Llevaba encadenado más o menos una hora (no tenía noción del tiempo) y el mismo sol que le incendiaba la cabeza comenzaba a hacer arder el hierro que se cernía a sus muñecas. El sudor le recorría el rostro, manchado con la tierra que arrastraba el viento, y empapaba también la ropa que lo habían obligado a usar; una camisa gris y un viejo pantalón negro. Por más que la brisa lo despeinara una y otra vez mientras se esforzaba por caminar en el barro, aun podía oler el aroma que comenzaba a desprender su propio cuerpo. Papá, voy a matarte; era la quinta vez que lo juraba en el día, los pies moviéndose automáticamente tras el hombre que lo comandaba, la vista fija en la montaña a la que se dirigían. Voy a matarte y va a dolerte mucho.
El hombre que caminaba adelante se daba vuelta cada tanto y lo miraba de reojo con la cabeza gacha y temor en los ojos. Maldito imbécil. Era el único que lo controlaba, un cosseno de la plebe; de ser un prisionero normal, Enxo podría haberse escapado sin dificultad alguna. Se recreaba en su cabeza una y otra vez con todos los modos en que aquel hombre podría morir. Pero no podía escaparse, no todavía; era el trono lo que estaba en juego. Su trono. O el que sería suyo, más bien, una vez que regresara y asesinara a su padre. Viejo apestoso, hijo de puta. Sólo a él podría ocurrírsele un castigo así.
-Estamos llegando, su alteza- comentó el hombre que en su cabeza ya había muerto unas siete veces, cabizbajo y con voz sumisa.
-No me llames así, idiota- Maldición, ¿eran necesarias las cadenas? Si llegaba a quedarle alguna marca por las quemaduras…-. Soy tu prisionero.
-Sí, señor. Lo siento.
Enxo suspiró. ¿Qué intentaba explicarle a alguien como él? Mejor que cerrara la boca y se quedara en silencio. Miró las montañas, cada vez más cerca, y luego los bosques que las cercaban, y se esforzó por que sus piernas continuaran con el mismo ritmo. Habría muerto antes de confesarlo, pero en su corazón comenzaba a crecer algo parecido al miedo. Sabía lo que se decía sobre las minas, sabía que la gente de afuera que era enviada allí rara vez volvía sino en forma de cadáver, probablemente ya medio putrefacto y con alguna parte de su cuerpo desgarrada.
Había todo tipo de rumores y los derrumbes, que sí debían ser una de las principales causas de muerte, eran, según lo que contaba la gente, la mejor manera de morir; canibalismo, locura, mutilaciones, suicidios, intoxicación, enfermedades… Pero el rey no lo habría mandado allí si fueran tan peligrosas; no a su hijo…, no a su único heredero, al menos. Único heredero. Suspiró, mirando fijamente lo que tal vez acabara siendo su muerte. No, no voy a morir. Voy a regresar. Y voy a matarte, papá.
Los dos hombres que, al pie de la montaña, controlaban el enorme hueco por el que seguramente tendría que pasar, los miraron a ambos de manera recelosa, con desdén. Debían estar acostumbrados a mirar así a todo el mundo, con sus largas espadas y sus uniformes grises. Enxo se esforzó por no imaginar sus muertes también, mientras buscaba a su alrededor más señales de vida; en el bosque, seguramente, estuviera la refinería y tal vez las provisiones.
-Llega tarde. La segunda cosecha de este año ya se ha hecho…- comenzó uno de los guardias, pero se detuvo gradualmente al cruzar miradas con el supuesto prisionero, que, involuntariamente, ya estaba imaginando cómo iba a matarlo. Sus ojos oscuros eran impenetrables pero, sobre todo, su mirada era altanera, arrogante; como si no dudara que podía hacerlos desaparecer con sólo pestañear.
-Orden del rey. Es un criminal- explicó el hombre que había viajado con él, ansioso por dejarlo allí e irse. De cualquier modo su padre lo mataría en cuanto regresara al castillo y le informara que todo había salido bien, sabía demasiado; Enxo miró al suelo para ocultar una sonrisa que no parecía apenada.
-¡Eh! ¿De qué te ríes?- preguntó el mismo que había hablado antes, irguiéndose como si buscara pelea, probablemente intentando convencerse de que el tipo que tenía delante no lo intimidaba.
