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James nunca había contenido a nadie; difícil le fue entender que tenía que abrazarla.

Pronto recordó su abrazo con su empleada y rememoró lo bien que se había sentido corresponderle a otro cuerpo cálido y tembloroso; ofrecer calma y consuelo sin esperar nada a cambio.

Abrazó a Romina por la espalda y encontró que se sentía diez veces mejor; era diferente, por supuesto. No deseaba a su empleada; a Romina sí, de todas las formas que un hombre podía llegar a imaginarse.

Frente a él, los gemelos le decían con gestos animados que tenía que abrazarla y besarla. Algunos gestos fueron más obscenos que otros, pero a Dubois le hicieron entrever que tenía que actuar.

Se armó de valor para cogerla por las mejillas y mirarla a los ojos. El corazón se le ablandó cuando se encontró con sus ojos atiborrados de vergüenza, consumidos por una angustia que él no sabía cómo calmar.

Con los pulgares le secó las lágrimas y ella sollozó aún más al verse expuesta frente a alguien que, sorpresivamente, mostraba un interés romántico por ella.

Ella no quería arruinarlo por culpa de sus fallas.

No quería que James pensara que era una debilucha sensiblera que lloraba por lo más mínimo. Podía ver que era un hombre de elecciones fuertes, y que rehuía de mujeres como ella.

Bueno, ¿quién se quedaría después de verla de verdad?

—Lamento que tenga que verme llorar... —Escondió la mirada—. Otra vez... —Suspiró entristecida—. Aun intento manejar lo que siento... es demasiado y a veces...

Dubois la escuchó con atención. Podía entrever que era un manojo de nervios y emociones; sentimientos dispersos que aún no lograban entenderse entre sí.

—No tiene que lamentar nada —respondió él con seguridad.

—No quiero que piense que soy una debilucha que llora... —No pudo terminar su frase.

La mueca de Dubois la hizo detenerse y pensar en lo que se estaba haciendo.

—Usted no puede hablarme de debilidad —refutó él—. No tiene pelo de debilucha. —Miró su cabeza y revolvió su cabello, buscándole algún cabello débil que lo hiciera creer lo contrario. Ella se rio coqueta por sus locuras—. Si tiene que llorar, hágalo. No es mi momento favorito, porque no me gusta verla sufrir, pero tampoco puedo ser egoísta con usted y esperar que todo sea sonrisas. —La miró cariñoso—. Adoro sus sonrisas. —Le hizo saber.

Ella lloró con más fuerza. Enterró su rostro en su pecho y gruñó con rabia. Dubois entendió que existían muchas emociones dentro de ella y que estaban en guerra.

Tenían que enfrentarse.

De fondo, los gemelos le ofrecieron muecas desagradables porque la había hecho llorar otra vez. A su lado, la madre de los gemelos le miraba aprensiva, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Dubois puso mueca de pánico y levantó las manos porque no sabía qué más hacer.

Los gemelos se abrazaron otra vez y él rápido atinó a abrazarla y contenerla.

Tal vez, Romina solo necesitaba un poco de contención, alguien que la oyera y la entendiera; que comprendiera su... rabia.

—Quiero llevarte a un lugar especial —musitó él en su oreja y con su mano libre le arregló el cabello largo por la espalda.

—¿Qué? —preguntó ella, sorbiéndose los mocos con vergüenza—. ¿Ahora? —Estaba preocupada.

Y, por supuesto, muchas cosas le preocupaban. Su padre, su falta de comunicación, su arrebato de hacer cosas impulsivas sin pensar en las consecuencias, pero más cosas de chicas, más después de ver a Ruby con su andar seductor y cuerpo despampanante.

Dubois sonrió. Le resultó adorable. Con lágrimas, mocos, despeinada. Era la mujer más hermosa que había visto nunca y empezaba a entender cómo funcionaba una relación.

Mejor aún, como hacerla funcionar.

—Ahora. —Le sonrió calmo. Ella entró en pánico y se miró la camisa que vestía—. No necesita vestir elegante para el sitio que la llevaré —musitó él sobre sus labios, adelantándose a su mirada de pánico—. Además, está perfecta así —dijo, besándola en la mejilla con lentitud.

Romina sonrió y asintió satisfecha, lista para que él la llevara a otro lugar especial.

Desayunaron juntos, por supuesto, no podían irse sin comer esas fabulosas tostadas francesas que Romina le había preparado.

Estaban deliciosas. James había olvidado por entero lo que era un desayuno casero y se suavizó aún más cuando probó ese café espumoso dulce y esas tostadas crocantes y con canela.

Para la desgracia de James, desayunaron en compañía de los gemelos, que poco los dejaron conversar con todas las preguntas que tenían.

No se callaban nunca.

James dejó de escuchar sus propios pensamientos. Lo único que oía eran voces chillonas que lo estaban volviendo loco y preguntas que, por supuesto, llevaban a otras y a otras. Eran preguntas que no tenían un final.

Cuando James pensó que le explotaría la cabeza, preguntó:

—¿Ustedes nunca se callan?

Liam miró a su hermano Noel con una ceja enarcada.

—Nunca habíamos pensado en eso —dijo Noel con cierta confusión y se arregló las gafas.

—No creo que sea necesario —respondió Liam con tono arrogante y sin soltar su Nintendo.

Romina se rio fuerte.

—Oh, claro que es necesario —peleó James y se levantó de la mesa para coger a una fotocopia y revisarle las costillas y la nuca.

—¡Déjame!, ¿qué me estás haciendo? —peleó el gemelo y su hermano se levantó para luchar con esos brazos firmes que le fue imposible mover.

No le quedó de otra que colgarse de su brazo musculoso de forma dramática, para ver si así conseguía un poco de ventaja.

—Busco un maldito interruptor de apagado —reclamó James, punzándole las costillas, haciendo que el gemelo riera sin control y se retorciera por las cosquillas.

La empleada de James se asomó por la puerta del cuarto de lavado para ver que provocaba tantas risas y gritos y se quedó paralizada al ver al Coco divirtiéndose con sus niños.

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