D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel.
El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad.
Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparado para atacar o defenderse; de esa mirada que se esforzaba por escrutarlo con terquedad.
No necesitaba verlo, no más de lo que veía por debajo de la seguridad de su capucha, para saber que el gobernador estaba asustado. Podía oír incluso, si lo intentaba, los acelerados latidos de su corazón. ¿Ese tipo pálido y evidentemente idiota era realmente un vaxer? Debía ser uno muy malo. Contuvo un suspiro mientras sentía cómo su estómago comenzaba a revolverse, cómo una vocecita en su cabeza le rogaba que acabara ya con todo, que le torciera el cuello o le rebanara la garganta. Contuvo su odio y su creciente repugnancia y se esforzó por esbozar una sonrisa siniestra que, sabía, lo espantaría todavía más.
-¿Y a cambio…?- preguntó por fin, luego de un silencio que había dejado correr adrede, un silencio que, más allá de ellos, moría entre los sonidos lejanos de una ciudad ajetreada en plena tarde.
Alrededor, sin embargo, no había más espectador que las plantas y arbustos que rodeaban las afueras de la gran mansión.
-Lo que quieras, si me traes a la chica antes de la próxima noche sin luna.
Otro silencio, interrumpido por el rumor de un viento que, si bien hacía bailar las copas de los árboles, a Shasta no parecía afectarle; como si lo rechazase con la misma vehemencia con la que rechazaba la luz. Tenía sus propias conjeturas sobre por qué el tipo que tenía delante buscaba tan desesperadamente a una niña a la que cualquiera podía matar sin demasiado esfuerzo; sabía demasiado, probablemente. Sí, él opinaba lo mismo.
Qué iba a hacer con ella en cuanto la hubiese recuperado, sin embargo, era algo que no deseaba imaginarse. Por segunda vez sintió cómo se le revolvía el estómago; los nobles son todos iguales.
-Bien- dijo, rompiendo la tensión que se había estado acumulando en el gobernador; con su traje a la moda, su chaleco verde y el sudor que comenzaba a resbalarle por el rostro, se veía ridículo-. Cuando llegue el momento, me cobraré el favor.
D’Ándalan sonrió, cortés, un tanto más tranquilo; no iba a dejar que se cobrara nada, lo mataría antes, inmediatamente después de haber conseguido a la muchacha. Shasta lo sospechaba. Esbozó a su vez una sonrisa que era todo lo contrario a la que esgrimía el otro, una sonrisa que le devolvió a aquel todos sus nervios.
Sabía que tenía que tenderle la mano para cerrar el trato pero, mirándolo reacio mientras D’Ándalan se debatía entre sus miedos y su orgullo, se cubrió entre sombras que no podían ser naturales y, gradualmente, se perdió en ellas hasta desaparecer; la oscuridad que se había creado a su alrededor tardó en disiparse, ante la atónita mirada del hombre que había quedado inmóvil en su sitio, paralizado.
Un segundo antes de desaparecer, sin embargo, el joven vaxer oyó un grito. Se sobresaltó, sorprendido, mientras los vanix que lo rodeaban (violeta, rojos y verdes) aumentaban su velocidad y comenzaban a transportarlo. Un grito no muy fuerte ni muy prolongado, un grito surgido de un impulso, nacido del miedo; un grito que rogaba ayuda. ¿La chica?, pensó, extrañado e incómodo; qué oportuna. Él no la había buscado y parecía encontrarse demasiado lejos como para que el sonido hubiese llegado a sus oídos… ¿lo había encontrado ella? Suspiró, mientras se sentía arrastrar por su propia fuerza, ya fuera del espacio-tiempo: esa muchacha podía convertirse en un problema.
Como si algo quisiera confirmar sus pensamientos, abrió los ojos ni bien sintió la tierra bajo sus pies y se encontró a sí mismo parado en un callejón vacío, fuera del muro, rodeado de las palomas que recogían las porquerías que dejaba la gente al pasar. No estaba en el refugio, evidentemente; se había dejado llevar por los vanix de la chica. Esbozó una sonrisa amarga e, irritado, soltó una maldición.
Una semana. Tenías que sobrevivir una semana. Era fácil decirlo. Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana. Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo… Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa d
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa. No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese. -¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica. Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta,
El sudor aun le bajaba por el rostro mientras Enxo, intentando reponer todo el líquido que había perdido, bebía de aquella pequeña pileta de la cual la gente tomaba agua, se bañaba y hacía quién sabe qué más. Estaba sediento, pero no tanto como para no sentir el regusto a porquería que permanecía en su boca cuando tragaba el líquido. Con una mueca de asco, volvió a juntar sus dos manos y, recogiendo el agua, las llevó de nuevo hacia su boca con la vista fija en el pedacito de cielo ya no tan claro que se abría sobre su cabeza, esforzándose por no reparar en el color de la basura que estaba ingiriendo.-Te acostumbras al olor- dijo una vocecita a sus espaldas, una voz que ya comenzaba a resultarle irritante y que lo sobresaltó; separó sus manos instintivamente y el agua que había estado sosteniendo mojó sus ropas. Maldijo por lo bajo- Y a
El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra. -¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener
Sangre. Hay sangre en todas partes. Hay sangre en las paredes, en el piso de mármol, en las sábanas blancas… D’Ándalan está cubierto de sangre. La observa con su mirada lasciva, le sonríe. Le pide que cante. Ella no quiere cantar. Y él está cubierto de sangre. Y aunque está cubierto de sangre se le acerca. Le pide que cante. Ella no canta y le pide que se desvista. Le ordena que se desvista. Ella no se desviste, D’Ándalan la golpea. La tira sobre la sangre que hay en la cama. Le pega de nuevo, la toca con sus manos manchadas, la macha, le deja marcas rojas ahí donde pasa sus manos. Le toca los senos, la golpea, le dice que se calle, le abre las piernas, la manosea… Pero ella no canta. No quiere cantar para él. No quiere que la toque. Hay sangre por todas partes. D’Ándalan le dice cosas horribles al oído, cosas que ella no entiende. D’Ándalan la toca y a ella le duele. D’Ándalan la golpea. No quiere. Llora, grita, pero no canta. No volverá a cantar jamás. D’Ándal
-Más cerca-exigió, con un tono divertido y, a la vez, un tanto más amable. Sin dejar de mirar directamente a su camisa negra, dio otro paso hacia delante, intentando contener el temblor de sus rodillas. Shasta dio un corto paso hacia ella, hasta que su pecho quedó a escasos centímetros de su rostro; se sobresaltó y tuvo que resistir el impulso de alejarse cuando sintió una mano en la cintura, una mano que la sujetaba con una delicadeza que no parecía propia del dueño del brazo que estaba rodeando su cuerpo. Se mantuvo todo lo quieta que pudo, expectante, sin conseguir ocultar el temblor que la recorría de pies a cabeza. Sin embargo, cuanto más miraba fijamente su pecho, cuanto más se concentraba en la suavidad de su tacto, algo en ella parecía comenzar a calmarse. Puede ser un imbécil, pero no va a hacerme daño, se convenció, respirando profundamente; si quisiera, ya lo habría hecho. Entonces, mientras empezaba a tranquilizarse, reparó de reojo en la multit
“La cena es dentro de media hora”. Debía ser más o menos el tiempo que llevaba caminando alrededor sin saber a dónde ir. Luego de estar de pie en medio de la gente que, poco a poco, comenzaba a olvidarse de ella y a seguir con sus cosas para echarle cada tanto una mirada de reojo, una mujer joven se le había acercado no muy amablemente y le había hecho saber de modo escueto que podía cambiarse en cualquiera de los dos baños, donde había mudas de esa ropa que llevaban todos: musculosas negras y calzas anchas del mismo color. La mujer, alta y fornida, se había alejado sin esperar a inevitables preguntas y había salido por la gran puerta. Amira, confundida e incómoda, se apresuró a obedecer. Una vez vestida y con la capa bajo el brazo, había salido también, ansiosa por escapar de la curiosidad de todo el mundo. No había aprendido mucho del sitio en todo el tiempo que llevaba explorando; no sabía tampoco a qué lugares podía ir y a cuáles no. Por las dudas,
Le dolía cada músculo, cada tejido y cada órgano de su cuerpo; fue lo primero que notó a medida que su consciencia regresaba y, con ella, su capacidad para pensar. Hizo una mueca y emitió un gemido mientras comenzaba a abrir los ojos sin prestar mucha atención a las paredes de roca que lo rodeaban. La luz llegaba hasta donde estaba él y un poco más allá, pero el mediodía parecía haber pasado de largo hacía ya horas; oyó a su estómago gruñir y maldijo. Frunció el ceño y cerró los ojos un instante, en un intento por despejar su vista; lentamente, consciente de la condición de su cuerpo, comenzó a incorporarse entre gruñidos mientras atraía tantos vanix como le era posible. Iba a necesitar unos cuantos para arreglar todos los huesos que le habían roto. Se detuvo, no obstante, en cuando vio con sorpresa al niño que lo observaba aliviado. -¡Estás vivo!- dijo con alegría mientras se acercaba para ayudarlo. Enxo gruñó mientras lo observaba. -Pues claro que estoy viv