Recuerdos

Se marchó de mala gana, no muy convencido por los resultados de su investigación, y rodeó el hospital conforme pensó cómo abordar la situación sin levantar sospechas.

Pero estaba atado de manos. No podía hablar de un tema tan delicado con el director del hospital. Era ilegal y poco ético lo que estaban haciendo, y no quería meter en problemas a Rossi, así que no le quedó de otra que asumir la verdad: tenía que olvidarse de esa investigación.

Aunque había conseguido todo lo que Rossi quería, se sentía derrotado, como si hubiera fracasado.

En la esquina del hospital se compró un perrito caliente y lo bañó en mostaza. No había desayunado. En realidad, había olvidado la última vez que había comido.

Se sentó frente al hospital para tratar de blanquear sus pensamientos, en la mitad de un ataque de pánico, mientras aceptaba que, aunque se esforzara por mantener su mente ocupada, jamás terminaría de llenar ese vacío que le crecía dentro del pecho.

Su cuerpo, su mente, su corazón, le pedían algo diferente, algo que James no sabía cómo calmar. Era angustia, miedo, ansiedad. Eran tantas cosas que no sabía ni podía manejar, aun cuando buscaba demostrar que tenía todo bajo control.

Cuando pensó que se desmayaba, al fondo, muy al fondo, escuchó algo que lo hizo salir de ese agujero negro al que caía sin retorno.

Apretó los ojos para regresar y, cuando los abrió...

—Psss... Psss... —Escuchó detrás de él y cuando volteó, se encontró con un gran cerco recubierto de pinos crecidos—. Psss... aquí... sí, tú... el elegante...

Dubois se levantó confundido y miró a todos lados, tratando de entender de dónde provenía esa voz. El corazón aun le latía fuerte dentro del pecho, pero respiró profundo para calmarse.

—¿Hola? —preguntó creyendo que, sus problemas habían evolucionado.

Ahora no solo tenía ataques de pánico, también escuchaba voces del más allá.

Voces que tal vez su mente estaba inventando.

Algunas personas pasaron frente a él y trató de disimular para no verse tan demente hablando con los pinos.

—Oye, estoy encerrada aquí... —Dubois miró el entorno y rápido comprendió que ese era el jardín del hospital, donde los pacientes pasaban las tardes soleadas—. ¿Puedes hacerme un favor?

—No. —Dubois fue cortante y empezó a caminar.

No quería problemas.

—¡Prometo pagarte! —gritó. Dubois se detuvo y por encima de su hombro miró—. Un perrito caliente, por favor... no sabes cuánto lo necesito —rogó desesperada.

Dubois se tuvo que reír. De todas las cosas que pensó que le pedirían, un perrito caliente no estaba en su lista.

Regresó con paso desconfiado.

—¿No tienes comida allí adentro? —preguntó y se acercó al empinado para tratar de ver entre sus ramas.

La mujer al otro lado bufó angustiada.

—Sí, pero necesito carbohidratos reales —respondió y Dubois se rio—. Ahora entiendo a mi hermana, cuando me dijo que en su trabajo los carbos estaban prohibidos... ¡La lengua me castigó por burlarme de ella! —Sollozó falsamente.

Dubois se rio al escucharla lamentarse por un poco de comida.

—¿Abstinencia de carbohidratos? —preguntó divertido, con una boba sonrisa en la cara.

—No tienes idea —rio ella—. Pronto treparé las paredes...

Dubois se rio y le dijo:

—Dame dos minutos.

Atravesó la calle y le compró dos perritos calientes, los que bañó en mostaza.

En su regreso, se encontró con una mano que sobresalía por entremedio de las ramas de los pinos y entre sus dedos sostenía dos dólares, pero de un juego de mesa.

Eran dólares falsos, de papel, sin valor alguno. Los aceptó riéndose y se los guardó en el saco como recuerdo de ese momento especial y terriblemente extraño.

Puso un perrito caliente entre los dedos desconocidos.  

La joven al otro lado los recibió con gusto.

Cuando la joven se llevó su perrito caliente al otro lado, con mucho cuidado para no arruinarlo por las ramas afiladas, Dubois pudo verla.

Fue apenas un segundo en el que logró deleitarse con esa belleza delicada de piel bronceada y cabello castaño que lo dejó embelesado.

Su rostro femenino lo suavizó entero. Fue el alivio que tanto necesitaba.

Los pinos volvieron a cerrarse y no le quedó de otra que conformarse con lo que había sido deleitado. Poco, pero suficiente para sobrevivir un par de días.

—Oh, Dios mío —gimió la joven con la boca llena—. Es lo más rico que he comido nunca. —Chilló emocionada y feliz. Dubois nunca había escuchado a una mujer tan feliz con tan poco—. Podría comerme todo el carrito —rio sin dejar de masticar.

Dubois se rio fuerte y, como si la vida lo tuviera destinado para ella, ocurrió algo que no lo dejó dormir en las siguientes noches:

—¡Señorita López! —Una voz masculina se oyó al otro lado. La cara de Dubois cambió cuando escuchó ese apellido. Ese maldito apellido—. ¡¿De dónde sacó ese perrito caliente?! ¡No puede comer eso!

—¡Nos descubrieron! —gritó Romina y se carcajeó fuerte—. ¡Huye, sálvate!

Tras eso, todo el lugar se quedó envuelto en silencio.

Su voz desapareció y se llevó con ella la calma que Dubois necesitaba sentir.

—¿Romina? —llamó tocando el empinado que los separaba, pero nadie respondió—. ¿Romina López?

Durante la noche, se quedó sentado en la cama, mirando los dólares falsos que Romina le había entregado como pago, mientras se preguntó si su mente le había inventado para no sentirse tan vacío.

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