Las primeras semanas de enero fueron un verdadero caos.
Craze, Éclat, y cada revista de moda vivían un frenesí tan abrumador que parecía imposible contener. Todo convergía hacia un solo destino: la esperada Semana de la Moda de Alta Costura Primavera-Verano, ese titán de la industria donde cualquier error podía ser fatal.
Ningún detalle podía pasarse por alto. Ninguno.
Christopher, con el peso del mundo sobre los hombros, intentó contactar desesperadamente a los organizadores, pero todas las líneas estaban muertas.
Todos estaban de viaje, ocupados en mil direcciones, y aunque muchos prometieron devolverle la llamada, aquellas promesas se disolvieron en el aire.
La tensión lo envolvía, pero Rossi sabía que el pánico era un lujo que no podía permitirse. Era la maldita Semana de la Moda, y todo, absolutamente todo, debía rozar la perfección.
Tenía su invitación asegurada, claro, como editor de Éclat, cortesía de la Federación de la Alta Costura, pero las sombras acechaban en forma de un riesgo mayor: una invitación perdida desde Craze, destinada a Lilibeth como Petit Diable.
El temor era palpable. ¿Y si alguien la usaba? ¿Si suplantaban su identidad? ¿Si manchaban su reputación construida con tanto esfuerzo?
El temor de que su imagen cayera en desgracia era una amenaza constante. Todo estaba en juego. La perfección no era solo un objetivo; era una obligación.
—Bueno, ¡a la m****a! Solo existe una Petit Diable, y las demás no son más que copias baratas —soltó Marlene, con la seguridad de quien ya estaba al tanto del drama que Chris y Lily llevaban meses arrastrando—. ¿Y por qué no me enteré de esto antes? —añadió, indignada por haber sido excluida de semejante chisme.
Lily, con una sonrisa dulce pero teñida de tristeza, respondió con pesadumbre:
—Porque creíamos que tú la habías robado.
La expresión de Marlene fue un poema digno de ser enmarcado en oro puro.
Roman, por su parte, los observó con una ceja arqueada, su rostro también era un poema, aunque de una naturaleza más sombría.
No tardó en levantarse con calma, pero con una postura protectora, rodeando a Christopher como un escudo humano. Nadie insultaba a su “fresita” y salía ileso.
Claro, no iba a romperle los huesos a Lily. Le agradaba demasiado, además era la hija del novio de su hermana, una conexión que su mente rusa aún no terminaba de descifrar, pero se esforzaba, como quien intenta resolver una ecuación imposible, así que Christopher se convertía en su segunda opción.
Y, además, era un macho resistente. Roman sabía que ese cuerpo tronaría como madera seca cuando le rompiera algún hueso. Y él lo disfrutaría.
Muy ruso de su parte.
—¡Retráctense! Ahora —ordenó Roman, firme, con ese acento ruso que, gracias a su paso por la Gran Manzana, adquiría cada día un sabor más... latino.
La influencia del Señor López y sus hijas estaba haciendo maravillas en él, de formas cálidas y sorprendentemente humanas.
Rossi contuvo una carcajada y desvió la mirada, porque de fondo resonaba la música clásica que su padre practicaba en el piano que había llevado hasta su casa para darle un toque más… suyo.
Él tambien quería ser parte de todo eso.
El hombre ya se estaba practicando para cuando nacieran sus nietos. Sí, se adelantaba muchísimo, pero la idea de ver a Lily embarazada lo llenaba de una felicidad desbordante. Era el más contento cuando las paredes de papel hacían lo suyo y escuchaba a la pareja en sus momentos íntimos. Estaba impaciente por un pequeño nieto, o tal vez una niña de rizos castaños.
Ya había aceptado la idea de que sus futuros nietos heredarían ese aire latino que ahora tanto admiraba. En otro tiempo, quizás la mera idea le habría incomodado, y habría deseado algo más europeo, pero el pasado ya estaba pisado y enterrado, y ese presente, vibrante y lleno de posibilidades, le fascinaba como nunca antes.
