El frío de la noche comenzaba a desaparecer a medida que el sol ascendía y, rincón por rincón, iluminaba las piedras. Dehna había entrado en calor hacía rato. Golpeaba la pared con su pica sistemáticamente, arañando allí donde la piedra aparecía rugosa e irregular, mientras dejaba que su mente vagara lejos. Era el único escape, el único entretenimiento que tenía ahí abajo: su mente. Y tenía, también, una tarea en la cual emplearla. Suspiró y golpeó con más fuerza, inconscientemente. Nada estaba saliendo como debería y no parecía ir a mejorar pronto; como si quisiera probar sus palabras, dirigió sin darse cuenta sus ojos a la mujer casi anciana que tenía a su lado, picando la pared tan fuertemente como ella con la mirada vacía, y a la que había visto sólo unas pocas veces desde su llegada. A pesar de su avanzada edad, unos músculos fuertes se adivinaban cada vez que golpeaba la piedra.
-¿Llevas mucho tiempo aquí?- intentó, con un tono simpático, mirándola de reojo sin detener
Sangre. Hay sangre en todas partes. Hay sangre en las paredes, en el piso de mármol, en las sábanas blancas… D’Ándalan está cubierto de sangre. La observa con su mirada lasciva, le sonríe. Le pide que cante. Ella no quiere cantar. Y él está cubierto de sangre. Y aunque está cubierto de sangre se le acerca. Le pide que cante. Ella no canta y le pide que se desvista. Le ordena que se desvista. Ella no se desviste, D’Ándalan la golpea. La tira sobre la sangre que hay en la cama. Le pega de nuevo, la toca con sus manos manchadas, la macha, le deja marcas rojas ahí donde pasa sus manos. Le toca los senos, la golpea, le dice que se calle, le abre las piernas, la manosea… Pero ella no canta. No quiere cantar para él. No quiere que la toque. Hay sangre por todas partes. D’Ándalan le dice cosas horribles al oído, cosas que ella no entiende. D’Ándalan la toca y a ella le duele. D’Ándalan la golpea. No quiere. Llora, grita, pero no canta. No volverá a cantar jamás. D’Ándal
-Más cerca-exigió, con un tono divertido y, a la vez, un tanto más amable. Sin dejar de mirar directamente a su camisa negra, dio otro paso hacia delante, intentando contener el temblor de sus rodillas. Shasta dio un corto paso hacia ella, hasta que su pecho quedó a escasos centímetros de su rostro; se sobresaltó y tuvo que resistir el impulso de alejarse cuando sintió una mano en la cintura, una mano que la sujetaba con una delicadeza que no parecía propia del dueño del brazo que estaba rodeando su cuerpo. Se mantuvo todo lo quieta que pudo, expectante, sin conseguir ocultar el temblor que la recorría de pies a cabeza. Sin embargo, cuanto más miraba fijamente su pecho, cuanto más se concentraba en la suavidad de su tacto, algo en ella parecía comenzar a calmarse. Puede ser un imbécil, pero no va a hacerme daño, se convenció, respirando profundamente; si quisiera, ya lo habría hecho. Entonces, mientras empezaba a tranquilizarse, reparó de reojo en la multit
“La cena es dentro de media hora”. Debía ser más o menos el tiempo que llevaba caminando alrededor sin saber a dónde ir. Luego de estar de pie en medio de la gente que, poco a poco, comenzaba a olvidarse de ella y a seguir con sus cosas para echarle cada tanto una mirada de reojo, una mujer joven se le había acercado no muy amablemente y le había hecho saber de modo escueto que podía cambiarse en cualquiera de los dos baños, donde había mudas de esa ropa que llevaban todos: musculosas negras y calzas anchas del mismo color. La mujer, alta y fornida, se había alejado sin esperar a inevitables preguntas y había salido por la gran puerta. Amira, confundida e incómoda, se apresuró a obedecer. Una vez vestida y con la capa bajo el brazo, había salido también, ansiosa por escapar de la curiosidad de todo el mundo. No había aprendido mucho del sitio en todo el tiempo que llevaba explorando; no sabía tampoco a qué lugares podía ir y a cuáles no. Por las dudas,
Le dolía cada músculo, cada tejido y cada órgano de su cuerpo; fue lo primero que notó a medida que su consciencia regresaba y, con ella, su capacidad para pensar. Hizo una mueca y emitió un gemido mientras comenzaba a abrir los ojos sin prestar mucha atención a las paredes de roca que lo rodeaban. La luz llegaba hasta donde estaba él y un poco más allá, pero el mediodía parecía haber pasado de largo hacía ya horas; oyó a su estómago gruñir y maldijo. Frunció el ceño y cerró los ojos un instante, en un intento por despejar su vista; lentamente, consciente de la condición de su cuerpo, comenzó a incorporarse entre gruñidos mientras atraía tantos vanix como le era posible. Iba a necesitar unos cuantos para arreglar todos los huesos que le habían roto. Se detuvo, no obstante, en cuando vio con sorpresa al niño que lo observaba aliviado. -¡Estás vivo!- dijo con alegría mientras se acercaba para ayudarlo. Enxo gruñó mientras lo observaba. -Pues claro que estoy viv
