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Cuando James hundió las manos en la harina, las hermanas López gritaron al unísono.

—¡Las manos! —reprochó Lily y, tras ella, Romy rio a carcajadas—. ¡Se lavan, por el amor de Dios! —Fingió un sollozo.

—Oh... —James se sintió como un niño pequeño atrapado en algo muy, muy malo.

—Ay, no importa, hemos comido en la calle y no hemos muerto y no nos hemos intoxicado —bromeó Romy y se acercó a James con dulzura—. Además, el señor Dubois es muy limpio. —Le sonrió dulce tras defenderlo.

James se quedó idiotizado unos instantes. Romy era dulce, suave, como un malvavisco. Las ganas de comérsela le fueron en aumento. 

Lily rodó los ojos y entre dientes murmuró:

—Espero que no sean manos con bolas.

Romy se rio otra vez. James la tuvo que acompañar.

—Las mejores bolas que probarás en tu vida, hermana —respondió ella, traviesa.

Lily hizo arcadas y se puso la mano en la boca para simular que vomitaba.

Atrapado entre las dos, James no pudo negar que era el mejor sentimiento que había guardado nunca. Las dos eran muy opuestas, con su humor de hermanas y su energía contagiosa a la que no podía serle indiferente.

Sin dudas, la mejor navidad.

Mejor que ir a esquiar a Montana. Mejor que sentarse frente a una chimenea, solo, a leer, pero no entender ni una sola frase.

Leer en el vacío más angustiante.

—¿Es la primera vez que horneas? —Romy le preguntó y se plantó a su lado para guiarlo.

James asintió. Romy ni siquiera necesitaba una respuesta. Era torpe. Sus manos grandes habían desparramado harina por todas partes y, sin ningún motivo, se había ensuciado entero.

—¿Y usted? —preguntó él mientras ella le arremangó las mangas de su camisa con mucha paciencia.

Entre ellos, Lily los miró con ternura. Adoraba ese trato formal en el que aún estaban ensimismados. No era normal, no después de follar más de una vez, pero tampoco podía negar que le resultaba adorable.

Era como una versión moderna del señor Darcy. Siempre en su línea, respetuosa, con esos ojos verdes brillantes y esa elegancia francesa que pocos poseían.

Y el buen aroma, claro.

—Mi hermana es la mejor horneando —dijo Lily con orgullo.

Romy se ruborizó y con timidez asintió.

—Aprendí durante mis primeros meses de embarazo —confesó y James se entristeció al oír aquello—. Quería ser de esas madres americanas que hornean cada tarde para sus pequeños... —rio tierna.

—Y lo serás —interrumpió Lily con dulzura y puso su mano en su hombro. Tras eso, la besó en la mejilla y se despidió—: los dejo. Sé que el pastel está en buenas manos. Disfruten. —Les guiñó un ojo y se marchó.

Romy se rio agradecida al entender el gesto de su hermana.

Amaba su generosidad.

James suspiró cuando Lily se marchó y, pese a que le gustaba que fuera una mujer decidida, que había cambiado a Rossi por una versión mejorada, le causaba un poco de terror.

—Admiro mucho a su hermana, porque hay que tener valor para descongelar a un glaciar como Rossi, pero Dios... es muy dura —dijo James con su debido respeto.

Romy sonrió.

—Tiene que entenderla —dijo ella en su defensa—. Cuando logre convencerla, conocerá su lado más dulce.

—¿Convencerla? —James puso mueca dudosa.

Ella le sonrió y con suavidad le quitó la harina pegada en las manos. Lento y con roces que a James lo deslumbraron completo.

Le gustó eso de estar a su lado, tocándose, mirándose.

—Sí, ya sabe... —musitó ella, rozándole cada dedo con lentitud. James se vio embriagado por sus caricias que no eran caricias. Ella solo intentaba limpiarlo—. Necesita confiar en que no me lastimará, que será lo que necesito y todo eso.

James le sonrió satisfecho.

—Tal vez podríamos obligarla —bromeó.

Romy tuvo que reírse. Ella bien conocía a Lily. Obligarla a hacer algo era como mover un moai.

Hornearon juntos su primer pastel. Romy le enseñó a James a humedecer con mantequilla los moldes, una tarea fácil que le tomó cinco minutos exactos.

El hombre pudo entrever que Romina poseía una paciencia ejemplar.

Tras eso, le explicó cómo batir el azúcar con los huevos; luego vino la harina y el cacao. La mezcla fue tentadora y James tuvo que chuparse los dedos.

