Una historia de venganza y revolución, de reyes y princesas, de magos y monstruos. Dos romances. Cuatro personas y el destino de un reino. Amira es una adolescente que escapa de su destino hacia el lugar más oscuro de la ciudad y encuentra a un hombre peligroso. Shasta busca su venganza en medio de una revolución que pretende ser sangrienta. Enxo es un príncipe que se ve obligado a mezclarse con la gente común y que se enamora de quien lo quiere muerto. Dehna lucha por un mundo más justo entre los esclavos que ya no aguantan más cadenas. Estos cuatro personajes harán lo posible para sobrevivir y conseguir lo que desean. Pero ¿qué pasará cuando esos deseos se choquen entre sí y las rivalidades estallen? Y, sobre todo, ¿qué será de esos deseos cuando se interponga el amor?
Leer másEl castillo era un hervidero de actividades y estaba lleno de gente que iba y venía de un lado para el otro. Amira caminaba entre ellos y los observaba, un tanto perdida, pensando en todo lo que había pasado y en lo loco que sonaba cuando se lo repetía. En cómo había cambiado su vida a lo largo de los años y en lo que, por el momento, era el resultado final. Nadie reparaba en ella, pendiente cada uno de la tarea que le habían encargado. Iban a convertir aquel castillo en un centro de gobierno, y había personas en cada pasillo y en cada sala cargando cada objeto lujoso que encontraban para repartir entre la gente que, afuera, aguardaba ansiosa. Habían tomado la ciudad, entre los vaxers del refugio y la gente que simplemente estaba cansada de morirse de hambre. Poco a poco, cada ciudadano había ido sumándose al torbellino y los nobles que no habían muerto estaban encerrados en la prisión que había bajo la fortaleza, por precaución. Ya verían después que hacían con ellos.
Fue como si volviera a desgarrarlo y, mientras el dolor le llenaba los ojos de lágrimas, la sangre empezó a manar a raudales desde la herida. Incapaz de decir nada, preso de la sorpresa y el ardor que le impedía respirar, se dejó caer al suelo de rodillas. Ninguno de los tres que esperaban fuera vio nada, pero Dehna lo sintió. Algo en ella se rompió más allá del dolor físico y, de pronto, la invadió el pánico. Sin que los demás entendieran ni atinaran a detenerla, corrió hacia las puertas de la biblioteca y entró sin pararse a pensar. Lo primero en lo que reparó fue en el cuerpo que, arrodillado, se sujetaba la herida en un intento vano de detener sino la sangre, al menos el dolor. El resto de las cosas que entraron por sus ojos no tenían la menor importancia. El pánico la recorrió de pies a cabeza en una ola que, sumada al odio, a la impotencia y al dolor, podrían haber salido por su boca en un grito violento; eso fue lo que creyó que hacía cuando de pronto los libr
. Pero si no se defendió, fue porque sabía, o sospechaba, que no lo mataría; había algo en sus ojos, algo detrás de la oscuridad y el odio, que lo impulsaban a mantenerse quieto y esperar; si lo atacaba, difícilmente tendría una oportunidad de salir con vida. Como si quisiera confirmar su hipótesis, algo chispeó en la mirada de su atacante y su sonrisa cayó de pronto; desvió los ojos de él hacia la cuarta persona y, sin que una palabra cruzara el aire, su expresión se tornó seria. Tardó unos segundos eternos en volver a mirarlo a él y, cuando lo hizo, apartó el cuchillo y lo guardó en su cinturón, detrás de la capa que lo cubría. Parecía haber un dejo de frustración detrás de su mirada fría, pero lo contuvo. -¿Qué hacen aquí?- le preguntó a él y a la joven que lo acompañaba; una muchacha de 16 o 17 años que en ese momento lo miraba fijamente, como aturdida, con unos ojos grandes y oscuros que parecían querer atravesarlo. Enxo, incómodo sin saber por qué, desvió la vista haci
-¡Su majestad!- exclamó, sorprendido, el mismo guardia que había estado a punto de hacerlo a un lado antes de reconocerlo.La ciudad era un caos en cada esquina, en cada calle; tras las murallas, la cantidad de gente que se amontonaba era cada vez mayor y, quienes ya estaban dentro, buscaban cercar la entrada al castillo. Paralelo a lo ocurrido en las minas, algo similar debía haber sucedido en la ciudad, que era cada vez menos ciudad y que comenzaba a parecer un hormiguero pisoteado.El guardia les abrió paso hasta la puerta enorme que, en ese momento, se abrió, y los escoltó hacia la fortaleza.-¿Ella…?- preguntó, mirando de un modo suspicaz a la arrénica que caminaba tras ellos, atadas sus manos con una cuerda que él sostenía tranquilamente.-Prisionera- respondió escuetamente, y de su tono el hombre debió deducir que no quería más preg
