corazón se fracturaba en cientos de piezas que parecían atravesar su carne, desgarrandolo por dentro. En ese momento un pensamiento aterrador atravesó su mente ¿Sería capaz alguna vez brindarle a Zarah una felicidad que la hiciera adorar más su presente en Dragones que aquellos recuerdos dulces del pasado en Sol Naciente? Temía no poder lograrlo. Intentó alejar aquellas maquinaciones que atormentaban su espíritu y centrarse en las palabras de su esposa. Se deleitó unos momentos con las expresiones de vergüenza que brotaban del rostro de Zarah hasta que algo en su relato lo tomó por sorpresa. —¿Estrategia?—cuestionó algo desorientado. —Ya sabes… La estrategia de la damisela desamparada— Tabar la observó aún más desconcertado que antes —Por los dioses, Tabar ¿Vas a decirme que no
Zarah conocía casi de memoria los sonidos de la rutina matutina en sus aposentos. La puerta del Cuarto Blanco se abría despacio cada mañana causando un leve rechinar de las bisagras. El sonido de los pies descalzos de las doncellas caminando por el suelo de mármol le agradaba. Sabía reconocer las pisadas de cada una de las tres jóvenes que la servían. Aquellas más silenciosas, con un paso firme pero paciente, pertenecían a Munira mientras que aquellas rápidas y rítmicas que parecían imitar un los pasos de un baile eran las de Deka. Las últimas, las más torpes y sonoras, eran las de la pequeña Yara que aún no aprendía por completo las sutilezas propias de las doncellas reales. Esa mañana en particular Zarah tuvo la sensación de oír un cuarto par de pisadas desconocido hasta el momento. No era extraño que alguna otra sirvienta fuera llamada a los aposentos de la Señora de los Dragones para ayudar con las tareas más pesadas, como llenar la bañera o sacar a airear las ropas de cama, pero
Tabar no logró pegar un ojo en toda la noche, o al menos en lo que quedaba de ella después de tal vorágine. Cubrió su cuerpo desnudo y el de Zarah con una piel de Wargo que había encontrado doblada sobre una de las repisas. Su esposa se había aferrado a él, enredandolo con brazos y piernas, impidiéndole irse. Cuando el sol comenzó a escapar de su oculto escondite entre las montañas, la puerta de los aposentos se abrieron con cautela. La figura de una doncella se dibujó en la tenue oscuridad, apenas diluida por los tímidos rayos que entraban por el ventiluz. Tabar siempre había detestado la oscuridad agobiante del Cuarto Blanco. Se preguntó por qué había condenado a Zarah a aquella sombría habitación que tanto detestaba. Una irritación irracional lo invadió, un enojo profundo que surgía desde sus entrañas. Miró sus manos temblorosas y por un momento todo se volvió rojo frente a sus ojos. Cerró los párpados con fuerza. "Debería hablar con Hafid, tal vez tenga más medicinas para esto"
—Tabar ¿Qué te pasó? — Zarah abandonó toda formalidad frente a la falta de respuesta de su esposo. Retiró la venda cubierta de sangre con delicadeza. La herida no era profunda, pero era bastante reciente por lo que se veía hinchada y aún sangraba. —Se me cayó un espejo encima...—¿Y lo atajaste con el puño cerrado?— notó enseguida que la incredulidad en su voz hizo sonrojar a Tabar, por lo que dedujo que esa herida era consecuencia de un impulso irracional del cual no estaba orgulloso. Decidió no indagar más en los detalles por más fuerte que fuera su curiosidad. Inspeccionó la herida en busca de algún fragmento de vidrio que pudiera seguir incrustado en la carne. "Parece que alguien se encargó de esta herida. Si se tomó el tiempo de sacar los fragmentos ¿Por qué la vendó con tanto descuido?" Levantó la mirada unos segundos con la esperanza de poder descifrarlo a través de la expresión de su esposo. Para su pesar solo se encontró con su rostro de pichón caído del nido. Sacudió l
Tabar siguió a Zarah en silencio a través de los pasillos, sólo el sonido de los pasos sobre la piedra negra los acompañaba. Decidió no decir ni una palabra hasta llegar a la biblioteca, estaba convencido de que los nervios lo traicionarian arruinando por completo la buena fortuna que estaba teniendo esa mañana. En general, Zarah se limitaba a aceptar con cortesía cada invitación para luego fugarse el resto del día a un lugar donde él no pudiera encontrarla. Era la primera vez que su esposa lo acompañaba a uno de los planes que había propuesto. En esa silenciosa caminata notó, con un disgusto que se fue intensificando con cada paso, que mientras que los sirvientes reverenciaban a Zarah educamente, las sirvientas no hacían frente a ella más que un gesto sutil de la cabeza y dirigían sus saludos más formales solo hacia él. Supo enseguida que esa diferencia era culpa de la influencia de Ada como Superiora del Castillo Negro. Todos los sirvientes y guerreros estaban bajo el mando del Gu
Zarah aún recordaba la última noche en que habia visto a su esposo antes de que se marche a la guerra. No habían cruzado ni una palabra luego de la ceremonia nupcial. Ella lo siguió en silencio hasta la habitación donde lentamente se desató los cordeles del corset ante la mirada fría del hombre, que parecía mas interesado en la copa de vino que giraba entre sus dedos. Se recostó en la cama mirando el dosel, recitando las canciones que su nodriza le había enseñado sobre el Reino de los Dragones. Todas las grandes bestias estaban extintas. Sólo sus huesos antiguos yacían dispersos por los terrenos linderos a los caminos. Los había observado a lo largo de su travesía en carruaje desde su hogar en el Reino del Sol Naciente. Recordaba como la tensión invadió su cuerpo aquella noche al sentir las manos ásperas de Tabar en sus muslos. Y recordaba aún mas el aroma a bosque que la invadió cuando el hombre hundió el rostro en su cuello tembloroso. Había existido un momento de placer antes d