-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa.
No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese.
-¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica.
Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta, pero no hizo amago de acercarse; resultaba, con un poco más de luz, más joven de lo que le había parecido en un principio. Pasaba por poco los veinte y, aún así, en sus ojos había demasiados sentimientos, había visto en ellos demasiado odio, para alguien tan joven. Después de casi un minuto en que ambos se observaron fijamente, midiéndose, por fin habló.
-¿Por qué te buscan con tanto ímpetu?
La miraba con un rostro inexpresivo y un tono de voz calmado, pero había cierto recelo en sus palabras, una curiosidad genuina.
-Porque apuñalé al gobernador, supongo- mintió a medias, de nuevo con cierta vergüenza, ante esos ojos penetrantes que parecían atravesarla como flechas y observar dentro de su mente.
¿La buscaban realmente por eso? Había llegado a barajar tres opciones y esa era una ellas. La otra, que D’Ándalan era un psicópata sin límites y un sádico. Y la última posibilidad era que sospechara que ella había descubierto cosas que no debía descubrir.
La primera hipótesis le había parecido la más probable y la menos peligrosa; sin embargo, que los guardias no hubieran intentado llevarla ante el rey le generaba dudas. Y dudas muy similares parecían cruzar la mente del hombre que la observaba por encima, pensativo.
-¿Me ayudarás?- se atrevió a recordarle, interrumpiendo lo que fuera que estaba meditando. De vuelta a la situación, volvió a esgrimir una sonrisa que no era del todo una sonrisa. ¿Por qué Dehna le había dicho que acudiera a un hombre como él?
-¿Debería?
No conseguía descifrar si sólo estaba burlándose de ella o si realmente estaba allí para verla caer, si realmente no le importaba. De cualquier modo, se encontraba en las mismas circunstancias que hace dos minutos, antes de que apareciera; ¿por qué sus miedos se habían incrementado al doble? Sus músculos comenzaban a entumecerse.
-Por favor- pidió, ignorando un orgullo que estaba acostumbrado a que lo callasen.
-¿Por favor?- su sonrisa se volvió casi cruel- No es un gran incentivo.
-¿Qué quieres?
-Un motivo convincente- respondió con calma. Sus manos no aguantarían mucho tiempo más, y el sudor que desprendían amenazaba con hacerla caer- No creo que puedas ser muy útil si ni siquiera puedes salir de aquí.
Observó sus propios brazos en tensión y la distancia que la separaba del borde; su mente le repetía una y otra vez que no podía hacerlo. Pero, tal vez, si utilizaba lo que fuera que había usado antes para escapar de los guardias… La imagen de los cadáveres tendidos en el suelo, de la sangre y las vísceras desparramadas a su alrededor, la disuadió de intentarlo; de todos modos, no sabía cómo. Shasta continuaba observándola con atención, concentrado en el rumbo que tomaban sus pensamientos.
Sabiendo que cometía una estupidez, que probablemente se caería, tomó toda su rabia y la llevó hacia los músculos que no tenía, esforzándose por izarse. Mientras el sudor le bajaba por el rostro y contenía gritos de fuerza, consiguió colocar un codo sobre la superficie de la piedra y luego el otro. Eufórica y sabiéndose al borde del colapso, elevó su cuerpo lo más que pudo hasta que su cabeza asomó por encima de la roca. Respirando con dificultad, se detuvo un momento para tomar aire y supo enseguida que más que eso no conseguiría subir. Lo observó mientras recuperaba el aliento y encontró su sonrisa burlona espeluznantemente cerca; para su horror, se acercó todavía más, agachado como estaba, hasta quedar sus rostros separados por centímetros.
Podía escuchar su propio corazón, latiendo en cada parte de su cuerpo, y sentía cómo sus brazos amenazaban con perder sus fuerzas. Lo observó sorprendida y temerosa, escrutando su mirada, sus facciones, en busca de algo que la tranquilizara o la pusiera en alerta; su sonrisa divertida, acompañada de sus ojos fríos, no hacía más que ponerla incómoda.
