El castillo era un hervidero de actividades y estaba lleno de gente que iba y venía de un lado para el otro. Amira caminaba entre ellos y los observaba, un tanto perdida, pensando en todo lo que había pasado y en lo loco que sonaba cuando se lo repetía. En cómo había cambiado su vida a lo largo de los años y en lo que, por el momento, era el resultado final. Nadie reparaba en ella, pendiente cada uno de la tarea que le habían encargado. Iban a convertir aquel castillo en un centro de gobierno, y había personas en cada pasillo y en cada sala cargando cada objeto lujoso que encontraban para repartir entre la gente que, afuera, aguardaba ansiosa.
Habían tomado la ciudad, entre los vaxers del refugio y la gente que simplemente estaba cansada de morirse de hambre. Poco a poco, cada ciudadano había ido sumándose al torbellino y los nobles que no habían muerto estaban encerrados en la prisión que había bajo la fortaleza, por precaución. Ya verían después que hacían con ellos.
La noche cubría la ciudad con una oscuridad sólo manchada por la luna. Reinaba el silencio en casi todas partes, dentro de la muralla. Para Amira, sin embargo, el estruendo de su respiración apenas lograba tapar el crujido de sus pasos, los gritos de su mente. Corría sobre los adoquines de un callejón para llegar al próximo, caminaba aferrándose a las paredes para no caer y luego corría de nuevo. Las mismas sombras que la ocultaban eran su peor enemigo; veía figuras donde no había nada, oía pasos en el viento y voces en el rumor del mar. La sangre en sus manos comenzaba a secarse y las manchas de su vestido resaltaban en la tela blanca cada vez que la luna volvía a brillar sobre su cabeza; los recuerdos, los gritos, eran más y más nítidos. Tenía que salir de ahí fuese como fuese, aun si no lograba coordinar sus pensamientos, aun si le costaba horrores mover sus piernas trémulas. Una hora más en la ciudad y estaría muerta. Fuera, tal vez viviera lo suficiente para ver salir el sol. U
Habría creído estar en presencia de un fantasma si no hubiese sabido que detrás del muro había cosas peores que un espectro; ni siquiera la sonrisa de un fantasma podía helar el aire así. Tanteó desesperadamente la daga aun bañada en sangre que escondía en su vestido y la sujetó del puño mientras se preparaba para echar a correr. Pero algo la incitaba a esperar, algo la mantenía en su sitio. Si bien el miedo no hacía más que crecer, la mano con la que sujetaba el puñal había dejado de temblar. -¿Perdida, princesa? Hielo. Su voz eran cuchillos de hielo; un hielo seco, duro, burlón y tan cínico como el uso de la palabra princesa. Amira retrocedió, mientras desenfundaba su daga y dejaba que sus dedos se acostumbraran a ella. Hacía años que no practicaba y, sin embargo, sabía que aun contaba con la misma habilidad. &nb
Llevaba encadenado más o menos una hora (no tenía noción del tiempo) y el mismo sol que le incendiaba la cabeza comenzaba a hacer arder el hierro que se cernía a sus muñecas. El sudor le recorría el rostro, manchado con la tierra que arrastraba el viento, y empapaba también la ropa que lo habían obligado a usar; una camisa gris y un viejo pantalón negro. Por más que la brisa lo despeinara una y otra vez mientras se esforzaba por caminar en el barro, aun podía oler el aroma que comenzaba a desprender su propio cuerpo. Papá, voy a matarte; era la quinta vez que lo juraba en el día, los pies moviéndose automáticamente tras el hombre que lo comandaba, la vista fija en la montaña a la que se dirigían. Voy a matarte y va a dolerte mucho. El hombre que caminaba adelante se daba vuelta cada tanto y lo miraba de reojo con la cabeza gacha y temor en los ojos. Maldito imbécil. Era el único que lo controlaba, un cosseno de la plebe; de ser un p
¿Rebelión? Estás totalmente paranoico, papá. Eso o todo había sido una excusa para enviarlo allí a morir. Tanto hombres como niños y mujeres trabajaban sin parar; rompían la roca sobre la que estaban parados, con las palas, o usaban las picas para destruir las paredes de las que se desprendían trozos no muy pequeños. No le extrañaba que la gente muriese aplastada con frecuencia; no parecía importarles el peligro que corrían. Lo único que hacían además de trabajar era, cada tanto, echar una mirada al gran hueco que permitía el paso de la luz y por el cual se oían las voces de los guardias. -¡Eh!- susurró una voz, en medio de todo el estruendo. Enxo miró a su alrededor, mareado y con ganas de vomitar- ¡No te quedes ahí parado! Un niño, a unos pocos pasos, lo observaba sin dejar de cavar, aparentemente preocupado. Él lo miró de arriba abajo con las cejas ligeramente alzadas, sorp
La luz del sol se colaba por el mismo agujero por el cual, hacía ya unos meses, la habían arrojado junto a todos los demás a aquel infierno sin salida; iluminaba, debido a la hora del día, cada rincón, cada piedra, cada rostro atónito que observaba la escena. Dehna cogió otra de las tantas rocas que se desparramaban por el suelo y ciñó a ella una mano crispada de rabia mientras se mordía el labio inferior. Era demasiado tarde para contenerse y ella no estaba dispuesta a pensarlo una vez más; la lanzó con todas sus fuerzas por el círculo de luz, sin tener ni idea de a qué estaba apuntando. Se agachó para coger otra y cambió la trayectoria, esperando que en algún lado hubiese alguien vigilando el hoyo. -¡Eh!- gritó con fuerza mientras lanzaba una cuarta piedra en otra dirección, furiosa. Sintió cómo su corazón palpitaba al galope cuando una silueta recortada en la luz apareció en un costado del agujero. No podía ver sus
D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel. El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad. Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparad
Una semana. Tenías que sobrevivir una semana. Era fácil decirlo. Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana. Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo… Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa d
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa. No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese. -¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica. Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta,