Habría creído estar en presencia de un fantasma si no hubiese sabido que detrás del muro había cosas peores que un espectro; ni siquiera la sonrisa de un fantasma podía helar el aire así. Tanteó desesperadamente la daga aun bañada en sangre que escondía en su vestido y la sujetó del puño mientras se preparaba para echar a correr. Pero algo la incitaba a esperar, algo la mantenía en su sitio. Si bien el miedo no hacía más que crecer, la mano con la que sujetaba el puñal había dejado de temblar.
-¿Perdida, princesa?
Hielo. Su voz eran cuchillos de hielo; un hielo seco, duro, burlón y tan cínico como el uso de la palabra princesa. Amira retrocedió, mientras desenfundaba su daga y dejaba que sus dedos se acostumbraran a ella. Hacía años que no practicaba y, sin embargo, sabía que aun contaba con la misma habilidad.
-¿Quién eres?- preguntó, de nuevo con voz ronca y temblorosa pero ocultando esta vez el pánico.
La sonrisa se ensanchó en la oscuridad y pudo adivinarla con mayor certeza cuando el hombre dio un paso hacia delante; la luna, más amable ahora, iluminó sus labios curvados e hizo destellar el cuchillo que escondía bajo su manga izquierda. Una ráfaga de viento le revolvió los cabellos mientras lo observaba y le congeló las mejillas: no tenía tiempo.
-La muerte- respondió, con un tono de voz tétrico.
Amira arrojó la daga sin pensarlo dos veces, segura de haber apuntado a su hombro como una distracción, preparada para echarse a correr y sin intención detenerse a ver el girar y girar del filo que reflejaba a penas la luz de la luna. Pero no alcanzó a mover un pie cuando una nueva ráfaga, esta vez distinta, sacudió su cuerpo y una fuerza extraña la empujó contra la pared que tenía detrás.
Todo se volvió rojo unos segundos, aun cuando no había luz suficiente que dejara ver colores; un rojo brillante que, en cuanto dejó paso una vez más a las tinieblas de la noche, ella siguió viendo de reojo. Y entonces el dolor estalló en su mano. Giró la cabeza unos centímetros para ver de refilón su propia daga, que había atravesado piel y músculo y que ahora la mantenía clavada al muro.
Hizo una mueca de dolor y de impresión mientras contenía un grito y las ganas de vomitar, pero no las involuntarias lágrimas. Intentó estirar su brazo para arrancar el cuchillo, pero su cuerpo no le respondió; o sí le respondió, y no le permitió moverse más que unos milímetros. El escozor era insoportable y aún así se olvidó de él por un instante cuando el hombre de la capa dio un paso hacia ella. Y después otro.
Y el brillo de otra daga comenzó a subir y bajar a medida que él la arrojaba, en un juego siniestro, para luego sujetarla una vez más. Ya no había sonrisa.
Iba a matarla, era evidente. Al final, había conseguido vivir incluso menos de lo que esperaba… Pero no quería morir, no aun, no después de lo que había hecho para sobrevivir. Merecía la muerte, sí, pero no la quería, no la aceptaba. Piensa, por favor, piensa… No podía ver nada que la ayudara a salir de ahí, no encontraba nada en su cabeza que no fuese sangre y miedo. Mucho miedo. Él atrapó el puño del cuchillo por última vez, lo sujetó con fuerza y, con esa misma fuerza, con una determinación fría, lo arrojó sin esfuerzo.
Amira vio el filo girar en el aire, vio la punta acercarse con la muerte escrita en ella, iluminada por la luna, murmurando su destino. Lo vio y el pánico estalló de pronto. Gritó.
Y todo se hizo rojo de nuevo.
Aturdida, apenas escuchó los tintineos de los dos cuchillos al caer al suelo, apenas sintió cómo sus piernas le fallaban y la dejaban caer; estaba viva, eso fue lo primero que notó. Lo segundo: que todo a su alrededor, el aire por ejemplo, había desaparecido y que, por el momento, no lograba respirar. Lo tercero: la ráfaga de viento, que, ante su mirada y mientras forcejeaba por inhalar, echó hacia atrás la capucha de la capa, dejando al descubierto, bajo la tenue luz de la luna, el rostro del hombre que estaba tratando de matarla. Sus ojos, sobre todo sus ojos. Ojos que no deberían ser visibles en la penumbra de la noche, ojos que la observaban tan atónitos como ella lo observaba a él.