—Cariño, no —musitó Marlene, acercándose al ruso y trayéndolo a su lado—. Tal vez, en mi pasado...
—Oh... —Roman la miró, sorprendido al darse cuenta de que estaba defendiendo lo indefendible.
Marlene suspiró y puso los ojos en blanco.
—Sí, era una arpía despiadada...
—Me gusta —respondió él, con una sonrisa electrizante, antes de besarla en la quijada y apretarla contra su cuerpo musculoso.
Lily se tensó al ver cómo la estrujaba con tanta fuerza. Se preguntó cómo era posible que lo hiciera sin romperla. Luego, ella y Chris se miraron, y sin necesidad de palabras, se preguntaron cómo habían terminado juntos.
Eran tan opuestos.
Marlene seguía vistiendo esas prendas elegantísimas, algunas diseñadas exclusivamente para ella, musa de grandes diseñadoras. Roman, en cambio, era un desastre: gorros rusos, pantalones para la nieve y botas altas. Un contraste tan absurdo como fascinante.
—En ese tiempo, todo era diferente —Lily empezó a explicarle a Roman, con una calma medida—. No éramos amigos —admitió, dejando que sus palabras colgaran en el aire.
Pudo ver cómo la sonrisa de Marlene se ensanchaba.
—Tiempos viejos —murmuró el ruso, con esa sonrisa tonta que iluminaba su rostro y desarmaba a Marlene cada vez que la veía. Su tono despreocupado le daba un aire de bruto encantador—. Roman no necesita explicación.
Marlene soltó una carcajada que resonó por toda la habitación y, sin pensarlo dos veces, lo agarró con brusquedad por la barbilla. Lo llenó de besos que dejaron su rostro salpicado de pintalabios, como si fuera un lienzo marcado por su arrebato. Con una voz cargada de humor y pasión, exclamó:
—¡Diablos, adoro cuando habla como un cavernícola y en tercera persona a la vez!
Se rió de nuevo y, cuando lo miró a los ojos, entendió que tenía al hombre más adorable y bruto que jamás había tenido entre sus brazos.
No así entre sus piernas. No aun.
Aun no llegaban a ese momento.
Se preguntaba porque lo estaba estirando tanto.
Lily captó el cambio en ella. Por unos pocos segundos, sus ojos se encontraron con los de Marlene, una mirada le bastó para entender que la mujer tenía que decirle algo.
Ambas supieron, casi instintivamente, que necesitaban hablar. Y no en cualquier lugar, sino en una cafetería, con la mesa llena de café bien cargado y una docena de donas, como ritual para descifrar todo lo que rondaba en sus mentes.
—Bueno, Marlene y yo vamos a tomarnos la tarde libre —dijo Lily, intentando sonar casual, aunque su tono tenso la traicionaba—. Iremos por un café y… —Bajó la mirada hacia sus uñas perfectamente naturales, buscando algo que añadir—. Y de compras, antes del gran evento.
La mentira fue tan evidente que Chris y Roman se miraron cómplices.
Chris la miró, desconcertado, con la expresión de alguien que claramente tenía otros planes. Él quería quedarse en casa… y hacer bebés. Esa idea le encantaba.
Marlene, por su parte, sabía que necesitaba esa charla. Necesitaba un consejo, y sabía exactamente quién se lo daría. El problema era otro: no tenía idea de cómo empezar la conversación ni referirse a sus sentimientos por Roman.
No le quedó de otra que aceptar e ir a ese café con la gran y sabia Lily.
Por otro lado, Lily creyó que era conveniente a que los hamsteres estuvieran presentes, pero no era convenientes sacarlos del penthouse, podrían morir de frío. Y no era conveniente matarlos por gusto.
Tras coger sus abrigos, las mujeres salieron del penthouse cogidas del brazo, siempre cariñosas y sonrientes.
