Su expresión era, también, la de un felino; imposible de leer para un ser humano. No reflejaba sentimientos. Quizás no los tenía.
-Eres Amira Xémeca, ¿no es así? La hija del rey- confirmó, mientras daba otro paso hacia delante.
-Sólo Amira. El rey no es mi padre- respondió inconscientemente, todavía aturdida- Pero tú… estás muerta.
La mujer inclinó levemente la cabeza hacia un costado como único signo de incomprensión.
-¿Te parece que estoy muerta?- preguntó, mirándola fijamente con sus grandes ojos grises. Amira sintió cómo se estremecía su cuerpo.
-Te vi morir… Shasta te vio morir- se corrigió, observándola con incredulidad de la cabeza a los pies.
Su semblante inexpresivo se oscureció luego de esas palabras, luego de ese nombre. Su cuerpo entero se tensó y su mirada se endureció.
-¿Lo conoces?- le preguntó, con un tono de voz vacilante, casi inseguro. Amira se limitó a asentir con la cabeza, presa del desconcierto, y la mira
La mujer dejó de quejarse y pareció convertirse en piedra tan pronto lo vio. Sus miradas se cruzaron y Amira sintió tanto celos como alivio de quedar fuera de la situación. Lizan, sin dejar de mirarlo impactada y aún sosteniéndose instintivamente la mano rota, se puso de pie. El silencio que los cubrió a los dos, y sólo a ellos dos, la hizo sentirse aún más excluida. Ella era sólo un espectador en una escena que no le concernía y, de pronto, se sintió fuera de lugar observándolos como lo estaba haciendo mientras ellos se miraban entre sí. Parecía no haber palabras para lo que querían decir sus ojos. Finalmente, la mujer rompió el silencio. -Bastardo. Y su mirada cambió. Lo que antes era sorpresa y aturdimiento, se volvió de pronto odio ante la expresión tensa que él le devolvía. -Hijo de puta- Shasta no movió ni un dedo, ni cambió su expresión, cuando una ráfaga de viento (seguramente vanix que Amira no alcanzaba a distinguir) le revolvió el cabello-
-¡Su majestad!- exclamó, sorprendido, el mismo guardia que había estado a punto de hacerlo a un lado antes de reconocerlo.La ciudad era un caos en cada esquina, en cada calle; tras las murallas, la cantidad de gente que se amontonaba era cada vez mayor y, quienes ya estaban dentro, buscaban cercar la entrada al castillo. Paralelo a lo ocurrido en las minas, algo similar debía haber sucedido en la ciudad, que era cada vez menos ciudad y que comenzaba a parecer un hormiguero pisoteado.El guardia les abrió paso hasta la puerta enorme que, en ese momento, se abrió, y los escoltó hacia la fortaleza.-¿Ella…?- preguntó, mirando de un modo suspicaz a la arrénica que caminaba tras ellos, atadas sus manos con una cuerda que él sostenía tranquilamente.-Prisionera- respondió escuetamente, y de su tono el hombre debió deducir que no quería más preg
. Pero si no se defendió, fue porque sabía, o sospechaba, que no lo mataría; había algo en sus ojos, algo detrás de la oscuridad y el odio, que lo impulsaban a mantenerse quieto y esperar; si lo atacaba, difícilmente tendría una oportunidad de salir con vida. Como si quisiera confirmar su hipótesis, algo chispeó en la mirada de su atacante y su sonrisa cayó de pronto; desvió los ojos de él hacia la cuarta persona y, sin que una palabra cruzara el aire, su expresión se tornó seria. Tardó unos segundos eternos en volver a mirarlo a él y, cuando lo hizo, apartó el cuchillo y lo guardó en su cinturón, detrás de la capa que lo cubría. Parecía haber un dejo de frustración detrás de su mirada fría, pero lo contuvo. -¿Qué hacen aquí?- le preguntó a él y a la joven que lo acompañaba; una muchacha de 16 o 17 años que en ese momento lo miraba fijamente, como aturdida, con unos ojos grandes y oscuros que parecían querer atravesarlo. Enxo, incómodo sin saber por qué, desvió la vista haci
Fue como si volviera a desgarrarlo y, mientras el dolor le llenaba los ojos de lágrimas, la sangre empezó a manar a raudales desde la herida. Incapaz de decir nada, preso de la sorpresa y el ardor que le impedía respirar, se dejó caer al suelo de rodillas. Ninguno de los tres que esperaban fuera vio nada, pero Dehna lo sintió. Algo en ella se rompió más allá del dolor físico y, de pronto, la invadió el pánico. Sin que los demás entendieran ni atinaran a detenerla, corrió hacia las puertas de la biblioteca y entró sin pararse a pensar. Lo primero en lo que reparó fue en el cuerpo que, arrodillado, se sujetaba la herida en un intento vano de detener sino la sangre, al menos el dolor. El resto de las cosas que entraron por sus ojos no tenían la menor importancia. El pánico la recorrió de pies a cabeza en una ola que, sumada al odio, a la impotencia y al dolor, podrían haber salido por su boca en un grito violento; eso fue lo que creyó que hacía cuando de pronto los libr
