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Acorralado, sin saber qué hacer para que nadie advirtiera la verdadera situación, opté por enfadarme. Mi enojo por aquel encuentro distaba de ser fingido, sólo me limité a exagerarlo. Me planté donde estaba y le gruñí a mi pobre pequeña, mostrándole los dientes y rogándole a Dios que me sacara de ese aprieto.

La esencia de Risa se agrió de miedo instantáneamente, y se inclinó ante nosotros temblando.

—Ya, Mael, tampoco es para tanto —gruñó Mendel.

—Regresaremos luego, o mañana —agregó Milo, y se cerró para que sólo yo lo escuchara—. Contrólate, quieres. Has vuelto a asustarla.

Me aferré a la excusa que me ofrecían y di media vuelta, encaminándome de regreso a los vestidores sin prestar atención a las disculpas de las humanas.

Esa noche, apenas me

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