-Bravo- susurró, burlón, provocativo, muy cerca de su rostro. ¿Qué buscaba? Dudaba que, con todo eso, intentara solamente molestarla; debía tener mejores cosas que hacer. ¿Qué era lo que quería, entonces? Sus ojos la ponían nerviosa, la desconcentraban, le impedían pensar.
-Ayúdame- volvió a pedir, sin dejar de mirarlo, apelando a cualquier sentimiento que escondiese dentro. Ninguna súplica parecía tener más que el efecto contrario.
Estiró su brazo hacia ella, sin dejar de mirarla con una diversión fría que rozaba el sadismo, y limpió con el dorso de su mano el sudor que no dejaba de deslizarse por su piel. Amira abrió los ojos ante el sorpresivo contacto y, de pronto, contuvo la respiración, tensando cada músculo; su mente dejó de funcionar.
Si bien su tacto era suave y delicado, comenzó a marearse y a perderse en una marea de sensaciones horribles que le resultaban familiares. Le dolía allí adonde la tocaba, como si la estuviese golpeando; le dolía de pronto cada músculo, cada moretón. La mirada de D’Ándalan se confundía con sus ojos fríos, su mano suave la llenaba de un pánico que apenas había conseguido dejar atrás y su propio sudor empezaba a tornarse helarse.
Mancha tras mancha, toda su visión se cubrió de negro y su cuerpo perdió la poca fuerza que le quedaba; en medio del terror que sentía, entre todas las imágenes que la asaltaban, y en apenas un segundo se dejó caer inconscientemente como resultado del pánico, desesperada por alejarse tanto de la realidad como de los recuerdos que su cuerpo parecía empeñado en revivir mientras su mente repetía una y otra vez imágenes que la paralizaban. Soñaba con ellas cada noche, en cada pesadilla, y, en ese momento, se sentían reales.
Cuando recobró su visión y sus propios sentidos, apenas segundos después, lo primero que vio fue el vacío que volvía a esperarla bajo sus pies.
Se revolvió, asustada ante el peligro, y recién entonces notó la mano que la sujetaba de la muñeca para que no cayera. Shasta se había inclinado hacia delante, hasta meter la mitad de su torso dentro, y la observaba con una sorpresa que parecía genuina, ligeramente boquiabierto. La escrutó fijamente, buscando algo en ella que explicara su reacción, y luego de un momento alzó las cejas, inquisitivo, mirándola para después mirar la profunda oscuridad que la rodeaba.
-No quieres caer ahí, princesa- murmuró, con una mirada en blanco dirigida hacia el fondo del pozo. A pesar de su inexpresividad, había algo en él (tal vez la rigidez en el brazo con el cual la sujetaba, la fuerza que empleaba o la dureza de sus rasgos) que delataba su incomodidad-. Podrías pasar semanas allí abajo, meses, muriendo de hambre, tal vez con una pierna rota o un brazo, mientras las ratas te muerden para alimentarse.
Volvió a mirarla y, por unos segundos, la estudió; lentamente, no obstante, fue retomando su mirada glacial, su sonrisa tensa.
-Por favor- repitió, asustada por sus palabras, y se afianzó a la mano que la mantenía en el aire y le impedía caer en la pesadilla que acababa de describir. Cálmate, intenta asustarte. ¿Por qué intentaba asustarla?
-Te dije que eso no me sirve de nada- dijo, impaciente, de pronto mucho más frío- Dame un motivo por el cual debería salvarte. ¿Cómo puedes ser útil, princesa?
El sonido de su propia respiración le dificultaba el pensamiento y los latidos de su corazón retumbando en cada parte de su cuerpo, también. No le tenía tanto miedo a la muerte, no a esas alturas del partido, pero sí a las imágenes que se sucedían en su cabeza sobre oscuridad y ratas…, las mismas ratas que habían acompañado parte de su infancia, las ratas a las que había visto devorar a un niño entre gritos de terror.