Lily no pudo esperar a estar a solas para hacer su interrogatorio. Consideró que no era necesario tener un café al frente para comenzar:
—No puedo creer que, tres semanas después y aun no te acuestes con él. Creí que ya había sucedido —especuló confundida.
—Oh, Dios mío —suspiró Marlene, afligida—. Lo haces parecer tan malo —dijo después, sintiéndose hasta culpable.
¿Acaso era culpable? A su edad, era algo superado. Un poco de sexo y ya. Nada del otro mundo. No era una quinceañera.
—¿Lo es? —Lily preguntó, mirándola horrorizada.
—No lo sé, dime tú —respondió la mujer, mirándola con pavor—. Se supone que tu eres la mujer cuerda, sensata y coherente. Yo solo soy yo…
Lily se rio. A veces no era tan cuerda.
—Tendrás tus razones —supuso Lily y la miró queriendo conocerlas.
—Claro que sí —dijo Marlene, oyéndose segura, pero luego recordó que no tenía razones sólidas—. ¿Las tengo? —preguntó después, entrando en pánico.
—Oh, no… —susurró Lily cuando vio que Marlene estaba entrando en pánico.
Y el pánico femenino no era bueno.
—Oh, no… —Marlene repitió—, no lo digas así —dijo Marlene, entrando en pánico otra vez.
Empezaba a crecer, a aumentar de forma descontrolada.
Lily supo que necesitaban kilos y kilos de azúcar, también de nata y mucho glaseado. Mientras más tóxico fuera, mejor; más fácil fluirían esas confesiones.
Así que cogió a Marlene del brazo y la metió a la primera cafetería que se atravesó en su camino. No podían perder más tiempo. Esá mujer iba a explotar. Y de seguro el pobre de Roman también.
Buscaron una mesa vacía y realizaron un rápido pedido de café, pastelitos y donas. Lo primero que pillaron en el menú.
Mientras más variedad tuvieran en la mesa, más fácil sería para las dos.
—No sé qué decir, es complicado, yo… —Marlene titubeó. Tiritaba—. La partida repentina de Christopher de Craze, ahora tengo mucha carga laboral, soy editora en jefe y todo es tan complicado, la muerte de mi padre… mi madre, yo… yo…
Lily sonrió traviesa. Ella sabía que no se trataba de eso. Marlene era una mujer muy dura que podía con eso y mucho más. Lo que le sucedía era más… emocional.
—Oh, vamos, no me vengas con esas excusas miserables. —Las dos se miraron con agudeza. Marlene trató de fingir, pero era verdaderamente difícil con Lily. Parecía que la muy condenada podía leer su alma—. Tú y yo sabemos que algo más está ocurriendo…
Marlene se sintió pequeña frente a ese monstruo de ojos marrones y se tuvo que meter una dona a la boca para acallar sus emociones. Roman la volvía loca y no sabía cómo unir las dos cosas:
—¡Estoy enamorada de él! ¡Estoy enamorada de él, maldita sea! ¿Eso querías escuchar? —gritó furiosa y se engulló otra dona para controlarse—. Y nunca he tenido sexo enamorada, por el amor de Dios, temo hacer el ridículo. —Se puso los dedos en el puente de su nariz para controlar sus emociones.
Lily sonrió calmosa para darle tiempo a Marlene para que se tranquilizara y se comió una dona para ponerse a tono con ella.
Necesitaba comer a la par.
—En mi mundo le decimos “hacer el amor” y no es tan malo como crees —le dijo calmosa. No quería asustarla con esa cosa que muchos llamaban “amor”. Podía apostar que Chris hubiera sido mejor hablando con ella, pero ya estaba alli y lo mejor que podía hacer era aconsejarla—. Enamorarse no es malo, Marlene y Roman te corresponde.
—¿Eso crees? —Marlene preguntó terriblemente ilusionada.
Sus ojos brillaban como los de una niña.
