La luz del sol se colaba por el mismo agujero por el cual, hacía ya unos meses, la habían arrojado junto a todos los demás a aquel infierno sin salida; iluminaba, debido a la hora del día, cada rincón, cada piedra, cada rostro atónito que observaba la escena.
Dehna cogió otra de las tantas rocas que se desparramaban por el suelo y ciñó a ella una mano crispada de rabia mientras se mordía el labio inferior. Era demasiado tarde para contenerse y ella no estaba dispuesta a pensarlo una vez más; la lanzó con todas sus fuerzas por el círculo de luz, sin tener ni idea de a qué estaba apuntando. Se agachó para coger otra y cambió la trayectoria, esperando que en algún lado hubiese alguien vigilando el hoyo.
-¡Eh!- gritó con fuerza mientras lanzaba una cuarta piedra en otra dirección, furiosa. Sintió cómo su corazón palpitaba al galope cuando una silueta recortada en la luz apareció en un costado del agujero. No podía ver sus rasgos claramente, pero parecía enojado. Bien.
-¿Qué quieres, morena?- preguntó con un tono entre burlón e irritado.
Ella aplastó su miedo mientras veía de reojo cómo todos los que miraban con curiosidad a su alrededor se apartaban tan lejos de la luz como les era posible. Se dio ánimos, entrecerrando los ojos e intentando ver el rostro de su interlocutor; pensó en el niño que había estado rogando ayuda, de persona en persona, el niño que tenía que ver y oír noche tras noche cómo su padre agonizaba sin poder hacer nada al respecto.
Pero no hacía aquello por Ren, que tan sólo había desencadenado la cuestión; lo hacía por todos los que habían sufrido semanas enteras gritando de dolor antes de poder morir, por todos los que en ese momento se retorcían entre chillidos y por todos los que acabarían en la misma situación si las cosas no cambiaban. Por sobre todo, lo hacía para demostrar a los demás que era posible conseguir algo en aquella tumba si alguien alzaba la voz. Sin embargo, si le salía mal, tendría el efecto contrario.
-Hay gente muriendo aquí- dijo, alzando la voz para hacerse oír, intentando ocultar tanto su miedo como la rabia que le quemaba la sangre. Le pareció oír que el guardia se reía.
-¿Y qué quieres que haga?
-¡Sáquenlos o déjenlos morir…!- gritó, pero no llegó a terminar; el hombre se dio la vuelta y se alejó del hueco, completamente indiferente, ignorando sus palabras.
Tomó otra piedra y, con todo su odio, la arrojó hacia donde él había estado. No era la primera vez que intentaba comunicarse, que pedía algo o trataba de solucionar alguna situación; la respuesta, si la había, eran risas o golpes.
Arrojó una roca más. Y luego otra. Y habría lanzado otra más, quién sabe cuántas, cuando de pronto todo comenzó a vibrar y las piedras tintinearon. Las personas que la rodeaban dejaron escapar gritos, algunas incluso corrieron como si allí dentro pudieran huir a algún sitio. Otras se encogieron, aterradas. Pero no duró mucho; a los pocos segundos las cosas volvieron a la normalidad sin que hubiese ocurrido ningún derrumbe. Había un vaxer con ellos, evidentemente.
Maldijo, mientras tomaba otra piedra y la sujetaba con una fuerza excesiva; si tan sólo ella pudiera… Quieta, Dehna, no seas estúpida. Sin embargo, nada le impedía arrojar piedras.
O eso pensaba cuando alguien sujetó el brazo que mantenía alzado y con el cual se disponía a lanzar la roca; no atinó a forcejear o a intentar soltarse, desconcertada. Se dio la vuelta, los ojos sorprendidos y la ira aplazada, hacia el hombre, tan arrénico como ella, que la superaba en altura y en tamaño y la miraba enfadado, amenazante. A medida que la sorpresa fue menguando, la rabia comenzó a aumentar de nuevo. Se libró del desconocido con brusquedad.
