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Dubois se preparaba para viajar a Big Sky, Montana, para pasar la navidad con una de las mujeres que se acostaba de vez en cuando.

No tenía familia con la que pasar las fiestas. Acostumbraba a pasarlas solo en su apartamento o a trabajar, pero después de lo que Rossi le había dicho por la mañana, no pensaba trabajar ni un solo día.

Eso le había removido algo que creía tener olvidado.

Cogió la maleta y su abrigo y le dio una mirada fría a la mujer de la limpieza. Ella se quedaría allí un par de días, vigilando que todo estuviera en orden.

La mujer lo vio alistándose para partir y se quedó de pie frente a la televisión, sosteniéndose en la escoba. Estaba mirando un programa de chismes que siempre la acompañaba en sus mañanas de limpieza.

Dubois la miró con cierta arrogancia y rodó los ojos antes de llamar el elevador.

—Las visitas están prohibidas. Eso incluye la familia —ordenó antes de que el elevador llegara.

Sabía que la mujer acostumbraba a llevar a sus hijos y a sus hermanas. Se comían todo lo que tenía en la despensa y él las aborrecía a todas.

Le mujer lo ignoró, puesto que el programa de televisión que veía estaba más interesante; Dubois gruñó rabioso y se acercó para hablarle mirándola a la cara.

Era una latina que no le entendía ni la mitad de lo que hablaba, pero él decía que la mujer fingía no entender y que jugaba con él.

—¿Escuchaste lo que...? —No pudo decir nada.

No cuando vio a las hermanas López en la televisión.

Era apenas una fotografía que algún televidente había envidado a través de las redes sociales.

“Compras navideñas de última hora”. Leyó en la pantalla.

Suspiró al ver la fotografía. Estaban en la calle, de compras, las dos.

Romy. Sonriendo.

Pestañeó sin poder dejar de mirar la pantalla.

Su empleada lo miró divertida.

—Nunca creí que le gustaran las mujeres latinas —dijo y se alejó rápido para no recibir su furia—. O las mujeres —bromeó en español cuando estuvo lejos.

Hizo como que barría pisos lejanos porque nunca había comprobado si el hombre entendía su idioma o no. Era un maldito misterio.

—No me gustan —refutó firme y arrugó el ceño cuando vio lo que el programa de chismes estaba diciendo de Romina López.

No le gustó, por supuesto que no.

—“Parece que alguien ya salió del manicomio... ¿Problemas en casa, familia López? Llamemos a Arkhampara informar que una de sus... pacientes... huyó.” —Burlas, comentarios ofensivos que no iba a tolerar.

Se marchó cuando escuchó el ruido del elevador.

Lo hizo con paso firme.  

Su empleada lo miró entontecida y de pronto vio que se había olvidado la maleta.

—¡La maleta, señor Dubois! —gritó escandalosa.

Él le sonrió y le dijo:

—No la necesito. —Y antes de que las puertas se cerraran le advirtió—: ¡Las visitas están prohibidas!

Ella se cubrió las orejas y cantó una canción latina que Dubois aborrecía.

Se fue gruñendo todo el camino, reclamándose por haber contratado a una mujer tan grosera, pero, a la vez, preguntándose porque no la había despedido.

En varias oportunidades se había replanteado despedirla y deportarla, pero nunca lograba hacerlo. Después de todo, y debajo de todas esas capas, tenía un corazón.

Apenas salió del elevador, encendió su teléfono.

Algunas notificaciones le saltaron en la pantalla, entre ellas, el mensaje de voz de Rossi, pero las ignoró todas para llamar al maldito canal de televisión y hacer su amenaza antes de que Romina regresara a casa y viera todo lo que estaban diciendo de ella y de su salida provisional de la clínica.

Al terminar, llamó a la clínica en la que Romy se recuperaba y amenazó también a los directores por la filtración de información.

Puso un ultimátum. Quería saber el nombre de quién había hablado de Romina con la prensa y los medios.

Iba a desmembrarlos vivos a todos.

Sin piedad.

Mientras peleaba al teléfono, pasó frente a una florería y cuando pensó en Romina, regresó a mirar las flores coloridas en los escaparates.

Se suavizó al teléfono cuando pensó en ella, en lo bonita que se veía por la mañana, y en su sonrisa en la fotografía que había visto en televisión, y terminó la llamada para comprarle un ramo.

Nunca había comprado flores. Para nadie. Ni siquiera para su madre.

—Señor, feliz navidad... ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó la dependienta de la florería.

Él enarcó una ceja. ¿Acaso no era obvio?

—Flores, por favor —ordenó y se abrió el abrigó para sacar el dinero.

La mujer sonrió y le preguntó:

—¿Alguna flor en especial? ¿Detalles? ¿Colores? ¿Cintas?

Él puso mueca nauseabunda.

¿Colores? ¿Detalles? Él se vestía de negro y todos sus trajes eran idénticos. Eso le ahorraba tiempo y ese tipo de problemas. No tenía tiempo para decidir algo así.

Ante su silencio rotundo, la mujer insistió:

—¿Es para su... novia?

—No. —Fue tajante.

Sintió las mejillas quemándole.

La mujer tuvo que esforzarse un poco más:

—¿Su madre?

—¡Por el amor de Dios! —peleó cansado y ella retrocedió asustada—. ¿Para qué quiere saber todo eso?

La mujer le sonrió cariñosa.

—Eso determinará qué tipo de flores. Una madre, tulipanes. —Le sonrió—. Una novia, rosas... —Le miró coqueta.

Dubois carraspeó y tuvo que asumir que la mujer tenía razón. Con la arrogancia domada le dijo:

—Un interés.

La mujer quiso reírse.

—¿Romántico? —preguntó.

Dubois gruñó:

—¡Maldita sea, sí! —Se vio tan presionado que tuvo que gritarle a la pobre mujer. Ella le miró con grandes ojos—. Lo lamento, yo...

—Tranquilo —le dijo la mujer y se encaminó a prepararle un ramo especial—. Me imagino que está nervioso. Es normal...

Dubois enarcó una ceja y entre dientes peleó:

—¿Nervioso? Por favor...

Ella lo escuchó y se contuvo una risita. Atendía a hombres como él todos los días. Se decía a sí misma que el aire neoyorkino y el dinero los atontaba, porque eran incapaces de entender sus sentimientos.

Se convertían en piedras frías.

—Es normal cuando se está enamorado —dijo para fastidiarlo y de reojo lo miró para ver como reaccionaba.

Dubois la miró con horror. Pensó que se desmayaba en ese segundo.

¿Él? ¿Enamorado?

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