Una semana. Tenías que sobrevivir una semana.
Era fácil decirlo.
Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana.
Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo…
Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa de los guardias que la perseguían desde hacía ya unos minutos. Habían salido de la ciudad por ella (¡habían atravesado los muros de su burbuja por ella!) y la buscaban en cada rincón de las calles. Nadie nunca, jamás, salía de la ciudad una vez que estaba dentro a menos que tuviese permiso real o que fuese muy, muy lejos; afuera no había nada que importara más que muerte, despojos y un olor horrible. Las leyes y la justicia se encerraban en los muros de la ciudad y, tras ella, reaparecía para cobrar impuestos en los campos y controlar a los campesinos. Alrededor de la muralla se formaba un vacío al que nadie quería entrar, donde la gente hacía cualquier cosa para sobrevivir… o para buscar la muerte.
Fuera de los días de la cosecha, dos veces al año, no había uniformes visibles en aquel sector. Ese día, sin embargo, alguien había decidido hacer una excepción y, gracias a ese alguien, Amira corría para salvar su vida, sin saber a dónde la llevaban sus propias piernas, sin mirar atrás.
Sabía que si lograba perderlos un momento, si conseguía algo de ventaja, podría ocultarse; era buena en eso, pasar inadvertida era su mayor encanto. Pero no podía meterse en ningún lado mientras los dos tipos que la perseguían (¿seguirían siendo dos o se habría sumado alguno más?) le vigilaran la espalda. A pesar de la velocidad a la que corría y del tamaño de sus cazadores que les jugaba en contra, los sentía más y más cerca y sus rápidos pasos resonaban más y más profundo en su cabeza.
Una semana. Los ojos, algo más brillantes de lo normal, del hombre que había intentado matarla aquella noche asaltaron de pronto su mente; esa voz hizo eco una vez más en sus oídos. Espeluznante. Raro. Aterrador. ¿En qué se había metido?
Gritó involuntariamente cuando uno de los guardias la alcanzó y la tomó del brazo, sorprendiéndola. Sintió cómo sus piernas perdían el equilibrio y ambos cayeron sobre el suelo de una tierra ya seca; rodó unos pocos metros y luego su cuerpo se detuvo, completamente entumecido, boca arriba. Abrió los ojos, gimiendo de dolor, y se apresuró a incorporarse lo suficiente como para poder mirar alrededor, asustada y confundida. El que había rodado con ella comenzaba a incorporarse y un segundo hombre corría de prisa hacia ella, a corta distancia; no llegaría a tiempo para levantarse y echarse a correr una vez más.
¿Es el fin?, se preguntó mientras intentaba ponerse en pie con torpeza. La matarían. ¿Decidirían colgarla o la degollarían? Ya no importaba; al menos, había sido libre durante tres días.
Todo parecía irreal, confuso y muy lento; a sus ojos las imágenes perdían nitidez y las cosas se salían de foco por momentos, mareándola. El hombre llegó hasta ella y, sin que la joven consiguiera verlo claramente, sujetó sus brazos con una rudeza innecesaria y empujó hacia abajo una vez más, obligándola a arrodillarse. Amira ignoró el dolor que recorrió su cuerpo y no se resistió mientras el segundo hombre, que acababa de levantarse, le tendía a su compañero una cuerda y luego se agachaba frente a ella. Le costó enfocar el rostro pálido y los ojos oscuros del cosseno que la observaba con una sonrisa burlona; puso una mano en la parte superior de la cabeza de la joven que apenas lograba ocultar el miedo en su mirada, en un principio con suavidad. Acarició su cabello una vez, estremeciéndola, y luego tiró de él con fuerza hasta obligarla a levantar el rostro y arrancarle un chillido de sorpresa y dolor.
-¿Todo por esta mocosa?- preguntó, chasqueando la lengua mientras la observaba de pies a cabeza con una expresión de desdén- D’Ándalan tiene un gusto… particular.
