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Un ruido sordo me despertó sobresaltado. Aún era de noche, la luna estaba alta en el cielo. Otro sonido terminó de hacerme reaccionar: un rumor como si arrastraran algo por el suelo de piedra. Sólo entonces advertí el hueco frío junto a mi cuerpo. Por rarísima ocasión, mi pequeña no dormía pegada a mi costado como solía, con su brazo en mi espalda y su pierna entre las mías.

Alcé la cabeza de la almohada, volteando a mirarla, y me descubrí solo en la cama.

Un gemido ahogado reclamó mi atención. ¿Dónde estaba Risa? ¿Le había sucedido algo?

—¿Pequeña? —la llamé.

El segundo gemido me despejó la cabeza como agua helada en la cara, y al erguirme descubrí a mi pequeña sentada en el frío piso de la habitación, cubriéndose la cara con ambas manos para ocultar su llanto.

—¡Risa! ¿Qué te ocurre? —exclamé, levantándome precipitadamente.

Rodeaba la cama hacia ella asustado cuando tuve un atisbo de algo negro sobre las almohadas. Mi corazón dio un vuelco

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