-De tu cara de idiota- respondió él, sin poder contenerse, sin querer contenerse. Era el príncipe de Coss, el heredero al trono ¿por qué tenía que morder su orgullo?
Un puñetazo en la mandíbula acalló sus pensamientos y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Podía oír su respiración agitada y sentía cómo la sangre le subía a la cabeza mientras volvía de nuevo su rostro hacia el guardia que lo había golpeado, que ahora lo miraba con aire superior, convenciéndose a sí mismo de que era superior.
Podía matarlos, podía matarlos a todos. Podía incendiar la montaña entera, el bosque; podía quebrar cada uno de sus huesos hasta que le suplicara que parase; podía hacer estallar su cabeza en pedazos. O podía callarse mientras su rostro y sus ojos se enfriaban y fingir que era un prisionero normal, uno que, de abrir la boca, iba a recibir otro puñetazo. Mientras, podía imaginarse todo lo que quisiera; al final saldría ganando. Sólo tenía que aguantar.
-No me gusta cómo me mira- dijo, señalando hacia él con la cabeza. Su compañero sonrió y no intervino, indiferente- ¿Qué fue lo que hizo para que lo enviaran aquí?
-No es de tu incumbencia, es una orden del rey- repitió el tipo que lo había acompañado mientras se disponía a quitarle las cadenas. Un crack agudo resonó en la montaña y Enxo estuvo libre por fin del hierro que le había estado incinerando la piel; se miró las muñecas, rojas por el calor, y maldijo para sí mismo.
-Vamos, ¡entra!- exigió el guardia mientras lo sujetaba del brazo con fuerza y empujaba de él hacia el gran hueco al que, ya se temía, debería entrar.
Se volvió una última vez su acompañante, que se mantenía en su lugar observándolo y que, al cruzarse con sus ojos, hizo una reverencia; negando con la cabeza y conteniendo sus ganas de insultarlo, se dejó arrastrar. Apenas había comenzado a notar que no había escalera cuando el mismo que lo conducía lo empujó por la espalda hacia la penumbra que había debajo.
Se sintió caer e, impulsado por el susto, en un instinto y con los ojos cerrados, amortiguó el impacto sin siquiera pensarlo, invocando a los vanix rojos que comenzaron a flotar a su alrededor. Golpeó contra el piso de piedra con una suavidad consoladora y suspiró de alivio justo antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo; se apresuró a limpiarse de ellos, separando las partículas de sí mismo hasta que ya no fue capaz de verlas.
Y luego miró hacia arriba con todo el odio del que eran capaz sus ojos; podría haberse roto un pie con la distancia desde la que había caído. Me voy a cobrar esto con intereses.
-¡Cuidado, muchacho!- dijo el segundo de los guardias, el que casi no había hablado, desde arriba. Ambos comenzaron a reír y él apenas fue capaz de ver qué era lo que habían dejado caer; rodó rápidamente hacia un costado, esquivando por un pelo la pala de hierro que golpeó el piso con un estruendo hiriente en el lugar exacto donde él se encontraba hacía un instante.
No se molestó en mirar hacia arriba, ni siquiera en maldecir. Se levantó, cubierto aún del polvo que había estado acumulando en el camino y, sacudiéndose, tomó la pala que le habían arrojado. ¿Qué demonios tenía que hacer? ¿Cavar?
-¡Ponte a trabajar!- rugió el mismo que le había dado el puñetazo- Y pórtate bien, o te enviarán a la refinería. Y no quieres ir a la refinería.
Ambos rieron una vez más. ¿Qué tan borrachos estaban?
Pala en mano, Enxo se alejó unos metros del hueco mientras miraba a su alrededor y escuchaba todos los sonidos que, ahí abajo, retumbaban como tambores. A su alrededor, el camino parecía haber sido abierto entre la piedra por un vaxer bastante inútil; había irregularidades en todas partes y, así como a veces se ensanchaba, el espacio se reducía en otros sectores. Y había otros huecos en la tierra, sobre su cabeza, que, aquí y allí, dejaban entrar la luz del día. Siguió el sendero hacia la derecha, dejándose guiar por el sonido de palas y picas que mordían la piedra; no tardó en abrirse ante él un espacio amplio lleno de gente trabajando y, a su vez, repleto de otros caminos como el que había utilizado él. Se parecía a un laberinto subterráneo y mal trazado.