-Harás que nos maten a todos- dijo, con una voz grave que correspondía perfectamente a su aspecto.
-¿Qué más da? Nos morimos un poco todos los días- respondió, sin dejar de mirarlo a sus ojos claros, desafiante y serena, lista para lo que fuera que estuviese por venir.
-A ti puede darte igual. Nosotros no queremos morir aplastados- replicó, haciendo un gesto hacia las personas que volvían a arremolinarse alrededor; ninguno intentó refutarlo. Dehna suspiró.
-¿Y mejor no hacer nada? ¿Mejor te quedas de brazos cruzados e intentas sobrevivir mientras mueren los otros? ¿Sabes cómo se llama a la gente como tú?- dijo, acercándose a él mientras lo veía apretar los puños.
-¡No te busques pelea, morena!- gritó alguien de entre el grupo de gente que observaba con interés.
Pelea. Era precisamente lo que buscaba; si no podía conseguir que los guardias la escucharan, tal vez así hiciera entrar en razón a alguno de todos aquellos mirones. De paso, podía descargar la rabia que llevaba conteniendo bastante tiempo y demostrarle al idiota que tenía enfrente que podía romperle la cara.
-Cobardes- dijo, con una calma que hubiera exasperado al más tranquilo.
Ninguno de los dos, enfrascados como estaban en fulminarse con la mirada y en medir al adversario, tensos de ira, prestó atención a los dos recién llegados que ingresaron en el túnel y que, ajenos a todo eso, discutían sus propios problemas. Algunos de los que miraban la escena, sin embargo, sí se volvieron para ver cómo un hombre joven que nadie había visto antes parecía escapar del niño que lo seguía mientras le suplicaba lo que todos ya habían escuchado.
Dehna reparó en el joven cosseno sólo cuando este, en un esfuerzo por esquivar a Ren, pasó por el centro de la congruencia sin importarle en absoluto el ambiente en el cual se esteba metiendo, o sin notarlo.
Lo observó deslizarse por detrás del tipo que todavía le clavaba la mirada y, totalmente distraída, sintió cómo la tensión de su cuerpo desaparecía junto con toda su furia; vio claramente cuando el hombre, cuya mirada indiferente brillaba de vida como no lo hacían las demás, empujó mientras pasaba al arrénico con el que ella, ya no recordaba por qué, había estado a punto de pelearse.
-¿Eres idiota?
El joven se volvió al escuchar el insulto, un tanto sorprendido, mientras Ren lo sujetaba de la camisa e intentaba tirar de él. No reparó en Dehna, ni en nadie más que no fuera el tipo que tenía delante y que parecía querer descargar su reciente furia con él. De pronto la indiferencia desapareció de su rostro y su mirada reflejó una irritación que, parecía, había estado arrastrando.
Consciente de que debía intervenir, de que la pelea era suya y de que tanto el cosseno como ella misma saldrían perjudicados si lo dejaba responder, no pudo hacer otra cosa más que quedarse parada, observando inmóvil cómo se desencadenaban los hechos sin lograr despegar los ojos de ese muchacho que tan familiar le resultaba, cuya mirada dura y arrogante aún no habían conseguido quebrar. Le gustaba.
-¿Me estás hablando a mí?- preguntó con fastidio, sin dejar de mirar fijamente al hombre que lo enfrentaba.
Pero este no respondió. No con palabras, al menos; devolvió con excesiva fuerza el empujón involuntario que había recibido antes, haciéndolo tambalear ligeramente. El rostro del joven se oscureció y en sus facciones se dibujó una furia tan genuina como el interés de la gente que se arremolinaba alrededor, Dehna incluida. Creyó que respondería al ataque, eso parecía; sin embargo se mantuvo en su lugar, su cuerpo ajeno a la tensión que había en su rostro.
-Bien. Ahora somos idiotas los dos- dijo, con evidente intención provocadora. Esquivó sin dificultad el puñetazo que se le acercaba, sus músculos relajados, su mirada fija en el hombre que ahora se le iba encima, rojo de furia.