¿D’Ándalan? Amira enfocó la mirada, ahora sin problema alguno, sintiendo cómo el pánico luchaba con sus nauseas en una guerra por apoderarse de su cuerpo.
-Cierra el pico, que es el gobernador- ordenó el otro mientras, a su espalda, comenzaba a atarle las manos-. Y por esta “mocosa” nos va a pagar con conux.
La joven apenas escuchó la risa del hombre que continuaba tirando de su pelo con crueldad, apenas sintió el dolor. “No lo has matado, puedes limpiar tus culpas”. No podía ser, no lo había creído. Ella misma había hundido el cuchillo, había sentido cómo el filo pasaba a través del cuerpo con dificultad y lo había retirado luego de un cadáver que ya no respiraba; había visto… No podía ser. No.
“Quítate la ropa”. Sus manos desgarrando su falda, subiéndola, su cuerpo sobre el de ella… “Puta…” Los golpes en su estómago para quitarle el aire, el pánico, el terror. Y sus ojos, sus ojos sádicos, su sonrisa enferma. Sus ojos muertos. Quería echarse a llorar, gritar, rogarles que la dejaran ir, pero no pudo hacer más que quedarse en blanco mientras la inmovilizaban, perdida en recuerdos horribles.
-No…- murmuró, en una especie de súplica que no pudo concretar. No podían llevarla de nuevo allí, no con ese hombre; antes prefería morir.
-Cállate- ordenó, justo antes de soltar su cabello y tomar su brazo en un intento por levantarla. “Cállate” le había gritado él también, y después la bofetada.
-¡No! ¡Suéltame…!- consiguió gritar y, por primera vez, comenzó a resistirse con todas sus fuerzas, presa del miedo y la desesperación-. ¡Suéltenme!
Un golpe en el estómago con el puño de una espada la dejó sin aliento y ellos empezaron a forcejear para arrastrarla. Otro golpe, esta vez en la cabeza, la dejó aturdida y algo más dócil. Sintió cómo entre los dos la obligaban a seguirlos, mareada; todo a su alrededor daba vueltas mientras sus pies ofrecían una mínima resistencia al rozar contra el suelo. Iban a llevarla con el gobernador una vez más, no iban a matarla; quizás nadie sabía que había intentado asesinarlo.
No la buscaban para arrestarla, la buscaban porque ese hijo de puta les había ofrecido dinero a cambio. No, repitió mientras sentía cómo la desesperación y el pánico corrían por su cuerpo. Le pareció ver, una vez más, que a su alrededor todo se enrojecía; un rojo extraño y en el que no lograba enfocar su vista. Ya no confiaba en sus ojos, de cualquier modo, ya no le prestaba atención a nada que no fuese el miedo que lo dominaba todo, que amenazaba con estallar.
No volveré a poner un pie en esa casa. ¡Prefiero morir!
Y estalló. De pronto algo salió de ella, algo nacido de su miedo; una fuerza que no era física y que salía de lo más profundo de su desesperación, una fuerza con la cual escaparon sus temores y que la dejó jadeando. Podía ver ahora con claridad cada detalle de cada muro, cada partícula de polvo, cada insecto entre los escombros que se amontonaban frente a ella.
Los hombres ya no la sujetaban y la cuerda que habían atado a sus muñecas parecía haber desaparecido; se observó las manos primero, confundida, y luego miró a su alrededor.
Contuvo una arcada.
Se acercó lentamente al hombre que la había sujetado del cabello, sintiéndose temblar; yacía contra la pared trasera de una casa pequeña y a medio construir, sentado y sin vida. La sangre que había escapado de su cuerpo se encontraba desparramada a su alrededor como si hubiese sido arrojada, salpicándolo todo. En el muro de ladrillos había quedado un rastro discontinuo: en la parte superior una gran mancha roja dibujaba un círculo extraño del cual se desprendían retazos y del que aun se deslizaban restos…, por debajo se marcaba la línea que había trazado al caer. El cuerpo estaba aplastado y la cabeza parecía haber reventado por detrás en el impacto… Amira se inclinó involuntariamente a un lado del cadáver y vomitó.