Las personas que trabajaban no se detuvieron ni un instante en cuanto él apareció y se quedó de pie, observándolos y gravando cada cosa en su cabeza; algunos lo miraron con resignada curiosidad, otros recelosos. La mayoría, sin embargo, hizo caso omiso a su presencia; sus miradas, sus rostros, todos ellos parecían… muertos.
Muertos cumpliendo una condena en el infierno.
¿Rebelión? Estás totalmente paranoico, papá. Eso o todo había sido una excusa para enviarlo allí a morir. Tanto hombres como niños y mujeres trabajaban sin parar; rompían la roca sobre la que estaban parados, con las palas, o usaban las picas para destruir las paredes de las que se desprendían trozos no muy pequeños. No le extrañaba que la gente muriese aplastada con frecuencia; no parecía importarles el peligro que corrían. Lo único que hacían además de trabajar era, cada tanto, echar una mirada al gran hueco que permitía el paso de la luz y por el cual se oían las voces de los guardias. -¡Eh!- susurró una voz, en medio de todo el estruendo. Enxo miró a su alrededor, mareado y con ganas de vomitar- ¡No te quedes ahí parado! Un niño, a unos pocos pasos, lo observaba sin dejar de cavar, aparentemente preocupado. Él lo miró de arriba abajo con las cejas ligeramente alzadas, sorp
La luz del sol se colaba por el mismo agujero por el cual, hacía ya unos meses, la habían arrojado junto a todos los demás a aquel infierno sin salida; iluminaba, debido a la hora del día, cada rincón, cada piedra, cada rostro atónito que observaba la escena. Dehna cogió otra de las tantas rocas que se desparramaban por el suelo y ciñó a ella una mano crispada de rabia mientras se mordía el labio inferior. Era demasiado tarde para contenerse y ella no estaba dispuesta a pensarlo una vez más; la lanzó con todas sus fuerzas por el círculo de luz, sin tener ni idea de a qué estaba apuntando. Se agachó para coger otra y cambió la trayectoria, esperando que en algún lado hubiese alguien vigilando el hoyo. -¡Eh!- gritó con fuerza mientras lanzaba una cuarta piedra en otra dirección, furiosa. Sintió cómo su corazón palpitaba al galope cuando una silueta recortada en la luz apareció en un costado del agujero. No podía ver sus
D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel. El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad. Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparad
Una semana. Tenías que sobrevivir una semana. Era fácil decirlo. Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana. Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo… Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa d
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa. No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese. -¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica. Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta,
El sudor aun le bajaba por el rostro mientras Enxo, intentando reponer todo el líquido que había perdido, bebía de aquella pequeña pileta de la cual la gente tomaba agua, se bañaba y hacía quién sabe qué más. Estaba sediento, pero no tanto como para no sentir el regusto a porquería que permanecía en su boca cuando tragaba el líquido. Con una mueca de asco, volvió a juntar sus dos manos y, recogiendo el agua, las llevó de nuevo hacia su boca con la vista fija en el pedacito de cielo ya no tan claro que se abría sobre su cabeza, esforzándose por no reparar en el color de la basura que estaba ingiriendo.-Te acostumbras al olor- dijo una vocecita a sus espaldas, una voz que ya comenzaba a resultarle irritante y que lo sobresaltó; separó sus manos instintivamente y el agua que había estado sosteniendo mojó sus ropas. Maldijo por lo bajo- Y a
El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra. -¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener
Sangre. Hay sangre en todas partes. Hay sangre en las paredes, en el piso de mármol, en las sábanas blancas… D’Ándalan está cubierto de sangre. La observa con su mirada lasciva, le sonríe. Le pide que cante. Ella no quiere cantar. Y él está cubierto de sangre. Y aunque está cubierto de sangre se le acerca. Le pide que cante. Ella no canta y le pide que se desvista. Le ordena que se desvista. Ella no se desviste, D’Ándalan la golpea. La tira sobre la sangre que hay en la cama. Le pega de nuevo, la toca con sus manos manchadas, la macha, le deja marcas rojas ahí donde pasa sus manos. Le toca los senos, la golpea, le dice que se calle, le abre las piernas, la manosea… Pero ella no canta. No quiere cantar para él. No quiere que la toque. Hay sangre por todas partes. D’Ándalan le dice cosas horribles al oído, cosas que ella no entiende. D’Ándalan la toca y a ella le duele. D’Ándalan la golpea. No quiere. Llora, grita, pero no canta. No volverá a cantar jamás. D’Ándal