Lily rio al verla tan esperanzada.
—¡Por supuesto que sí! —Rio Lily—. He visto como te mira, y todo este tiempo ha sido un apoyo fundamental para tu madre. Un hombre jamás haría algo así. —Le sonrió cariñosa—. Eso significa que le importas, más de lo que te puedes imaginar.
—¿Y qué debería hacer? —preguntó Marlene, perdida en ese primer paso—. Usualmente, me vestiría sexy y me lo llevaría a la cama en cualquier lugar, pero… es Roman, y no quiero que piense que soy una cualquiera… o una golfa barata. No quiero perderlo —confesó entristecida.
Lily le sonrió dulce. Ella conocía bien ese sentimiento.
—Estoy segura de que te admira, Marlene. De que te ve como una gran mujer. —Le dio una sonrisa alentadora—. Si vieras como te mira. —Lily levantó su taza de café para brindar con ella—. Esta noche viajaremos a París, la ciudad del amor, ya sabes lo que tienes que hacer. —Las dos se miraron cómplices—. Llévalo a caminar por el rio Sena al atardecer, invítale un café en las terrazas parisinas, llévalo a cenar frente a torre Eiffel… y luego… ya sabes… —Le movió la cejas de forma traviesa.
Marlene enarcó una ceja. Estaba horrorizada. ¿Romance en París? Si hasta le causaba urticaria de solo pensarlo.
—¿Me estás diciendo que lo seduzca en París? —preguntó sorprendida.
Lily se largó a reír, una risa breve pero cargada de significado.
—No hablaba de seducir, pero… —suspiró, dejando que sus palabras flotaran en el aire—. Hablaba más de demostrarle que te importa.
Marlene se mordió el labio, atrapada en un silencio que se alargó como una sombra. Su ceño se frunció lentamente, como si las piezas de un rompecabezas incómodo comenzaran a encajar. Y entonces lo entendió. Lo que Lily le estaba diciendo golpeó con fuerza.
Roman.
Roman, con su torpeza encantadora, se pasaba los días haciendo cosas por ella. Se preocupaba por su madre, asegurándose de que no llorara en las noches frías, de que no se sintiera sola al extrañar a su padre.
Si su madre despertaba en la madrugada con lágrimas, él estaba ahí, leyéndole libros, cocinándole cenas rusas, compartiendo el peso de la ausencia. Extrañaban juntos, aunque él ni siquiera había conocido al hombre que tanto les faltaba.
Con Marlene, era un romántico bruto. La esperaba cada mañana con el desayuno listo, le llevaba el almuerzo a Craze sin falta, y ella… ella a veces ni siquiera le daba las gracias. La besaba millones de veces, y aunque aún no habían cruzado esa línea íntima, dormían juntos cada noche. Y él la respetaba.
Siempre.
—Mierda —murmuró Marlene, con los ojos llenos de lágrimas que no podía contener.
Lily le sonrió, una sonrisa suave, casi cómplice.
—Sí —dijo, dejando que el silencio hiciera el resto—. Creo que él está esperando a que tú des el gran paso.
Marlene se llevó una mano al pecho, como si el peso de la revelación la aplastara.
—Oh, Dios mío… ¿por qué el universo me envió a este gran hombre? —preguntó, confundida, con la voz rota.
No lo merecía. No podía merecer algo tan puro, tan bueno.
—Porque lo mereces —respondió Lily, con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas.
Tras esa charla íntima, las mujeres comenzaron a planear el resto de la noche y su estadía en París. Aunque el trabajo era la excusa oficial, ambas sabían que también querían divertirse, perderse en la magia de la ciudad y, tal vez, enfrentarse a sus propios dilemas.
Lily tenía un plan. Quería embarazarse. Había dejado los anticonceptivos hacía algunos días, pero su doctor había sido claro: el tratamiento seguía circulando en su sistema.
