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Christopher viajó hasta el cementerio en el que su madre descansaba y, como siempre, fue el único presente.

Ni su padre, ni su hermana, ni nadie de la familia fue a visitarla. Ni hablar de sus amigos. Tras su muerte, todos habían desaparecido y Christopher había entendido entonces que, en el día de su muerte, estaría solo también.

La soledad se había hecho presente en su vida desde ese entonces y había comprendido que podía tenerlo todo, pero, a su vez, no tenía nada ni a nadie.

Le llevó jazmines, porque le hacían honor a su nombre y con una torcida sonrisa en los labios se quedó de pie frente al mausoleo familiar mirando su fotografía. Aun la recordaba jovial, sonriente y despreocupada.

El mausoleo familiar era una bella infraestructura de cristal moderna donde se exponía el prestigio de su familia, pero vacía, solitaria y fría, como todos ellos.

—Hola, Jazmín, pasaron algunas semanas —le dijo y carraspeó dolido para corregirse—: mamá…

Había perdido la costumbre de llamarla “mamá” desde que era apenas un niño.

Su madre siempre estaba viajando, recorriendo el mundo y buscando nuevos amoríos. Siempre rehuía de su familia, de sus responsabilidades como madre, esposa y pilar familiar.

El abandono de su madre era el patrón más doloroso que Christopher revivía a diario.

Cada noche, cuando la hora de ir a la cama llegaba y la versión infantil de Christopher pedía que su madre le leyera un cuento antes de dormir, su padre se refería a ella como “tu madre” con tanto recelo y aborrecimiento en la voz que, él había decidido quitarle ese título a modo de castigo.

Tu madre no regresó.

Tu madre nos abandonó.

Tu madre se fue a París, a la semana de la moda.

Tu madre no vendrá esta navidad.

Tu madre se olvidó de tu cumpleaños.

Tu madre tiene otras prioridades.

Tu madre…

Sollozó de pie frente a su tumba, leyendo el escrito que habían escogido para ella:

“Querida madre y esposa”.

Se rio con sarcasmo y con amargura dejó los jazmines en una esquina, notando que, ni una flor había recibido, ni siquiera de sus muchos amantes. 

Con tristeza miró el resto del mausoleo. Junto a su tumba estaba su lugar, esperaba a que su momento llegara y la versión infantil de Christopher se hacía presente cada vez que veía ese hueco oscuro y profundo.

Ansiaba la muerte para, por fin, poder estar junto a su madre.

—Conocí a alguien y me gusta, pero no como las otras chicas a las que he conocido. Ella es diferente y me gusta de verdad. —Respiró profundo—. Me gustaría que estuvieras aquí para que la conocieras y me dieras algunos consejos, para que me dijeras qué tengo que hacer para conquistarla, porque… —suspiró—… me vuelve loco y no puedo pensar con claridad cuando estoy con ella —le confesó cabizbajo.

»Bueno, papá me obligó a trabajar con ella… —se rio—. Por fin hizo algo bueno —añadió sonriente y su sonrisa desapareció cuando recordó que, al menos su padre nunca lo había abandonado—. Me gustaría entender porque no soy lo suficientemente bueno para él, porque no puedo ser suficiente… —Suspiró.

En el fondo sabía la verdad. Su padre lo castigaba porque creía que era hijo de otro hombre, de uno de los muchos amoríos de Jazmín. Era una cuestión de ego.

Buscó un lugar en el que sentarse y ponerse cómodo.

Solía visitarla con frecuencia, pero siempre que iba se limitaba a saludarla,  le dejaba las flores y se marchaba.

Con un nudo en la garganta y con mil cosas guardadas dentro de su pecho, pero se iba.

Ese día fue diferente, ese día quería hablar. Tenía tanto que decirle y su madre siempre había sido buena escuchándolo.

—No logro entenderlo —suspiró rendido, con los hombros caídos—. Tú te marchabas y vivías tu vida, pero cuando regresabas eras una madre increíble… —se rio al recordar los pocos, pero cálidos momentos que había tenido con su madre—, y él nunca nos abandonó, pero nos castigaba porque tu sí… ¿por qué no pudiste quedarte con nosotros? ¿Acaso no nos amabas? —Se rompió frente a ese recuerdo que tanto le dolía—. Supongo que no.

La tristeza lo invadió fuertemente por largo rato.

Pronto, sus últimos recuerdos en familia le hicieron compañía.

»¿Recuerdas la última navidad? —le preguntó sonriente—. Preparamos pavo y pie de manzana y canela. Te compré unos aretes en Alemania y dijiste que los usarías en año nuevo —sollozó—… dijiste que iríamos a navegar y que veríamos los fuegos artificiales desde el mar, escondidos bajo las estrellas y bebiendo champagne… —Hizo una pausa para recomponerse—. Nunca llegaste. Nunca volviste. —Apretó los puños—. A veces creo que regresarás, que solo estás de viaje con tu amante, por eso vengo aquí, para convencerme de que nunca más entrarás por la puerta para decirme que todo estará bien…

Se quedó sentado, callado, sumido en su agonía.

Había tanto dentro de su pecho, tantos recuerdos que no podía olvidar. Sus padres discutiendo por su amor. Sus padres rompiendo otra vez. Sus padres gritando en la cocina, a escondidas.

Separándose. Rompiéndose. Tratando de armarse otra vez.

¿Acaso se podía reparar lo que ya estaba roto?

Su madre con otro hombre, más joven, italiano, francés, portugués. Su madre en las noticias. En las portadas de las revistas de escándalos.

Su padre destrozado, furioso, castigándolos. Su padre borracho.

Su madre regresando con obsequios, con abrazos y noches de cuentos. Su madre preparando la comida para disfrutar en familia.

Su madre llevándolo a la escuela y, en las tardes, llevándolo a Revues para que conociera su imperio.

Su madre compensando el abandono con cosas materiales y promesas rotas.

Su madre abandonándolo otra vez.

—Te extraño, mamá, pero no sé qué extraño de ti, si nunca estuviste a mi lado como debía ser. Tal vez extraño la necesidad de estar contigo. Porque sí te necesitaba, y no sabes cuánto. —Quiso romperse, pero se levantó para recomponerse.

Se plantó con firmeza frente a su tumba y alzó el mentón.

Con valentía reconoció la verdad, aun cuando le dolía:

—Supongo que extraño la ilusión que me mantuvo en pie tantos años, creyendo que algún día si serías una madre. Mi madre.

Se quedó allí, asumiendo la verdad dolorosa, con los ojos llorosos y las manos metidas en los bolsillos.

Se quedó allí un largo rato, enterrando esa ilusión para siempre.

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