Yo provoqué esto. Yo debería estar ahí peleando, pensó ella mientras observaba la escena con culpa. Sin embargo fue otro quien intervino cuando el arrénico se arrojó a la lucha: Ren se metió en medio, cansado de intentar arrastrar a su acompañante lejos, e intentó detener todo aquello entre gritos de alto al fuego.
Todas las miradas observaron, sin intervenir, cómo el niño era empujado lejos con una sacudida excesivamente fuerte y se golpeaba la cabeza contra las rocas con un sonido que casi todos pudieron escuchar.
Mientras veía preocupada y sorprendida cómo algunos acudían a ayudar al niño y mientras ella misma se dirigía hacia allí, no pudo evitar centrarse, de pasada, en los ojos oscuros del hombre que miraba hacia donde se congregaba la multitud; todo rastro de ira o fastidio había desaparecido de ellos y mostraban, de pronto, una preocupación tan real como el aturdimiento que le impidió responder al puñetazo que le cayó encima.
Dehna sacudió la cabeza y apartó la mirada, consciente de que Ren la necesitaba más que aquel joven que se había metido allí por voluntad propia. Se abrió paso entre los demás (sólo mirones que comenzaban a dispersarse, más interesados en la pelea) hasta llegar al niño que, con ayuda de una mujer madura, comenzaba a incorporarse.
Se agachó frente a él, estremecida ante los sonidos de la lucha que sucedía a sus espaldas, y procedió a examinarle los ojos para luego tantearle la cabeza en busca de algún rastro de sangre. Se lo veía algo perdido, mareado tal vez, pero no había señales de que se hubiera roto nada; cuando pareció que conseguía enfocar la vista, Dehna lo ayudó a ponerse en pie. Y mientras el niño volvía a la normalidad, sintió cómo a su alrededor la gente se apartaba.
El cosseno, que hasta hace un minuto había estado enfrentándose al hombre que ahora yacía inconsciente en el piso de piedra, se acercó a Ren y, sin haberse limpiado siquiera la sangre que le corría por la mejilla, procedió a repetir lo que ella ya había hecho, con la mirada en blanco y el semblante inexpresivo. Le revisó la cabeza, con una brusquedad innecesaria, y algo en su cuerpo pareció relajarse cuando sus manos no hallaron nada; su rostro, sin embargo, permaneció indiferente, casi irritado. Se dio la vuelta y, con el mismo caminar veloz, seguro y un tanto arrogante con el que había aparecido, se abrió paso entre la multitud. La mayoría de la gente apenas lo notó, concentrados como estaban en el arrénico que recién empezaba a recuperarse. Ren le agradeció con una sonrisa, todavía un tanto mareado, y corrió detrás del joven, metiéndose sin dificultad entre la gente gracias a su tamaño.
Dehna los vio alejarse, todavía aturdida, todavía con esos ojos oscuros gravados en la mente; no la había mirado ni una vez y, sin embargo, todavía sentía erizada la piel cuando su cabeza recuperaba la mirada sorprendida y preocupada que había lanzado al niño. Se quedó allí, inmóvil y pensativa mientras el resto se alejaba y retomaba sus tareas; la hora de comer había terminado.
Pero, pese a todo, había algo inquietante en ese hombre, algo… Le había parecido ver de reojo, notó de pronto, un destello amarillo a su alrededor cuando se había acercado para revisar al niño… Un destello… Pero no podía ser. Imposible, se convenció a sí misma mientras sacudía la cabeza y se disponía, como los demás, a seguir con la jornada.