No tuvo tiempo de reparar en el otro guardia, que había visto de pasada a sus espaldas también cubierto de sangre. Ni bien hubo soltado lo poco que tenía en el estómago, escuchó los pasos. Luego los gritos. Un hombre, en la otra punta del callejón, la señaló.
-¡Ahí!- gritó y otros dos, todos uniformados, lo siguieron cuando empezó a correr hasta ella.
Esforzándose por controlar el temblor de su cuerpo y ocultando de su mente las imágenes que acababa de ver, comenzó a correr una vez más, con torpeza en un principio. Los había matado. No tenía ni idea de cómo, pero sí estaba segura de que había sido ella, con esa cosa que había sentido estallar dentro y con las partículas rojas que había visto rondar alrededor. ¿Partículas? Aquello rojo que antes había confundido con un problema de visión, se le presentaba en sus recuerdos más nítidamente como partículas tan pequeñas como motas de polvo, brillantes y de un color que, pese a su tamaño, se notaba rojo. Cientos de ellas, miles.
Sacudió su cabeza, confundida, e intentó concentrarse en el problema que debía solucionar más urgentemente. La seguían a una distancia que, por el momento, la mantenía tranquila, pero no podía correr por siempre. Atravesó callejones y pasó junto a casas y carpas donde por primera vez personas repararon en ella, recelosos; maldijo y se dirigió de nuevo a las calles más externas y casi abandonadas.
Justo en el instante en que dejó de oír los pasos con claridad, se encontró en una plazoleta vacía, medio destruida e interrumpida por construcciones que habían sido provisorias y luego se habían desertado.
Con su mente funcionando a toda prisa, corrió hasta el pozo de agua que había en el rincón (si bien precario, lo único de todo lo que la rodeaba que permanecía intacto) y, sin saber muy bien qué hacía, se sujetó de la cuerda de la que colgaba el balde y, con él, se dejó caer hasta que la oscuridad de los muros de piedra que la rodeaban la ocultó por completo. Sosteniéndose con los dos extremos de la soga que se desprendían de la polea, para no caer, se mantuvo inmóvil durante un rato.
Escuchó atentamente cuando el silencio del lugar se vio interrumpido por pisadas y susurros; los guardias echaron un vistazo corto al sitio vacío y continuaron la carrera, en pos de la joven que parecía haber desaparecido. Amira no se atrevía a salir de su escondite.
El sol amenazaba con comenzar a ocultarse y, sobre su cabeza, el cielo empezaba a tornarse de un color naranja; la brisa del atardecer, allí abajo, no conseguía alcanzarla. ¿Qué tan profundo sería el pozo?, se preguntó mientras observaba la oscuridad sobre la que colgaban sus pies. No quería averiguarlo.
Con un cosquilleo en el estómago que empezaba a resultar desagradable, luego de aguardar unos minutos en medio de aquel silencio que parecía seguro, comenzó a izarse torpemente con las dos cuerdas que sostenían sus manos. La fuerza de sus brazos no era algo de lo que se enorgulleciera; sin embargo, poco a poco fue logrando alzarse hasta que sus ojos asomaron por encima de las rocas viejas que rodeaban al pozo.
Entonces, para su sorpresa, tras un corto y sordo sonido, la cuerda se cortó. Ahogando un grito alcanzó, apenas, a sujetarse del borde justo antes de que tanto la soga como el balde cayeran; no tardó en escuchar un chapoteo sobre su respiración jadeante. Perfecto. Es el colmo.
Intentó elevarse, sujetándose con mayor firmeza, raspando con sus pies descalzos y ya bastante heridos la roca del agujero en el que estaba metida, sin resultado alguno. ¿Iba a morir así? Lo prefería, antes que volver a poner un pie en aquella mansión infernal en la que había estado metida los últimos tres años. Aun así, si miraba hacia abajo e intentaba descifrar lo que había tras la oscuridad, un miedo instintivo, el miedo a la muerte, le recorría el cuerpo y la obligaba a sujetarse con fuerza. Continuó tratando de izarse al menos un poco, lo suficiente como para poder sacar sus brazos… Fue inútil.
Sus músculos comenzaban a protestar cuando, a punto de intentarlo una vez más, escuchó pasos. Se detuvo e, inmóvil, se preguntó si los guardias habían vuelto, mientras se esforzaba por no caer. Pero parecían los pasos de una sola persona, pasos tranquilos, apenas audibles…, pasos que se acercaban al pozo.
¿Podía ser alguien que sólo pasara por allí? ¿Alguien que necesitase agua? Podía ayudarla, podía ser su salvación… o podía avisar a los guardias. O matarla. O… No se atrevió a gritar ni a avisar de su presencia pero, fuese quien fuese, probablemente ya había visto las manos que asomaban sobre las piedras. Con el corazón latiéndole con fuerza y gotas de sudor deslizándose por su rostro, aguantó mientras el dueño de los pasos se acercaba más y más, hasta cubrir con su cuerpo la poca luz del sol que todavía la alcanzaba. Alzó los ojos hacia la figura negra que se erguía sobre ella, imponente, aterradora, e hizo un esfuerzo por que sus brazos no temblaran mientras buscaba entre las sombras un rostro familiar.
¿Shasta?
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa. No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese. -¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica. Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta,
El sudor aun le bajaba por el rostro mientras Enxo, intentando reponer todo el líquido que había perdido, bebía de aquella pequeña pileta de la cual la gente tomaba agua, se bañaba y hacía quién sabe qué más. Estaba sediento, pero no tanto como para no sentir el regusto a porquería que permanecía en su boca cuando tragaba el líquido. Con una mueca de asco, volvió a juntar sus dos manos y, recogiendo el agua, las llevó de nuevo hacia su boca con la vista fija en el pedacito de cielo ya no tan claro que se abría sobre su cabeza, esforzándose por no reparar en el color de la basura que estaba ingiriendo.-Te acostumbras al olor- dijo una vocecita a sus espaldas, una voz que ya comenzaba a resultarle irritante y que lo sobresaltó; separó sus manos instintivamente y el agua que había estado sosteniendo mojó sus ropas. Maldijo por lo bajo- Y a
El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra. -¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener
Sangre. Hay sangre en todas partes. Hay sangre en las paredes, en el piso de mármol, en las sábanas blancas… D’Ándalan está cubierto de sangre. La observa con su mirada lasciva, le sonríe. Le pide que cante. Ella no quiere cantar. Y él está cubierto de sangre. Y aunque está cubierto de sangre se le acerca. Le pide que cante. Ella no canta y le pide que se desvista. Le ordena que se desvista. Ella no se desviste, D’Ándalan la golpea. La tira sobre la sangre que hay en la cama. Le pega de nuevo, la toca con sus manos manchadas, la macha, le deja marcas rojas ahí donde pasa sus manos. Le toca los senos, la golpea, le dice que se calle, le abre las piernas, la manosea… Pero ella no canta. No quiere cantar para él. No quiere que la toque. Hay sangre por todas partes. D’Ándalan le dice cosas horribles al oído, cosas que ella no entiende. D’Ándalan la toca y a ella le duele. D’Ándalan la golpea. No quiere. Llora, grita, pero no canta. No volverá a cantar jamás. D’Ándal