La mujer dejó de quejarse y pareció convertirse en piedra tan pronto lo vio. Sus miradas se cruzaron y Amira sintió tanto celos como alivio de quedar fuera de la situación. Lizan, sin dejar de mirarlo impactada y aún sosteniéndose instintivamente la mano rota, se puso de pie. El silencio que los cubrió a los dos, y sólo a ellos dos, la hizo sentirse aún más excluida. Ella era sólo un espectador en una escena que no le concernía y, de pronto, se sintió fuera de lugar observándolos como lo estaba haciendo mientras ellos se miraban entre sí. Parecía no haber palabras para lo que querían decir sus ojos. Finalmente, la mujer rompió el silencio. -Bastardo. Y su mirada cambió. Lo que antes era sorpresa y aturdimiento, se volvió de pronto odio ante la expresión tensa que él le devolvía. -Hijo de puta- Shasta no movió ni un dedo, ni cambió su expresión, cuando una ráfaga de viento (seguramente vanix que Amira no alcanzaba a distinguir) le revolvió el cabello-
Su expresión era, también, la de un felino; imposible de leer para un ser humano. No reflejaba sentimientos. Quizás no los tenía. -Eres Amira Xémeca, ¿no es así? La hija del rey- confirmó, mientras daba otro paso hacia delante. -Sólo Amira. El rey no es mi padre- respondió inconscientemente, todavía aturdida- Pero tú… estás muerta. La mujer inclinó levemente la cabeza hacia un costado como único signo de incomprensión. -¿Te parece que estoy muerta?- preguntó, mirándola fijamente con sus grandes ojos grises. Amira sintió cómo se estremecía su cuerpo. -Te vi morir… Shasta te vio morir- se corrigió, observándola con incredulidad de la cabeza a los pies. Su semblante inexpresivo se oscureció luego de esas palabras, luego de ese nombre. Su cuerpo entero se tensó y su mirada se endureció. -¿Lo conoces?- le preguntó, con un tono de voz vacilante, casi inseguro. Amira se limitó a asentir con la cabeza, presa del desconcierto, y la mira
El cielo fue cambiando a lo largo de las horas. El rosáceo del atardecer se fue difuminando en el celeste que se oscurecía cada vez más hasta que, por fin, se tornó azul. Las estrellas se dejaron ver con sus luces titilando, la luna recortada se asomó sobre los árboles y la temperatura disminuyó considerablemente. Amira observó ese cambio durante horas, sentada en el duelo y con la espalda apoyada en la pared de la cabaña. Intentó cantar un par de veces, pero la voz no le salía, por lo que se mantuvo allí inmóvil, mirando lo que la rodeaba y pensando. ¿Qué iba a hacer? Esa pregunta y recuerdos, era todo lo que había en su mente. Y el hambre, que de momento no era suficiente como para que no pudiera hacerlo a un lado. Ni la pregunta tenía respuesta, ni los recuerdos tenían fin. En su pecho, no obstante, había muchas otras cosas. Había dolor, sobre todo, y estaba también la certeza de a quién le pertenecía aquel dolor, de quién lo causaba. Estaba la certeza de que lo quería, y
El sol de mediodía le quemaba la piel desde hacía horas, hasta el punto en que ya no sentía su cuerpo. Estaba mareada, sedienta y cansada; colgaba de un mástil en forma de T al que habían atado sus manos, y todo lo que podía apoyar en el suelo eran las puntas de los pies. Había tenido tiempo más que suficiente para pensar y para tener miedo, pero ahora su cabeza ya no funcionaba. Su mente parecía tan quemada por el sol como su piel y sus pensamientos estaban vedados por humo. Lo único que aparecía en su mente era agua, sueño, cansancio, y, cada tanto, un rostro masculino que le despertaba múltiples sensaciones. La certeza de que iba a morir ese día o, a lo sumo, el siguiente, o la idea de que iban a marcarla a latigazos y quién sabe qué más, antes, hacía rato se habían perdido entre la neblina que no la dejaba razonar con claridad. A su alrededor inmediato no había más que tierra y un par de guardias que la vigilaban; el bosque se encontraba a varios metros y desde él le lle
El cuerpo del niño descansaba sobre mismo rincón en que se había muerto su padre y, de no ser porque tenía media cabeza destrozada, hubiera parecido que estaba en paz. Enxo llevaba minutos allí, examinando una y otra vez aquella cosa que ya no era Ren desde una distancia de poco más de un metro, sin decir una palabra y sin mostrar una sola expresión en su rostro aturdido y frío.Átliax, que lo había guiado hasta ahí, continuaba de pie a unos pasos de su espalda, y tras él una cantidad de gente que parecía multiplicarse cada vez más y a la que el príncipe permanecía totalmente ajeno empezaba a acumularse. Todos conocían a Ren, la mayoría había conocido a su padre, y mucho de ellos también conocían a Enxo; o bien querían despedirse del niño, o deseaban ver la reacción del hombre que había sido su má