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Cuando se bajaron del taxi, encontraron las calles totalmente nevadas, pero nada los detuvo de seguir con sus planes.

Se cogieron de las manos para caminar sin resbalar y James la condujo hacia un edifico que Romina miró con una ceja enarcada.

—¿Una sala de destrucción? —preguntó ella, confundida por esa “salida” no tan “especial”.

James sonrió y después se rio.

—Una sala de ira —corrigió él con suavidad. No quería que se ofendiera—. Vamos a romper algunas cosas...

Ella se sobresaltó aún más al escuchar aquello.

—¿Con qué fin? —preguntó un poco negativa.

James le dio un beso rápido en los labios y la jaló hacia las puertas de la sala. Ya no había vuelta atrás.

Antes de entrar, él se detuvo y le dijo:

—Y cuando terminemos, iremos por unos tacos. —Señaló el restaurante de al lado y Romina se rio por sus ocurrencias.

No le quedó de otras que seguir sus pasos, aun cuando no terminaba de entender porque estaban en una sala de ira, listos para romper “cosas”.

Saludaron y se presentaron. A James lo estaban esperando. Él les había escrito un correo algunas horas atrás y ya tenían preparada una sala especial para él.

Romina se quedó intrigada al escuchar aquello, más al entender que el dueño era un antiguo cliente de James, pero estaba tan abstraída por su entorno y tan nerviosa por esa “actividad” que no pudo decir mucho.

Se vistieron con overoles, guantes negros, zapatos de seguridad y cascos protectores.  

Romina siguió cada pisada de James con timidez y esperó paciente a que su turno llegara.

Los dirigieron a una puerta en el fondo del lugar. Romina podía sentir su corazón latiéndole fuerte dentro del pecho, porque no sabía a qué se enfrentaba.

—Pueden gritar, las salas están insonorizadas —explicó el encargado y los miró con atención. Los dos asintieron sin poder decir mucho—. Es una sala para cuatro, pero la adaptamos especialmente para ustedes —explicó—. Tienen cuarenta minutos y si quieren salir, pueden presionar el botón de pánico.

—¿Botón de pánico? —Romina intervino asustada.

No entendía nada.

El encargado la miró con una sonrisa calmosa.

—Solo en casos de emergencias.

Romina sonrió fingido y asintió, porque no supo cómo reaccionar. ¿Emergencia de qué? Fue lo único que se preguntó.

Tras eso, les entregó una tarjeta y los dejó a solas.

James se plantó detrás de Romina, porque quería que ella entrara primero y, en su oreja le dijo:

—También es mi primera vez aquí.

Cuando James abrió la puerta, Romina vio dos cosas que la paralizaron: una camilla de hospital y una incubadora.

Se quedó entumecida, con las piernas temblorosas. Los recuerdos vivaces la quemaron por dentro. El vacío.

El vacío la hacía sentir aún más vacía.

—Lo sé —musitó James en su oreja y suavemente la guio para que entraran juntos—. Sé que es difícil... —musitó calmoso—. Pero estamos juntos y...

—James... —Ella volteó entre sus brazos para salir de ese encierro, pero la puerta se había cerrado—. No puedo hacerlo... —Respiró fuerte—. No puedo... No puedo... —repitió asustada y tembló de pies a cabeza.

Sentía que el aire se le acababa.

James le dio una sonrisa. Fue lo único que ella pudo ver.

—Está bien —susurró él cogiéndola por los hombros—. Puedes esperarme ahí... —Le mostró un lugar seguro—. Yo necesito sacarme unas cuantas cosas de encima —dijo riéndose con tono angustiado y agarró un b**e metalizado.

Romina retrocedió asustada, hasta que quedó aislada en un muro esponjoso y desde su dolor, vio a James despedazar mesas, computadoras y sillas con su b**e.

Le preocupó cuando lo vio perder el control, cuando lo escuchó gritar y quiso acercarse, pero él se detuvo y se apoyó en un muro para respirar.

Buscaba recomponerse, pero no lo consiguió. Había guardado tanto dentro de sí mismo que, sus fracasos lo estaban consumiendo, pero nunca se lo había mostrado a nadie, hasta ese segundo.

Se lo mostró a ella, porque se sentía seguro. 

Romina hipó al verlo destruirse, al verlo flaquear.

Le resultaba un hombre tan fuerte que verlo derrumbarse le resultó devastador.

Avanzó por entremedio de los cristales despezados para abrazarlo por la espalda y lloró desesperada cuando no supo cómo calmar su dolor.