-Puedo usar los vanix- soltó, desesperada; era algo que sólo sospechaba y que quizás no fuese cierto, y algo, también, por lo que podrían matarla. Como si intentar asesinar a un noble no lo fuera. La escrutó un momento y, gradualmente, suavizó su expresión helada.
-No es suficiente.
Deslizó los dedos que se cernían a su muñeca un poco más arriba, con suavidad, en lo que podría haber sido una caricia pero era, sin duda, una amenaza. ¿Iba a soltarla? Tal vez, después de todo, no fuera para tanto; tal vez muriera al caer, si conseguía golpearse la cabeza. Tal vez incluso lograra salir de allí por su propia cuenta, si era verdad que podía usar los vanix y si aprendía cómo.
Aún así, el miedo la obligaba a sujetarse con fuerza a la mano que la sostenía y a pensar con toda la velocidad de la que era capaz. ¿Debía decirle sobre la reserva de conux? Esa era su última carta y, si la usaba mal…
-Hay algo que el gobernador no quiere que nadie sepa. Por eso me están buscando- dijo, tirándose un farol en parte. No estaba para nada segura de por qué la estaban buscando tan desesperadamente, ni sabía más que una pequeña fracción de lo que el D’Ándalan escondía.
Esperó, observándolo, pero la única reacción que vio en su rostro fue el amago de una sonrisa y unos ojos ligeramente entrecerrados que la miraban con diversión y recelo. ¿No le creía? Sí, sí lo hace. Es lo que ha estado esperando que diga desde el principio.
-Dilo- exigió, haciendo uso de su superioridad respecto a las circunstancias. Sin embargo, Amira sostuvo su mirada imperativa con determinación, todavía asustada, pero lo suficientemente concentrada razonando los pasos que iba a seguir a continuación como para no dejarse intimidar.
-Sácame- rogó, sabiendo que si lo reclamaba sólo conseguiría enojarlo. O hacerlo sonreír una vez más.
-Me lo pensaré después de escucharte.
-Nada me garantiza que después de que te lo diga no me dejarás caer. Y déjame unirme a la organización- añadió, un tono más bajo, temiendo hacerlo enojar o que alguien los escucharla. Él también pareció tensarse ante la indiscreción- Entonces te lo diré. Y juro que te va a interesar.
-No estás en posición de negociar nada, princesa- amenazó, recuperando su expresión helada, aterradora. No podía ceder, no ante su última oportunidad, sin embargo… sus ojos, no podía quitar la vista de sus ojos, hipnotizada; mirarlo fijamente era como encontrarse frente a un precipicio. Sabía que podía caer si se acercaba, pero tenía que echar un vistazo. Y ese era un precipicio muy profundo y peligroso.
-Lo sé, pero no tengo más alternativa. Suéltame, si no te parece bien- ofreció, intentando que no le temblara la voz-. Pero no te diré nada.
Se sostuvieron la mirada durante un rato, ella tratando de aparentar determinación y ocultando el miedo que le corroía el estómago, él simplemente midiéndola con una expresión indescifrable, tenebrosa. Podía dejarla caer, podía no confiar en ella y soltarla; en cualquier momento los dedos que la sujetaban podían desprenderse de su muñeca y ella se hundiría en la oscuridad rápidamente, se golpearía y se sumergiría en el agua del pozo, si tenía suerte, muerta. Si no la tenía, tal vez se ahogaría al hundirse. Tal vez, como él había predicho, muriera en boca de esos animalitos que tanto odiaba. Tal vez se desangrara, o muriera de hambre tras días y días. Tal vez…
Detuvo sus pensamientos, y el temblor que se había apoderado por completo de su brazo, cuando se sintió subir, elevarse tironeada sin dificultad alguna. La levantó hasta que, de nuevo, pudo ver el pequeño patio que rodeaba al pozo y entonces la alzó, sujetándola de las axilas sin demasiada fuerza. La soltó ni bien sus pies tocaron el suelo y, totalmente débil y exhausta, le fue imposible mantenerse en pie.