Terminaron con el colorante y la crema.

Cuando ella empezó a montar el pastel, una capa tras otra, James estuvo callado y boquiabierto, porque las habilidades de Romina para convertir todos esos ingredientes en algo delicioso y hermoso le superaban en todo el sentido de la palabra.

—Creo que usted sería una madre increíble —dijo cuando el pastel estuvo finalizado y lo dijo con tanta seguridad que ella le miró revuelta.

Podía apostar que nunca le habían dicho algo así.

»Es paciente, cariñosa, muy buena maestra —rio al recordarse a sí mismo horneando un pastel y se acercó a ella con paso decidido. La acorraló contra el mesón de la cocina y la tomó por las mejillas para mirarla a los ojos—. Usted hace que lo imposible sea posible...

Ella le sonrió coqueta.

—Solo horneamos —musitó tímida.

—No. Fue más que eso. —James la miró con seriedad—. Si mi madre viera lo que usted logró hoy conmigo... —rio al pensar en su madre—... estaría muy orgullosa de saber que por fin logré batir huevos y un poco de azúcar.

Los dos se rieron y Romina dejó descansar su mejilla en su pecho. Cerró los ojos y trató de armonizar lo que estaba sintiendo.

—¿La extraña? —preguntó ella. James la miró liado—. A su madre... —musitó con poca confianza.

No sabía si estaban listos para ahondar en temas tan privados.

James frunció los labios y no supo cómo responderle. Solo le quedó ofrecerle la verdad.

—Hace muchos años que no hablamos —confesó y dejó entrever que le dolía la distancia con su familia.

Romina se sintió terriblemente tentada de hacer preguntas que, tal vez, solo incomodarían a James. No quería ser una chica metiche. Tal vez esos asuntos familiares no le incumbían.

Se mantuvo silenciosa, pero él le dio las respuestas que ella tanto quería escuchar.

—Me mudé aquí y eso la decepcionó. —James levantó un hombro—. Cada vez que llamaba a casa, me pedía que regresara y que abandonara todo...

—¿Y usted qué quiere? —Romina fue directa.

James suspiró. Hacía muchos años que había dejado de preguntarse eso. Había perdido el norte, si es que alguna vez había tenido uno.

—Es curioso, ¿sabe? —rio él con mueca apesadumbrada—. Siempre estuve enfocado. —Habló como firmeza—. Entré a la universidad sabiendo cual era mi siguiente movimiento. Comencé a trabajar con mi meta clara y no me detuve hasta que llegué aquí, con la familia Rossi, pero ahora que estoy aquí y... —suspiró rendido y dejó caer los hombros.

Romina supo lo que le estaba pasando.

—¿No es suficiente? —preguntó ella con su voz suave.

James sonrió complacido. No sabía que en la cocina podían surgir charlas tan profundas ni que el aroma del chocolate podía ser tan paliativo.

—Ya no sé qué es suficiente y que no —susurró sin poder mirarla a los ojos—. Nada los hace felices y yo... —suspiró—... yo no sé qué más hacer por ellos, para impresionarlos o...

—¿A sus padres? —preguntó Romy con el corazón dolorido. James asintió—. ¿Y qué lo hace feliz a usted? —insistió mirándolo a los ojos, a sabiendas de que, cada cosa que había hecho en su vida, la había hecho para hacer felices a sus padres.

James le dio una sonrisa torcida.

—Nunca me había preguntado algo así. —Su respuesta terminó de demolerlo.

Romy sonrió y se recompuso para él.

Se liberó de su agarre masculino y buscó una pequeña libreta que Sasha y Lily usaban para apuntar las cosas que se terminaban en la cocina.

Se la ofreció, junto con un bolígrafo.

—Aún está a tiempo de hacerlo —dijo ella, ofreciéndole la libreta. Él la aceptó dudoso—. Es para que escriba lo que le hace feliz. —Le sonrió—. A veces no sabemos lo que nos hace feliz hasta que somos consciente de ello... y a veces, son cosas tan pequeñas que no logramos percibirlas.

James asintió sonriente. Había entendido cada una de sus palabras.

—Hornear me ha hecho feliz.

Romy sonrió.

—Entonces escríbalo —decretó feliz.

James escribió con su letra masculina y cerró la libreta para llevarla con él durante el resto de la noche.

Lila Steph

Hola, he regresado, dejaré capítulos programados para que los disfruten. Un abrazo grande para todos.

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