—No sé qué hacer... —lloró ella, abrazándolo fuerte.

—Inténtalo —pidió él y se levantó el casco protector unos segundo para mirarla a los ojos—. Inténtalo conmigo —pidió temblando, con la voz cortada.

Ella asintió temblando y miró las herramientas adheridas al muro. Agarró un mazo largo que le costó trabajo sostener por lo pesado que le resultó.

Miró la incubadora con los ojos llorosos y cuando recordó todo, gritó con rabia y la golpeó.

Fue un primer golpe débil que la hizo retroceder, pero cuando recordó lo injusticia, la que abría aun la herida, la que la consumía cada noche en la soledad, gritó con rabia y lo volvió a golpear.

—¡¿Por qué?! —gritó con rabia—. ¡¿Por qué te lo llevaste?! ¡¿Por qué?! —chilló llorando y lo golpeó hasta que las patas de la incubadora se desestabilizaron y cayó al piso.

James se plantó a su lado y golpeó la camilla.

Romina golpeó la incubadora hasta que el cristal resistente explotó y vio que estaba vacía.

Allí flaqueó. Se derrumbó al recordar la incubadora de su hijo vacía, fría. La rabia, la desesperación, la desolación se hicieron presentes otra vez.

Se rindió de rodillas a su lado, sosteniéndose del mazo para no caer y lloró con tanta zozobra que James se detuvo y la abrazó unos instantes.

Ella se aferró de él sin poder controlarse y, aunque pensó que los sentimientos de culpa y rabia se terminaban, recordó lo mucho que soñaba ese abrazo.

Ese abrazo de despedida.

Gritó otra vez con cólera y se levantó para golpear con el mazo la camilla. James se quedó esperándola. Sabía que se estaba limpiando poco a poco y que se agotaría en cuanto terminara de sacarse la furia que guardaba dentro de su cuerpo.

Romina dio golpes con el mazo hasta que ya no tuvo fuerzas para levantarlo. James la sostuvo antes de que volviera al piso y la contuvo sosteniéndola por la nuca.

Le acarició el cabello y con suavidad le quitó el casco protector para secarle las lágrimas. La halló sudorosa. Respiraba fuerte y tenía las mejillas rojas.

Cuando sus miradas se encontraron, ella le sonrió aliviada y con tono divertido le dijo:

—Mejor que la terapia.

James se rio fuerte y la besó en la frente con los ojos cerrados.

Salieron de allí acalorados, extrañamente aliviados. Brazos lacios y piernas temblorosas, pero tan ligeros que, nada les importó.

James cumplió su palabra y la llevó a comer tacos al restaurante del lado.

Se sentaron junto a la ventana y conversaron.

—¿Con que le gustaría cerrar esta despedida? —preguntó James masticando su taco con gusto.

Romina sonrió al verlo comer esa comida que la representaba con tanta alegría. Le ofreció salsa picante con gusto. Él la aceptó y se la puso a su taco sin importarle nada.

Romina comprendió la pregunta de James a la perfección. El regalo de Rossi había ayudado a que Romina aceptara la muerte de su hijo y que viera su vida dando vida en otros niños.

Pero James sabía que Romina necesitaba cerrar la herida completa.

—Un pasillo de honor —dijo ella con los ojos brillantes—. Mi hijo merecía un pasillo de honor.

James arrugó el ceño y asintió.

Estaba dispuesto a darle su pasillo de honor. Costase lo que costase.

James se tragó todo con los ojos apretados. Le picaba tanto la boca que tuvo que beber refresco con urgencia.

—Puedo saber... —James carraspeó. Romina lo miró con el ceño apretado. Él se armó de valor y le preguntó—: ¿Puedo saber cómo se llamaba su hijo?

Se miraron con grandes ojos. Nunca le habían preguntado algo así, por lo que se emocionó hasta las lágrimas. Ni siquiera sus terapeutas. Algunos de ellos insistían en que lo mantuviera como si fuera un fantasma, como si quisieran que lo borrara para siempre.

Pero ella no podía borrarlo.

Rápido se recompuso y le dijo:

—Por supuesto que sí —suspiró—. Mi niño se llamaba Tyler... —dijo orgullosa, pero con la voz temblorosa.

James sonrió y cogió su mano para besarla; con firmeza le dijo:

—Tyler y usted tendrán su pasillo de honor. —La miró con decisión—. Se lo prometo.

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