Se encaminó una vez más hacia el sonido de las palas y las picas; dudaba que estuviera trabajando, pero debía empezar por algún sitio. ¿Qué iba a hacer cuando la encontrara? ¿Darle las gracias? ¿Decirle que no había sido necesario, que no hubiesen podido matarlo, que era el príncipe y que estaba ahí momentáneamente y que no necesitaba ayuda de una arrénica? Sin embargo, en el fondo sabía que no la buscaba por eso, no por lo que había hecho. La buscaba por sus ojos, por la mirada que le había dirigido, esa mirada que lo había desencajado del mundo y le había hecho olvidar dónde estaba, que lo había hecho desear consolarla a ella por su propio dolor… Quería volver a ver esos ojos. Luego decidiría qué decirle. Fue primero al agujero central, por donde arrojaban la comida, y la buscó entre las personas que rompían las piedras; sabía que, si lo veían andando, le devolverían la pala que parecía haber desaparecido y lo pondrían a trabajar una vez más, por lo que se mantuvo lo sufic
El comedor era una sala grande llena de mesas y sillas que seguía un procedimiento similar a los eventos de “caridad” que, cada tanto, organizaba algún noble en las calles y a los que ella solía asistir para robar: una fila, bandejas y dos o tres personas que servían en un plato lo que hubiera para comer. Un montón de bolsillos a los que meter mano. Llevó su plato de sopa hasta el rincón más alejado, se sentó en una de las mesas que estaban desocupadas, dejó la capa a un costado y, antes de dedicarse a examinar el lugar o pensar en cualquier cosa, atacó la comida con un hambre que no sentía desde hacía años. Estaba muy aguada y los fideos bastante duros, pero hubiera repetido el plato una diez veces; se atrevió a extrañar, por un cortísimo instante, la comida de la mansión. Sacudió la cabeza, sabiendo que un recuerdo la llevaría al otro, y termino su plato con avidez. Una vez que estuvo vacío, dejó la cuchara a un lado, juntó sus manos sobre la mesa y, tras un suspir
Tiene 5 años y vive entre comodidades. Hay una cama, ositos de peluche, comida, salones extraños, cuartos decorados. La gente la observa todo el tiempo, la gente la saluda, la gente la desprecia… Su mamá le enseña. No tiene papá, su papá no la ve, su papá no la quiere, su papá no existe. ¿Rostro? Su papá no tiene rostro. Su hermano… ¿tiene un hermano? Un niño alto, ¿su hermano?, que la mira con desprecio, con recelo. ¿Su hermano tiene papá? Su mamá se va (su cuerpo se queda, frío y pálido, pero ella se va) y, de pronto, está fuera del muro y mendiga para sobrevivir. Fuera del muro todo es distinto, la gente viste distinto, vive en casas distintas, la gente no la ve, la gente la ignora, la gente la golpea, la gente se burla de ella, la dejan morir. Va a morir. Está a punto de morir. Pero una muchacha arrénica le salva la vida. De pronto ya no es una niña, no una tan pequeña, y roba para sobrevivir, roba para que todos sobrevivan. Roba porque le
A la mañana siguiente, justo después de que las antorchas volvieran a encenderse como por arte de magia, Amira escondió la capa bajo el colchón y se dirigió, tal como los demás, a desayunar. El desayuno era un trozo de pan y una taza de café, que ella bebió rápidamente en un intento por compensar los días que había pasado casi sin comer. De nuevo, se sentó sola, alejada del resto. No es que no le gustara la gente, que fuera una antisocial o algo así, sino que siempre llevaba a todos lados la sensación de que era ella quien no le gustaba a los demás. Las únicas personas que la habían querido, se habían esfumado, tal vez estaban muertos. Tamter tomó su bandeja y fue a sentarse con sus amigos cuando sus miradas se encontraron y sus pasos se detuvieron. Tenía la nariz roja y una línea violeta la atravesaba, pero al parecer alguien se la había enderezado. Sus ojos, sin embargo, continuaban llenos de odio, de arrogancia, de promesas escalofriantes. Por un momento, Amira creyó que