Cayó de rodillas frente a él y, separando su cuerpo del suelo con los brazos extendidos, respiró profundamente, aliviada, recuperando fuerzas. Cada parte de su cuerpo parecía insostenible, frágil, inerte, cada parte de su cuerpo temblaba como una gelatina. Con el cabello cayéndole sobre el rostro y cubriendo las lágrimas de alivio que pugnaban por salir, se mantuvo inmóvil casi un minuto, recuperándose del pánico que empezaba a abandonarla.
Lentamente, a medida que fue sintiéndose mejor, alzó la cabeza y comenzó a erguirse, dispuesta a ponerse en pie.
No llegó a ver nada, apenas sintió el golpe. Algo impactó contra su cabeza y de pronto todo se nubló hasta volverse negro; no tuvo tiempo de sentir dolor mientras perdía poco a poco la consciencia. Lo último que vio, o creyó ver, fue el color anaranjado de un cielo vasto, despejado, y una sombra que se acercaba hasta recortarse en él.
No supo nada más.
El sudor aun le bajaba por el rostro mientras Enxo, intentando reponer todo el líquido que había perdido, bebía de aquella pequeña pileta de la cual la gente tomaba agua, se bañaba y hacía quién sabe qué más. Estaba sediento, pero no tanto como para no sentir el regusto a porquería que permanecía en su boca cuando tragaba el líquido. Con una mueca de asco, volvió a juntar sus dos manos y, recogiendo el agua, las llevó de nuevo hacia su boca con la vista fija en el pedacito de cielo ya no tan claro que se abría sobre su cabeza, esforzándose por no reparar en el color de la basura que estaba ingiriendo.-Te acostumbras al olor- dijo una vocecita a sus espaldas, una voz que ya comenzaba a resultarle irritante y que lo sobresaltó; separó sus manos instintivamente y el agua que había estado sosteniendo mojó sus ropas. Maldijo por lo bajo- Y a
El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra. -¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener
Sangre. Hay sangre en todas partes. Hay sangre en las paredes, en el piso de mármol, en las sábanas blancas… D’Ándalan está cubierto de sangre. La observa con su mirada lasciva, le sonríe. Le pide que cante. Ella no quiere cantar. Y él está cubierto de sangre. Y aunque está cubierto de sangre se le acerca. Le pide que cante. Ella no canta y le pide que se desvista. Le ordena que se desvista. Ella no se desviste, D’Ándalan la golpea. La tira sobre la sangre que hay en la cama. Le pega de nuevo, la toca con sus manos manchadas, la macha, le deja marcas rojas ahí donde pasa sus manos. Le toca los senos, la golpea, le dice que se calle, le abre las piernas, la manosea… Pero ella no canta. No quiere cantar para él. No quiere que la toque. Hay sangre por todas partes. D’Ándalan le dice cosas horribles al oído, cosas que ella no entiende. D’Ándalan la toca y a ella le duele. D’Ándalan la golpea. No quiere. Llora, grita, pero no canta. No volverá a cantar jamás. D’Ándal
-Más cerca-exigió, con un tono divertido y, a la vez, un tanto más amable. Sin dejar de mirar directamente a su camisa negra, dio otro paso hacia delante, intentando contener el temblor de sus rodillas. Shasta dio un corto paso hacia ella, hasta que su pecho quedó a escasos centímetros de su rostro; se sobresaltó y tuvo que resistir el impulso de alejarse cuando sintió una mano en la cintura, una mano que la sujetaba con una delicadeza que no parecía propia del dueño del brazo que estaba rodeando su cuerpo. Se mantuvo todo lo quieta que pudo, expectante, sin conseguir ocultar el temblor que la recorría de pies a cabeza. Sin embargo, cuanto más miraba fijamente su pecho, cuanto más se concentraba en la suavidad de su tacto, algo en ella parecía comenzar a calmarse. Puede ser un imbécil, pero no va a hacerme daño, se convenció, respirando profundamente; si quisiera, ya lo habría hecho. Entonces, mientras empezaba a tranquilizarse, reparó de reojo en la multit