El aire volvió de pronto, en una brisa brusca, y Amira inspiró con fuerza; aterrada, comenzó a luchar por levantarse, apoyando la mano que le estallaba de dolor en la pared e impulsándose con ella, torpemente, confundida. Un vaxer. No podía haber un vaxer afuera. Los vaxers eran nobles; si no lo eran, morían. Que hubiese uno del otro lado del muro, un mestizo de tez clara y ojos verdes, significaba probablemente que nadie había sido capaz de asesinarlo, significaba que era peligroso. Y estaba tratando de matarla, por dios. Consiguió levantarse y enseguida sintió, de nuevo, cómo su espalda crujía al impactar involuntariamente contra la pared.
-¿Quién eres?- preguntó él esta vez, mirándola fijamente con esos ojos que, en la oscuridad casi absoluta, lo delataban; esos ojos iluminados de frialdad, ¿de odio?, y ahora de sorpresa.
Lo vio acercarse, sus piernas temblando de nuevo, su cabeza estallando de dolor.
-Amira- respondió, sin saber qué más hacer, a la figura imponente que se le acercaba.
-¿Amira qué?
-Sólo Amira- susurró, aterrada, pero a él no pareció bastarle- Mis padres están muertos. Los demás me decían Tizzyt.
-¿Tizzyt?- Pequeña, en arrénico; pero él ya lo sabía, porque lo había pronunciado mejor de lo que lo pronunciaba ella misma. Se estaba acercando demasiado- ¿Quiénes?
-¿Quiénes…?- dijo, mirando fijamente a sus ojos fríos, curiosos, cada vez más aturdida; comprendió de pronto- Las personas que me… adoptaron.
Él frunció el ceño. Aun sin la capucha y a pesar de sus ojos brillantes, rodeado por la noche seguía pareciendo una gran sombra que oscurecía todo lo demás y que se inclinaba ahora ligeramente para mirarla a la cara. Una sombra… Shudan; la palabra acudió a su mente de pronto y la sacudió.
La examinó detenidamente de pies a cabeza para acabar escrutando sus ojos, como si pudiera leer algo en ellos o al menos lo intentara.
-¿De dónde diablos…?
-¿Shasta?- lo interrumpió ella, recordando de pronto. Shudan significaba sombra, en arrénico. La Sombra, lo llamaban así y esa había sido una de las últimas palabras que había escuchado antes de que el gobernador se la llevase, años atrás.
Supo que se había equivocado al hablar en cuanto sintió algo frío rozándole la garganta; se adhirió aun más al muro, intentando escapar del filo de un tercer cuchillo, sorprendida y asustada.
-¿Quién eres, princesa?
No habría segundas oportunidades, su tono de voz lo dejaba claro. Se había metido en un problema más grande que el que tenía en un principio, y sin embargo… Empezaba a entender. Su vestido costoso, su tez clara, sus ojos marrones; todo en ella gritaba que no era de allí, que estaba del lado equivocado del muro; la había tomado por noble. ¿Cómo aclararlo? Si en efecto, venía del otro lado del muro.
-Lo siento, lo he escuchado por ahí. Yo…- su voz se apagó sola cuando sintió que la daga empujaba con un poco más de fuerza la piel de su cuello, obligándola a levantar el mentón. Y encarar sus ojos- Dehna me habló de ustedes.
El cuchillo se aflojó y la desconfianza que había en su mirada pareció disminuir de pronto. La frialdad se mezcló en su rostro con la curiosidad, la ironía y un recle que no parecía dispuesto a abandonar. Conocía a Dehna, evidentemente; tal vez él supiera si todavía estaba viva.
-¿Qué te dijo, de nosotros?- preguntó con un tono burlón, sin alejar la daga del todo. Amira no apartó la mirada de sus ojos mientras intentaba pensar, mientras rebuscaba en su mente algo que le sirviera para sobrevivir. ¿Qué tanto debía decirle? Piensa, por favor, piensa…
-Me dijo que los buscara, si regresaba y ella no estaba aquí- dijo tras meditarlo rápidamente, sin responder del todo.
