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—¡Por favor, mi pequeña!

Su lengua remontó mi ingle con lentitud deliberada, haciéndome estremecer. Mis dedos se movieron más aprisa en su cuerpo para transmitirle mi urgencia, y Risa alzó la cabeza, disfrutando agitada mis caricias. Mis caderas se alzaron sin consultarme, reclamándola, y me dejó hundirme en su boca, su lengua apretada contra mi erección, sosteniéndome con puño firme cuando me dejé ir.

Sin molestarme por recuperar el aliento, le sujeté la cintura y la alcé para hacerla sentar sobre mi cara. Fue mi turno de hacerla gemir y estremecerse y rogar mientras yo me embriagaba con su deseo. Y cuando se deshizo contra mi lengua, todo su cuerpo en tensión, la cabeza caída hacia atrás, los nudillos blancos en torno al espaldar de la cama, su sabor hizo saltar mi corazón en mi pecho.

Porque la madreselva ya no era sólo un

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