“La cena es dentro de media hora”. Debía ser más o menos el tiempo que llevaba caminando alrededor sin saber a dónde ir. Luego de estar de pie en medio de la gente que, poco a poco, comenzaba a olvidarse de ella y a seguir con sus cosas para echarle cada tanto una mirada de reojo, una mujer joven se le había acercado no muy amablemente y le había hecho saber de modo escueto que podía cambiarse en cualquiera de los dos baños, donde había mudas de esa ropa que llevaban todos: musculosas negras y calzas anchas del mismo color. La mujer, alta y fornida, se había alejado sin esperar a inevitables preguntas y había salido por la gran puerta. Amira, confundida e incómoda, se apresuró a obedecer. Una vez vestida y con la capa bajo el brazo, había salido también, ansiosa por escapar de la curiosidad de todo el mundo. No había aprendido mucho del sitio en todo el tiempo que llevaba explorando; no sabía tampoco a qué lugares podía ir y a cuáles no. Por las dudas,
Le dolía cada músculo, cada tejido y cada órgano de su cuerpo; fue lo primero que notó a medida que su consciencia regresaba y, con ella, su capacidad para pensar. Hizo una mueca y emitió un gemido mientras comenzaba a abrir los ojos sin prestar mucha atención a las paredes de roca que lo rodeaban. La luz llegaba hasta donde estaba él y un poco más allá, pero el mediodía parecía haber pasado de largo hacía ya horas; oyó a su estómago gruñir y maldijo. Frunció el ceño y cerró los ojos un instante, en un intento por despejar su vista; lentamente, consciente de la condición de su cuerpo, comenzó a incorporarse entre gruñidos mientras atraía tantos vanix como le era posible. Iba a necesitar unos cuantos para arreglar todos los huesos que le habían roto. Se detuvo, no obstante, en cuando vio con sorpresa al niño que lo observaba aliviado. -¡Estás vivo!- dijo con alegría mientras se acercaba para ayudarlo. Enxo gruñó mientras lo observaba. -Pues claro que estoy viv
Se encaminó una vez más hacia el sonido de las palas y las picas; dudaba que estuviera trabajando, pero debía empezar por algún sitio. ¿Qué iba a hacer cuando la encontrara? ¿Darle las gracias? ¿Decirle que no había sido necesario, que no hubiesen podido matarlo, que era el príncipe y que estaba ahí momentáneamente y que no necesitaba ayuda de una arrénica? Sin embargo, en el fondo sabía que no la buscaba por eso, no por lo que había hecho. La buscaba por sus ojos, por la mirada que le había dirigido, esa mirada que lo había desencajado del mundo y le había hecho olvidar dónde estaba, que lo había hecho desear consolarla a ella por su propio dolor… Quería volver a ver esos ojos. Luego decidiría qué decirle. Fue primero al agujero central, por donde arrojaban la comida, y la buscó entre las personas que rompían las piedras; sabía que, si lo veían andando, le devolverían la pala que parecía haber desaparecido y lo pondrían a trabajar una vez más, por lo que se mantuvo lo sufic
El comedor era una sala grande llena de mesas y sillas que seguía un procedimiento similar a los eventos de “caridad” que, cada tanto, organizaba algún noble en las calles y a los que ella solía asistir para robar: una fila, bandejas y dos o tres personas que servían en un plato lo que hubiera para comer. Un montón de bolsillos a los que meter mano. Llevó su plato de sopa hasta el rincón más alejado, se sentó en una de las mesas que estaban desocupadas, dejó la capa a un costado y, antes de dedicarse a examinar el lugar o pensar en cualquier cosa, atacó la comida con un hambre que no sentía desde hacía años. Estaba muy aguada y los fideos bastante duros, pero hubiera repetido el plato una diez veces; se atrevió a extrañar, por un cortísimo instante, la comida de la mansión. Sacudió la cabeza, sabiendo que un recuerdo la llevaría al otro, y termino su plato con avidez. Una vez que estuvo vacío, dejó la cuchara a un lado, juntó sus manos sobre la mesa y, tras un suspir