-¿Y cómo pensabas encontrarnos?- preguntó, recalcando cada palabra, haciéndole saber que se estaba metiendo en un terreno peligroso. El filo del cuchillo, sin embargo, ya no tocaba su piel; lo que estaba en juego ya no era si pertenecía a tal o cual lado del muro. Lo que estaba en juego era si sabía lo suficiente como para que tuviera que matarla.
-Los he encontrado ¿no?- aventuró, sintiendo como el corazón martilleaba tras su pecho y sabiendo que se estaba arrojando a un precipicio sin tener idea de qué había debajo. Pero si le salía bien, quizás acabara volando-Yo… Creo… He matado al gobernador.
Lo dijo con voz temblorosa y quebrada, bajando la vista, al tanto de que su sinceridad podía costarle la vida. Cualquier cosa que dijera podía costarle la vida.
-Ha sido sin querer, yo…- se apresuró a añadir, pero se interrumpió sola. Volvió a clavar la vista en él, intentando no mostrar debilidad. La sorpresa que vio en su rostro, más tranquilo y libre ahora de aquel odio que le había parecido vislumbrar desde el principio, estuvo a punto de quebrarle la voz- Me colgarán si me encuentran.
-Eres tú- interrumpió, irguiéndose, alejándose de ella y apartando por completo la daga. Parecía divertido y, si bien el recelo y la frialdad no habían desaparecido de su rostro, volvía a sonreír con ironía, con la curiosidad brillándole en los ojos- Te están buscando en cada rincón de la ciudad. No le digas estas cosas a cualquiera, princesa.
-Déjame unirme a ustedes- soltó, notando que recuperaba la libertad sobre su cuerpo pero sin atreverse a mover un dedo. El vaxer rió. O emitió un sonido similar a la risa, un sonido suave, seco y breve.
-No lo has matado, puedes limpiar tus culpas- aseguró, sorprendiéndola, mientras comenzaba a retroceder con toda la intención de marcharse. ¿A qué se refería con que no lo había matado, si había visto con claridad su cuerpo inerte? Parece que voy a vivir una hora más, comentó con alivio una vocecita dentro de su cabeza. Pero ya no era suficiente- Ya tendré el placer…
-¡Déjame unirme a ustedes!
Esta vez no se rió. Se sostuvieron la mirada, ella en un intento por ocultar el miedo; él, escrutándola cuidadosamente, buscando en sus ojos oscuros como si leyera en ellos lo que fuera que quería saber. ¿Podían leer la mente, los vaxers? Se acercó una vez más, sorprendiéndola, asustándola; sin embargo, no la inmovilizó, no realmente. Pero aun así se mantuvo estática, la mirada alta y fija, las piernas trémulas.
Él tomó su mano, la mano que había atravesado con la daga, y no obtuvo más resistencia de su parte que un ligero temblor; su piel comenzó a arder intensamente. Sin apartar los ojos de ella, deslizó sus dedos por la herida, rozándola, casi en una caricia. Contuvo las lágrimas mientras sentía, consumida por el miedo, cómo algo dentro de su mano se movía; sintió por un momento tanto dolor como el que se había expandido por su cuerpo en cuanto el cuchillo la desgarró.
Y luego el ardor desapareció de golpe.
-Buena suerte, princesa. Y mantén la boca cerrada, o “nos encontrarás” de nuevo.
Retrocedió, se colocó una vez más la capucha, haciendo de su rostro sombras, y, tras una burlona reverencia y una sonrisa torcida, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia donde la luna no alcanzaba.
-¿Eso es un no?- susurró, mientras lo veía desaparecer entre las tinieblas, una sombra más oscura que la oscuridad.
Sin embargo, ni bien dejó de distinguirlo, una voz resonó en cada rincón de su cabeza, sorprendiéndola, asustándola. Sobrevive una semana y me lo pensaré. Miró fijamente adonde lo había visto hacía un instante, intentando descifrar si lo que había escuchado provenía de él o de su imaginación.
