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La mujer se volvió brevemente hacia las otras dos, que hasta se atrevieron a sonreírnos antes de apresurarse de regreso por donde vinieran. Advertí que la que quedara todavía tenía algo más para decir y alcé las cejas, invitándola a hablar.

—Perdón, mi señor lobo, quería preguntarles en qué podemos ayudar. Su sanadora cuida de los que lo precisan, y un puñado de nosotras basta para atender a los niños, especialmente con la ayuda de ustedes. Y hay tanto por hacer.

—Háblame de cambio de actitud —terció Mendel con su típico sarcasmo.

—El techo —dijo Kian—. Ya recogimos suficiente hierba, y ahora debemos armar los atados para poder tenderlos.

La mujer señaló las voluminosas pilas de hierba asintiendo.

—Nosotras nos encargaremos —aseguró—. ¿Con qué sostendremos los atados?

Mendel contuvo la risa al señalar las pocas vigas que trajeran los humanos. La mujer les echó una mirada crítica y alzó la vista hacia lo alto del edificio.

—Precisaremo

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