Esa información la mantenía en un limbo extraño, entre la esperanza y la paciencia, como si su cuerpo aún no estuviera listo para alinearse con sus deseos. Pero Lily era testaruda. Si algo había aprendido, era que la vida no siempre esperaba a que todo estuviera en orden.
Por otro lado, Marlene estaba atrapada en su propio torbellino emocional. Nerviosa, tuvo que admitir algo que llevaba días intentando ignorar: se sentía como una adolescente a punto de entregarse por primera vez.
Esa vulnerabilidad la desarmaba. No era solo el acto en sí, era lo que significaba. Por primera vez en su vida, estaba enamorada, y eso la aterrorizaba.
No quería que la lastimaran.
Tal vez, lo que alguna vez habia sentido por Connor había sido un capricho por conocer el mundo de la moda, por adentrarse en el y ser alguien dentro de Craze, pero lo que sentía por Roman era totalmente diferente.
La descontruía.
—¿Y qué harás cuando seas madre? —preguntó Marlene, llevándose una papa frita a la boca. No podía explicarse por qué, pero con Lily siempre comía como si el mundo no la estuviera mirando—. ¿No más Petit Diable ni Lily López?
Lily, imperturbable, añadió más salsa de ajo a sus papas y, con una sonrisa satisfecha, se metió una en la boca. Su expresión al probarla fue tan exagerada como si acabara de descubrir el mejor sabor del universo.
—No entiendo tu pregunta —respondió, saboreando otra papa.
—¡Joder, mujer! —exclamó Marlene, gesticulando con la papa en mano como si fuera un micrófono—. Los hijos son un impedimento…
Lily se quedó boquiabierta, sosteniendo una papa a medio camino de su boca.
—¿Quién dice eso? —preguntó, con el tono de alguien que acaba de escuchar la peor herejía del siglo.
Marlene encogió los hombros mientras se chupaba los dedos con toda la naturalidad del mundo, quitándose la sal como si no existiera mañana.
—No sé… ¿Madonna? —respondió, sin pizca de ironía.
Lily explotó en una carcajada.
—La verdad, no lo creo… —No pudo dejar de reír. Se ahogó con las papas que comía. Todos voltearon a mirarlas, mientras reían fuerte—. No creo que los hijos sean un impedimento. Tal vez, las cosas salgan más lentas, pero la verdad es que me gusta lento… —dijo riendo.
Marlene entendió su doble sentido y puso mueca nauseabunda.
—Dios mío… —rio y puso los ojos en blanco—. ¿Cómo llegamos a esto? Se supone que somos exponentes de la moda. Elegantes señoras —preguntó después al verse en un restaurante de mala muerte, comiendo papas fritas impregnadas en aceite, chupándose los dedos y todo eso con un vestido de Furla.
—Reconoce que te gusta —respondió Lily.
Marlene se rio y negó con la cabeza.
—Joder, me encanta —dijo arrepentida.
—Reconoce que se lo enseñarás a tus hijos —dijo Lily divertida.
Marlene soltó una carcajada y, a las tres de la tarde, hora poco digna para beber alcohol, se bebió su chupito mexicano, el que Lily le había invitado para que se relajara un poco antes de su gran noche con Roman.
—¿Quién dijo que yo tendré hijos? —preguntó Marlene, sarcástica.
Lily se rio fuerte, llenando con su gran risa contagiosa el estrecho restaurante.
—Los tenrás y serán rusos franceses…
Las mejillas de Marlene se pusieron rojas y calientes cuando supo que la maldita de Lillibeth López tenía razón.
Como siempre.
—Oh, Dios mío, lo serán —dijo Marlene y el útero le dolió de las ganas que tenía por follarse al ruso.