El castillo era un hervidero de actividades y estaba lleno de gente que iba y venía de un lado para el otro. Amira caminaba entre ellos y los observaba, un tanto perdida, pensando en todo lo que había pasado y en lo loco que sonaba cuando se lo repetía. En cómo había cambiado su vida a lo largo de los años y en lo que, por el momento, era el resultado final. Nadie reparaba en ella, pendiente cada uno de la tarea que le habían encargado. Iban a convertir aquel castillo en un centro de gobierno, y había personas en cada pasillo y en cada sala cargando cada objeto lujoso que encontraban para repartir entre la gente que, afuera, aguardaba ansiosa. Habían tomado la ciudad, entre los vaxers del refugio y la gente que simplemente estaba cansada de morirse de hambre. Poco a poco, cada ciudadano había ido sumándose al torbellino y los nobles que no habían muerto estaban encerrados en la prisión que había bajo la fortaleza, por precaución. Ya verían después que hacían con ellos.
La noche cubría la ciudad con una oscuridad sólo manchada por la luna. Reinaba el silencio en casi todas partes, dentro de la muralla. Para Amira, sin embargo, el estruendo de su respiración apenas lograba tapar el crujido de sus pasos, los gritos de su mente. Corría sobre los adoquines de un callejón para llegar al próximo, caminaba aferrándose a las paredes para no caer y luego corría de nuevo. Las mismas sombras que la ocultaban eran su peor enemigo; veía figuras donde no había nada, oía pasos en el viento y voces en el rumor del mar. La sangre en sus manos comenzaba a secarse y las manchas de su vestido resaltaban en la tela blanca cada vez que la luna volvía a brillar sobre su cabeza; los recuerdos, los gritos, eran más y más nítidos. Tenía que salir de ahí fuese como fuese, aun si no lograba coordinar sus pensamientos, aun si le costaba horrores mover sus piernas trémulas. Una hora más en la ciudad y estaría muerta. Fuera, tal vez viviera lo suficiente para ver salir el sol. U
Habría creído estar en presencia de un fantasma si no hubiese sabido que detrás del muro había cosas peores que un espectro; ni siquiera la sonrisa de un fantasma podía helar el aire así. Tanteó desesperadamente la daga aun bañada en sangre que escondía en su vestido y la sujetó del puño mientras se preparaba para echar a correr. Pero algo la incitaba a esperar, algo la mantenía en su sitio. Si bien el miedo no hacía más que crecer, la mano con la que sujetaba el puñal había dejado de temblar. -¿Perdida, princesa? Hielo. Su voz eran cuchillos de hielo; un hielo seco, duro, burlón y tan cínico como el uso de la palabra princesa. Amira retrocedió, mientras desenfundaba su daga y dejaba que sus dedos se acostumbraran a ella. Hacía años que no practicaba y, sin embargo, sabía que aun contaba con la misma habilidad. &nb
Llevaba encadenado más o menos una hora (no tenía noción del tiempo) y el mismo sol que le incendiaba la cabeza comenzaba a hacer arder el hierro que se cernía a sus muñecas. El sudor le recorría el rostro, manchado con la tierra que arrastraba el viento, y empapaba también la ropa que lo habían obligado a usar; una camisa gris y un viejo pantalón negro. Por más que la brisa lo despeinara una y otra vez mientras se esforzaba por caminar en el barro, aun podía oler el aroma que comenzaba a desprender su propio cuerpo. Papá, voy a matarte; era la quinta vez que lo juraba en el día, los pies moviéndose automáticamente tras el hombre que lo comandaba, la vista fija en la montaña a la que se dirigían. Voy a matarte y va a dolerte mucho. El hombre que caminaba adelante se daba vuelta cada tanto y lo miraba de reojo con la cabeza gacha y temor en los ojos. Maldito imbécil. Era el único que lo controlaba, un cosseno de la plebe; de ser un p