Pero otra voz en su cabeza, esta vez una propia, detuvo sus dudas: de cualquier modo no sobrevivirás una semana.
Llevaba encadenado más o menos una hora (no tenía noción del tiempo) y el mismo sol que le incendiaba la cabeza comenzaba a hacer arder el hierro que se cernía a sus muñecas. El sudor le recorría el rostro, manchado con la tierra que arrastraba el viento, y empapaba también la ropa que lo habían obligado a usar; una camisa gris y un viejo pantalón negro. Por más que la brisa lo despeinara una y otra vez mientras se esforzaba por caminar en el barro, aun podía oler el aroma que comenzaba a desprender su propio cuerpo. Papá, voy a matarte; era la quinta vez que lo juraba en el día, los pies moviéndose automáticamente tras el hombre que lo comandaba, la vista fija en la montaña a la que se dirigían. Voy a matarte y va a dolerte mucho. El hombre que caminaba adelante se daba vuelta cada tanto y lo miraba de reojo con la cabeza gacha y temor en los ojos. Maldito imbécil. Era el único que lo controlaba, un cosseno de la plebe; de ser un p
¿Rebelión? Estás totalmente paranoico, papá. Eso o todo había sido una excusa para enviarlo allí a morir. Tanto hombres como niños y mujeres trabajaban sin parar; rompían la roca sobre la que estaban parados, con las palas, o usaban las picas para destruir las paredes de las que se desprendían trozos no muy pequeños. No le extrañaba que la gente muriese aplastada con frecuencia; no parecía importarles el peligro que corrían. Lo único que hacían además de trabajar era, cada tanto, echar una mirada al gran hueco que permitía el paso de la luz y por el cual se oían las voces de los guardias. -¡Eh!- susurró una voz, en medio de todo el estruendo. Enxo miró a su alrededor, mareado y con ganas de vomitar- ¡No te quedes ahí parado! Un niño, a unos pocos pasos, lo observaba sin dejar de cavar, aparentemente preocupado. Él lo miró de arriba abajo con las cejas ligeramente alzadas, sorp
La luz del sol se colaba por el mismo agujero por el cual, hacía ya unos meses, la habían arrojado junto a todos los demás a aquel infierno sin salida; iluminaba, debido a la hora del día, cada rincón, cada piedra, cada rostro atónito que observaba la escena. Dehna cogió otra de las tantas rocas que se desparramaban por el suelo y ciñó a ella una mano crispada de rabia mientras se mordía el labio inferior. Era demasiado tarde para contenerse y ella no estaba dispuesta a pensarlo una vez más; la lanzó con todas sus fuerzas por el círculo de luz, sin tener ni idea de a qué estaba apuntando. Se agachó para coger otra y cambió la trayectoria, esperando que en algún lado hubiese alguien vigilando el hoyo. -¡Eh!- gritó con fuerza mientras lanzaba una cuarta piedra en otra dirección, furiosa. Sintió cómo su corazón palpitaba al galope cuando una silueta recortada en la luz apareció en un costado del agujero. No podía ver sus
D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel. El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad. Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparad
Una semana. Tenías que sobrevivir una semana. Era fácil decirlo. Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana. Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo… Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa d
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa. No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese. -¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica. Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta,
El sudor aun le bajaba por el rostro mientras Enxo, intentando reponer todo el líquido que había perdido, bebía de aquella pequeña pileta de la cual la gente tomaba agua, se bañaba y hacía quién sabe qué más. Estaba sediento, pero no tanto como para no sentir el regusto a porquería que permanecía en su boca cuando tragaba el líquido. Con una mueca de asco, volvió a juntar sus dos manos y, recogiendo el agua, las llevó de nuevo hacia su boca con la vista fija en el pedacito de cielo ya no tan claro que se abría sobre su cabeza, esforzándose por no reparar en el color de la basura que estaba ingiriendo.-Te acostumbras al olor- dijo una vocecita a sus espaldas, una voz que ya comenzaba a resultarle irritante y que lo sobresaltó; separó sus manos instintivamente y el agua que había estado sosteniendo mojó sus ropas. Maldijo por lo bajo- Y a
El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra. -¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener