Capítulo 7

Una semana. Tenías que sobrevivir una semana.

     Era fácil decirlo.

     Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana.

     Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo…

     Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa de los guardias que la perseguían desde hacía ya unos minutos. Habían salido de la ciudad por ella (¡habían atravesado los muros de su burbuja por ella!) y la buscaban en cada rincón de las calles. Nadie nunca, jamás, salía de la ciudad una vez que estaba dentro a menos que tuviese permiso real o que fuese muy, muy lejos; afuera no había nada que importara más que muerte, despojos y un olor horrible. Las leyes y la justicia se encerraban en los muros de la ciudad y, tras ella, reaparecía para cobrar impuestos en los campos y controlar a los campesinos. Alrededor de la muralla se formaba un vacío al que nadie quería entrar, donde la gente hacía cualquier cosa para sobrevivir… o para buscar la muerte.

     Fuera de los días de la cosecha, dos veces al año, no había uniformes visibles en aquel sector. Ese día, sin embargo, alguien había decidido hacer una excepción y, gracias a ese alguien, Amira corría para salvar su vida, sin saber a dónde la llevaban sus propias piernas, sin mirar atrás.

     Sabía que si lograba perderlos un momento, si conseguía algo de ventaja, podría ocultarse; era buena en eso, pasar inadvertida era su mayor encanto. Pero no podía meterse en ningún lado mientras los dos tipos que la perseguían (¿seguirían siendo dos o se habría sumado alguno más?) le vigilaran la espalda. A pesar de la velocidad a la que corría y del tamaño de sus cazadores que les jugaba en contra, los sentía más y más cerca y sus rápidos pasos resonaban más y más profundo en su cabeza.

     Una semana. Los ojos, algo más brillantes de lo normal, del hombre que había intentado matarla aquella noche asaltaron de pronto su mente; esa voz hizo eco una vez más en sus oídos. Espeluznante. Raro. Aterrador. ¿En qué se había metido?

     Gritó involuntariamente cuando uno de los guardias la alcanzó y la tomó del brazo, sorprendiéndola. Sintió cómo sus piernas perdían el equilibrio y ambos cayeron sobre el suelo de una tierra ya seca; rodó unos pocos metros y luego su cuerpo se detuvo, completamente entumecido, boca arriba. Abrió los ojos, gimiendo de dolor, y se apresuró a incorporarse lo suficiente como para poder mirar alrededor, asustada y confundida. El que había rodado con ella comenzaba a incorporarse y un segundo hombre corría de prisa hacia ella, a corta distancia; no llegaría a tiempo para levantarse y echarse a correr una vez más.

     ¿Es el fin?, se preguntó mientras intentaba ponerse en pie con torpeza. La matarían. ¿Decidirían colgarla o la degollarían? Ya no importaba; al menos, había sido libre durante tres días.

    Todo parecía irreal, confuso y muy lento; a sus ojos las imágenes perdían nitidez y las cosas se salían de foco por momentos, mareándola. El hombre llegó hasta ella y, sin que la joven consiguiera verlo claramente, sujetó sus brazos con una rudeza innecesaria y empujó hacia abajo una vez más, obligándola a arrodillarse. Amira ignoró el dolor que recorrió su cuerpo y no se resistió mientras el segundo hombre, que acababa de levantarse, le tendía a su compañero una cuerda y luego se agachaba frente a ella. Le costó enfocar el rostro pálido y los ojos oscuros del cosseno que la observaba con una sonrisa burlona; puso una mano en la parte superior de la cabeza de la joven que apenas lograba ocultar el miedo en su mirada, en un principio con suavidad. Acarició su cabello una vez, estremeciéndola, y luego tiró de él con fuerza hasta obligarla a levantar el rostro y arrancarle un chillido de sorpresa y dolor.

     -¿Todo por esta mocosa?- preguntó, chasqueando la lengua mientras la observaba de pies a cabeza con una expresión de desdén- D’Ándalan tiene un gusto… particular.

     ¿D’Ándalan? Amira enfocó la mirada, ahora sin problema alguno, sintiendo cómo el pánico luchaba con sus nauseas en una guerra por apoderarse de su cuerpo.

     -Cierra el pico, que es el gobernador- ordenó el otro mientras, a su espalda, comenzaba a atarle las manos-. Y por esta “mocosa” nos va a pagar con conux.   