Tras graduarse de la universidad y gracias a su padre, Lily consiguió un pequeño puesto como administradora en un restaurante de comida rápida, donde los pollos fritos cautivaban a todos los habitantes de su ciudad y, no obstante, la comida era algo que le motivaba en demasía, no quería ser administradora en un restaurante.Ella soñaba con ser editora.Ojalá de una revista que pudiera cambiar el mundo. Que pudiera motivar a otros, así como la comida la motivaba a ella.Duró apenas dos semanas como administradora y vendedora de pollos y, al siguiente lunes, se escabulló por su casa sin que nadie conociera sus verdaderos planes y viajó hasta la cuna de las revistas más importantes.Caminó por esas pintorescas calles con la boca abierta. Llevaba muchos años sin visitar ese lugar y, sin dudas, se sintió fuera de lugar. Como un bicho raro.Vestía terrible y, sin embargo, se había esforzado por llevar ropa formal, su estilo de anciana no encajaba con esas jovencitas elegantes que se pavonea
Lily viajó en bus de regreso a casa.Sabía que mientras más alargara el viaje, menos tendría que discutir con su padre y así también evitaría enfrentarse a sus hermanas, quienes siempre le daban el favor a su padre en todo.En el bus leyó los documentos que había firmado. Su nuevo contrato y un extenso manual de trabajo en el que se especificaba todo tipo de reglas que, según el criterio de Lily, eran descabelladas.La regla número seis prohibía usar pintalabios de color rojo, esmaltes rojos y/o accesorios del mismo color.La regla número once exigía que todos los empleados de Craze debían estar suscritos a la revista.La regla número trece prohibía comer cualquier tipo de carbohidrato en las dependencias de Craze, una de las revistas de moda que componía el gran conglomerado mediático de Revues.—¿Craze? —se preguntó Lily mientras viajaba en el bus de regreso a los suburbios—. ¿Craze? —se repitió confundida y se apresuró para buscar su contrato.Lo revisó lenta y cuidadosamente, leye
Al otro día, Lily se levantó temprano, se aseó como ya le era costumbre y, si bien, nunca se había enfrentado con su closet, en ese momento, cuando sabía que debía pisar los terrenos más pantanosos en los que había caminado nunca, dudó de todo lo que había en su armario.Dudó de cada prenda y se odió por no tener un estilo definido.Decidió que usaría lo de siempre. Formal y para nada insinuante. Falda negra bajo la rodilla, una blusa negra y una chaquetilla que disimulaba sus caderas más gruesas.O eso creía ella, porque, en el fondo, la chaqueta le quitaba la forma natural a su cuerpo curvilíneo.Llegó temprano a las dependencias de Revues, mucho antes de que llegara la mayor parte del personal. No quería que nadie la viera, así que pidió reunirse con la encargada de recursos humanos para entregarle su carta de renuncia.—Señorita López, ¿qué la trae por aquí? —preguntó la mujer que el día anterior la había contratado.Se oía jovial y despejada.Lucía espectacular con tacones altos
Lily estuvo segura de que ese era el momento perfecto para sentir arrepentimiento y salir corriendo por la puerta y no regresar jamás, pero ahí estaba, firmando y con sangre un pacto que, de seguro, cambiaría toda su vida.Ya no era la simple empleada de un restaurante de pollos fritos, que atendía junto a su padre por las tardes y que, se desenvolvía en un ambiente familiar y agradable. No, ahora era la asistente de un editor en jefe, de una célebre y respetada revista de moda, reconocida mundialmente por su innovación dentro del mundo de la moda.Ya no trabajaría con su alegre familia, sino, con muchachas que vivían de ayuno y agua.—Y que me dice —expuso el Señor Rossi en cuanto Lily se quedó desconcertada, de pie en la mitad de la oficina.—¿Yo? —investigó ella, liada—. ¿Qué quiere que le diga? —Estaba muy asustada.Rossi se carcajeó y se tomó con normalidad su actitud. Era común ver a las jovencitas actuar así antes de entrar al gran templo de la moda.—¿Lista para entrar en el t