-Más cerca-exigió, con un tono divertido y, a la vez, un tanto más amable. Sin dejar de mirar directamente a su camisa negra, dio otro paso hacia delante, intentando contener el temblor de sus rodillas. Shasta dio un corto paso hacia ella, hasta que su pecho quedó a escasos centímetros de su rostro; se sobresaltó y tuvo que resistir el impulso de alejarse cuando sintió una mano en la cintura, una mano que la sujetaba con una delicadeza que no parecía propia del dueño del brazo que estaba rodeando su cuerpo. Se mantuvo todo lo quieta que pudo, expectante, sin conseguir ocultar el temblor que la recorría de pies a cabeza. Sin embargo, cuanto más miraba fijamente su pecho, cuanto más se concentraba en la suavidad de su tacto, algo en ella parecía comenzar a calmarse. Puede ser un imbécil, pero no va a hacerme daño, se convenció, respirando profundamente; si quisiera, ya lo habría hecho. Entonces, mientras empezaba a tranquilizarse, reparó de reojo en la multit
“La cena es dentro de media hora”. Debía ser más o menos el tiempo que llevaba caminando alrededor sin saber a dónde ir. Luego de estar de pie en medio de la gente que, poco a poco, comenzaba a olvidarse de ella y a seguir con sus cosas para echarle cada tanto una mirada de reojo, una mujer joven se le había acercado no muy amablemente y le había hecho saber de modo escueto que podía cambiarse en cualquiera de los dos baños, donde había mudas de esa ropa que llevaban todos: musculosas negras y calzas anchas del mismo color. La mujer, alta y fornida, se había alejado sin esperar a inevitables preguntas y había salido por la gran puerta. Amira, confundida e incómoda, se apresuró a obedecer. Una vez vestida y con la capa bajo el brazo, había salido también, ansiosa por escapar de la curiosidad de todo el mundo. No había aprendido mucho del sitio en todo el tiempo que llevaba explorando; no sabía tampoco a qué lugares podía ir y a cuáles no. Por las dudas,
Le dolía cada músculo, cada tejido y cada órgano de su cuerpo; fue lo primero que notó a medida que su consciencia regresaba y, con ella, su capacidad para pensar. Hizo una mueca y emitió un gemido mientras comenzaba a abrir los ojos sin prestar mucha atención a las paredes de roca que lo rodeaban. La luz llegaba hasta donde estaba él y un poco más allá, pero el mediodía parecía haber pasado de largo hacía ya horas; oyó a su estómago gruñir y maldijo. Frunció el ceño y cerró los ojos un instante, en un intento por despejar su vista; lentamente, consciente de la condición de su cuerpo, comenzó a incorporarse entre gruñidos mientras atraía tantos vanix como le era posible. Iba a necesitar unos cuantos para arreglar todos los huesos que le habían roto. Se detuvo, no obstante, en cuando vio con sorpresa al niño que lo observaba aliviado. -¡Estás vivo!- dijo con alegría mientras se acercaba para ayudarlo. Enxo gruñó mientras lo observaba. -Pues claro que estoy viv
Se encaminó una vez más hacia el sonido de las palas y las picas; dudaba que estuviera trabajando, pero debía empezar por algún sitio. ¿Qué iba a hacer cuando la encontrara? ¿Darle las gracias? ¿Decirle que no había sido necesario, que no hubiesen podido matarlo, que era el príncipe y que estaba ahí momentáneamente y que no necesitaba ayuda de una arrénica? Sin embargo, en el fondo sabía que no la buscaba por eso, no por lo que había hecho. La buscaba por sus ojos, por la mirada que le había dirigido, esa mirada que lo había desencajado del mundo y le había hecho olvidar dónde estaba, que lo había hecho desear consolarla a ella por su propio dolor… Quería volver a ver esos ojos. Luego decidiría qué decirle. Fue primero al agujero central, por donde arrojaban la comida, y la buscó entre las personas que rompían las piedras; sabía que, si lo veían andando, le devolverían la pala que parecía haber desaparecido y lo pondrían a trabajar una vez más, por lo que se mantuvo lo sufic