     La joven apenas escuchó la risa del hombre que continuaba tirando de su pelo con crueldad, apenas sintió el dolor. “No lo has matado, puedes limpiar tus culpas”. No podía ser, no lo había creído. Ella misma había hundido el cuchillo, había sentido cómo el filo pasaba a través del cuerpo con dificultad y lo había retirado luego de un cadáver que ya no respiraba; había visto… No podía ser. No.

    “Quítate la ropa”. Sus manos desgarrando su falda, subiéndola, su cuerpo sobre el de ella… “Puta…” Los golpes en su estómago para quitarle el aire, el pánico, el terror. Y sus ojos, sus ojos sádicos, su sonrisa enferma. Sus ojos muertos. Quería echarse a llorar, gritar, rogarles que la dejaran ir, pero no pudo hacer más que quedarse en blanco mientras la inmovilizaban, perdida en recuerdos horribles.

     -No…- murmuró, en una especie de súplica que no pudo concretar. No podían llevarla de nuevo allí, no con ese hombre; antes prefería morir.

     -Cállate- ordenó, justo antes de soltar su cabello y tomar su brazo en un intento por levantarla. “Cállate” le había gritado él también, y después la bofetada.

     -¡No! ¡Suéltame…!- consiguió gritar y, por primera vez, comenzó a resistirse con todas sus fuerzas, presa del miedo y la desesperación-. ¡Suéltenme!

     Un golpe en el estómago con el puño de una espada la dejó sin aliento y ellos empezaron a forcejear para arrastrarla. Otro golpe, esta vez en la cabeza, la dejó aturdida y algo más dócil. Sintió cómo entre los dos la obligaban a seguirlos, mareada; todo a su alrededor daba vueltas mientras sus pies ofrecían una mínima resistencia al rozar contra el suelo. Iban a llevarla con el gobernador una vez más, no iban a matarla; quizás nadie sabía que había intentado asesinarlo.

      No la buscaban para arrestarla, la buscaban porque ese hijo de puta les había ofrecido dinero a cambio. No, repitió mientras sentía cómo la desesperación y el pánico corrían por su cuerpo. Le pareció ver, una vez más, que a su alrededor todo se enrojecía; un rojo extraño y en el que no lograba enfocar su vista. Ya no confiaba en sus ojos, de cualquier modo, ya no le prestaba atención a nada que no fuese el miedo que lo dominaba todo, que amenazaba con estallar.

     No volveré a poner un pie en esa casa. ¡Prefiero morir!

     Y estalló. De pronto algo salió de ella, algo nacido de su miedo; una fuerza que no era física y que salía de lo más profundo de su desesperación, una fuerza con la cual escaparon sus temores y que la dejó jadeando. Podía ver ahora con claridad cada detalle de cada muro, cada partícula de polvo, cada insecto entre los escombros que se amontonaban frente a ella.

     Los hombres ya no la sujetaban y la cuerda que habían atado a sus muñecas parecía haber desaparecido; se observó las manos primero, confundida, y luego miró a su alrededor.

Contuvo una arcada.

     Se acercó lentamente al hombre que la había sujetado del cabello, sintiéndose temblar; yacía contra la pared trasera de una casa pequeña y a medio construir, sentado y sin vida. La sangre que había escapado de su cuerpo se encontraba desparramada a su alrededor como si hubiese sido arrojada, salpicándolo todo. En el muro de ladrillos había quedado un rastro discontinuo: en la parte superior una gran mancha roja dibujaba un círculo extraño del cual se desprendían retazos y del que aun se deslizaban restos…, por debajo se marcaba la línea que había trazado al caer. El cuerpo estaba aplastado y la cabeza parecía haber reventado por detrás en el impacto… Amira se inclinó involuntariamente a un lado del cadáver y vomitó.

     No tuvo tiempo de reparar en el otro guardia, que había visto de pasada a sus espaldas también cubierto de sangre. Ni bien hubo soltado lo poco que tenía en el estómago, escuchó los pasos. Luego los gritos. Un hombre, en la otra punta del callejón, la señaló.

     -¡Ahí!- gritó y otros dos, todos uniformados, lo siguieron cuando empezó a correr hasta ella.

     Esforzándose por controlar el temblor de su cuerpo y ocultando de su mente las imágenes que acababa de ver, comenzó a correr una vez más, con torpeza en un principio. Los había matado. No tenía ni idea de cómo, pero sí estaba segura de que había sido ella, con esa cosa que había sentido estallar dentro y con las partículas rojas que había visto rondar alrededor. ¿Partículas? Aquello rojo que antes había confundido con un problema de visión, se le presentaba en sus recuerdos más nítidamente como partículas tan pequeñas como motas de polvo, brillantes y de un color que, pese a su tamaño, se notaba rojo. Cientos de ellas, miles.