D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel. El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad. Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparad
Una semana. Tenías que sobrevivir una semana. Era fácil decirlo. Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana. Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo… Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa d
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa. No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese. -¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica. Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta,
El sudor aun le bajaba por el rostro mientras Enxo, intentando reponer todo el líquido que había perdido, bebía de aquella pequeña pileta de la cual la gente tomaba agua, se bañaba y hacía quién sabe qué más. Estaba sediento, pero no tanto como para no sentir el regusto a porquería que permanecía en su boca cuando tragaba el líquido. Con una mueca de asco, volvió a juntar sus dos manos y, recogiendo el agua, las llevó de nuevo hacia su boca con la vista fija en el pedacito de cielo ya no tan claro que se abría sobre su cabeza, esforzándose por no reparar en el color de la basura que estaba ingiriendo.-Te acostumbras al olor- dijo una vocecita a sus espaldas, una voz que ya comenzaba a resultarle irritante y que lo sobresaltó; separó sus manos instintivamente y el agua que había estado sosteniendo mojó sus ropas. Maldijo por lo bajo- Y a
El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra. -¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener
Sangre. Hay sangre en todas partes. Hay sangre en las paredes, en el piso de mármol, en las sábanas blancas… D’Ándalan está cubierto de sangre. La observa con su mirada lasciva, le sonríe. Le pide que cante. Ella no quiere cantar. Y él está cubierto de sangre. Y aunque está cubierto de sangre se le acerca. Le pide que cante. Ella no canta y le pide que se desvista. Le ordena que se desvista. Ella no se desviste, D’Ándalan la golpea. La tira sobre la sangre que hay en la cama. Le pega de nuevo, la toca con sus manos manchadas, la macha, le deja marcas rojas ahí donde pasa sus manos. Le toca los senos, la golpea, le dice que se calle, le abre las piernas, la manosea… Pero ella no canta. No quiere cantar para él. No quiere que la toque. Hay sangre por todas partes. D’Ándalan le dice cosas horribles al oído, cosas que ella no entiende. D’Ándalan la toca y a ella le duele. D’Ándalan la golpea. No quiere. Llora, grita, pero no canta. No volverá a cantar jamás. D’Ándal
-Más cerca-exigió, con un tono divertido y, a la vez, un tanto más amable. Sin dejar de mirar directamente a su camisa negra, dio otro paso hacia delante, intentando contener el temblor de sus rodillas. Shasta dio un corto paso hacia ella, hasta que su pecho quedó a escasos centímetros de su rostro; se sobresaltó y tuvo que resistir el impulso de alejarse cuando sintió una mano en la cintura, una mano que la sujetaba con una delicadeza que no parecía propia del dueño del brazo que estaba rodeando su cuerpo. Se mantuvo todo lo quieta que pudo, expectante, sin conseguir ocultar el temblor que la recorría de pies a cabeza. Sin embargo, cuanto más miraba fijamente su pecho, cuanto más se concentraba en la suavidad de su tacto, algo en ella parecía comenzar a calmarse. Puede ser un imbécil, pero no va a hacerme daño, se convenció, respirando profundamente; si quisiera, ya lo habría hecho. Entonces, mientras empezaba a tranquilizarse, reparó de reojo en la multit
“La cena es dentro de media hora”. Debía ser más o menos el tiempo que llevaba caminando alrededor sin saber a dónde ir. Luego de estar de pie en medio de la gente que, poco a poco, comenzaba a olvidarse de ella y a seguir con sus cosas para echarle cada tanto una mirada de reojo, una mujer joven se le había acercado no muy amablemente y le había hecho saber de modo escueto que podía cambiarse en cualquiera de los dos baños, donde había mudas de esa ropa que llevaban todos: musculosas negras y calzas anchas del mismo color. La mujer, alta y fornida, se había alejado sin esperar a inevitables preguntas y había salido por la gran puerta. Amira, confundida e incómoda, se apresuró a obedecer. Una vez vestida y con la capa bajo el brazo, había salido también, ansiosa por escapar de la curiosidad de todo el mundo. No había aprendido mucho del sitio en todo el tiempo que llevaba explorando; no sabía tampoco a qué lugares podía ir y a cuáles no. Por las dudas,