Por supuesto que se alarmaron en cuanto vieron el aspecto de Lily. Descuidado, al parecer de muchos. Toda ella era un caso aparte de Craze y llegaron a pensar que se había equivocado de oficina.Con las luces blancas sobre ella, cada detalle se veía exagerado. Las puntas de su cabello parecían más abiertas, las cutículas de sus uñas más resecas y, ni hablar de los puntos negros que tenía en la nariz.La oficina del editor en jefe se encontraba al final del gran recorrido, con la mejor vista de todas y con cristales en lugar de muros.Detrás de un escritorio exagerado de dos metros y con el culo acomodado en una silla de dos millones de dólares, Christopher Rossi fingía que tenía todo bajo control.Su padre sabía que no era cierto y, por mucho que su heredero fingiera poder, estaba al borde de llevar su primera publicación al fracaso.El hombre dio dos golpecitos en su puerta de cristal para anunciar su llegada y entró en su elegante oficina con los brazos abiertos para estrecharlo en
Desde afuera de la oficina, Lily miró a Christopher con inquietud y notó lo angustiado que el joven hombre estaba.Como sabía que debía ajustar su estrategia para trabajar para y con él, dio pasos tímidos hacia su oficina, decidida a presentarse y comenzar con el pie derecho.—Buenos días, Señor Rossi, mi nombre es…—Cierra la puerta —ordenó Christopher sin dejarla terminar su presentación y, si bien, a Lily le resultó muy atrevido e irrespetuoso, asintió obediente y dio la media vuelta para hacer lo que él le pedía.Cuando Lily volteó para mirarlo, se lo encontró frente a frente y no pudo ocultar el espanto que le causó. Puso un grito en el cielo y luego se carcajeó, nerviosa por su cercanía.Estaba segura de que esa era la primera vez que un hombre tan elegante y guapo se le acercaba tanto.—Señor, yo…—¿Qué fue lo que mi padre te ofreció a cambio de ser mi asistente? —disparó Rossi y la miró desafiante.Lily se puso pálida y pasó saliva ruidosamente.—Nada, Señor —respondió ella y
Tomó el elevador y presionó la tecla del piso uno con angustia. Un par de pisos más abajo, el elevador se detuvo y una simpática colorina se montó a su lado. Con ella llevaba un perchero de organización repleto de prendas metalizadas y muy extravagantes.—Balenciaga va a lanzar su nueva línea con nosotros —cuchicheó la colorina y cogió una prenda, casi diminuta y se la puso sobre el pecho—. Espero perder algunos kilos para poder quedarme con esta. ¿Qué te parece? —preguntó.Lily apenas abrió la boca para responder. Le resultaba horripilante, pero quien era ella para opinar de moda, si seguía usando los mismos zapatos de hacía años.—Linda —respondió Lily con un susurro.—¿Eres nueva? —preguntó la colorina de sonrisa alegre y se probó un sombrero igual de extravagante que la blusa anterior.—Sí, es mi primer día —susurró Lily con desconfianza.De reojo miró a la pelirroja y, cuando notó que era más como ella que el resto de las flacuchas del lugar, supo que había encontrado un tesoro.
El deseo ciego de empezar una guerra con su nuevo jefe le duró apenas cinco minutos, más al recordar sus valores, principios y el corazón noble que tenía dentro del pecho.Además, no podía negar que verlo en todo momento a través de esos cristales era la cosa más intimidante a la que se había enfrentado antes y ella no sabía si quería oponerse a ese demonio de ojos azules.Intentó mantener la cabeza fría en todo momento y se enfocó en responder los más de quinientos correos que tenía pendientes. La mayoría de ellos era información que rebotaba desde otros departamentos y también otras revistas pertenecientes al gran conglomerado que era Revues.El teléfono timbraba en todo momento y antes de qué la hora del almuerzo llegara tenía la mano acalambrada por todas las notas que había escrito para su jefe.De las cuarenta notas, treinta pertenecían a modelos que esperaban el llamado de Christopher para una segunda cita y las otras diez pertenecían a mujeres despechadas a las que Christopher