     Sacudió su cabeza, confundida, e intentó concentrarse en el problema que debía solucionar más urgentemente. La seguían a una distancia que, por el momento, la mantenía tranquila, pero no podía correr por siempre. Atravesó callejones y pasó junto a casas y carpas donde por primera vez personas repararon en ella, recelosos; maldijo y se dirigió de nuevo a las calles más externas y casi abandonadas.

     Justo en el instante en que dejó de oír los pasos con claridad, se encontró en una plazoleta vacía, medio destruida e interrumpida por construcciones que habían sido provisorias y luego se habían desertado.

     Con su mente funcionando a toda prisa, corrió hasta el pozo de agua que había en el rincón (si bien precario, lo único de todo lo que la rodeaba que permanecía intacto) y, sin saber muy bien qué hacía, se sujetó de la cuerda de la que colgaba el balde y, con él, se dejó caer hasta que la oscuridad de los muros de piedra que la rodeaban la ocultó por completo. Sosteniéndose con los dos extremos de la soga que se desprendían de la polea, para no caer, se mantuvo inmóvil durante un rato.

     Escuchó atentamente cuando el silencio del lugar se vio interrumpido por pisadas y susurros; los guardias echaron un vistazo corto al sitio vacío y continuaron la carrera, en pos de la joven que parecía haber desaparecido. Amira no se atrevía a salir de su escondite.

     El sol amenazaba con comenzar a ocultarse y, sobre su cabeza, el cielo empezaba a tornarse de un color naranja; la brisa del atardecer, allí abajo, no conseguía alcanzarla. ¿Qué tan profundo sería el pozo?, se preguntó mientras observaba la oscuridad sobre la que colgaban sus pies. No quería averiguarlo.

     Con un cosquilleo en el estómago que empezaba a resultar desagradable, luego de aguardar unos minutos en medio de aquel silencio que parecía seguro, comenzó a izarse torpemente con las dos cuerdas que sostenían sus manos. La fuerza de sus brazos no era algo de lo que se enorgulleciera; sin embargo, poco a poco fue logrando alzarse hasta que sus ojos asomaron por encima de las rocas viejas que rodeaban al pozo.

     Entonces, para su sorpresa, tras un corto y sordo sonido, la cuerda se cortó. Ahogando un grito alcanzó, apenas, a sujetarse del borde justo antes de que tanto la soga como el balde cayeran; no tardó en escuchar un chapoteo sobre su respiración jadeante. Perfecto. Es el colmo.

     Intentó elevarse, sujetándose con mayor firmeza, raspando con sus pies descalzos y ya bastante heridos la roca del agujero en el que estaba metida, sin resultado alguno. ¿Iba a morir así? Lo prefería, antes que volver a poner un pie en aquella mansión infernal en la que había estado metida los últimos tres años. Aun así, si miraba hacia abajo e intentaba descifrar lo que había tras la oscuridad, un miedo instintivo, el miedo a la muerte, le recorría el cuerpo y la obligaba a sujetarse con fuerza. Continuó tratando de izarse al menos un poco, lo suficiente como para poder sacar sus brazos… Fue inútil.

     Sus músculos comenzaban a protestar cuando, a punto de intentarlo una vez más, escuchó pasos. Se detuvo e, inmóvil, se preguntó si los guardias habían vuelto, mientras se esforzaba por no caer. Pero parecían los pasos de una sola persona, pasos tranquilos, apenas audibles…, pasos que se acercaban al pozo.

     ¿Podía ser alguien que sólo pasara por allí? ¿Alguien que necesitase agua? Podía ayudarla, podía ser su salvación… o podía avisar a los guardias. O matarla. O… No se atrevió a gritar ni a avisar de su presencia pero, fuese quien fuese, probablemente ya había visto las manos que asomaban sobre las piedras. Con el corazón latiéndole con fuerza y gotas de sudor deslizándose por su rostro, aguantó mientras el dueño de los pasos se acercaba más y más, hasta cubrir con su cuerpo la poca luz del sol que todavía la alcanzaba. Alzó los ojos hacia la figura negra que se erguía sobre ella, imponente, aterradora, e hizo un esfuerzo por que sus brazos no temblaran mientras buscaba entre las sombras un rostro familiar.

     ¿Shasta?

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