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Me senté junto a ella en el jergón y la hice girarse para que me enfrentara. Tuve que respirar hondo para contener mi impulso de arrancarle la venda de los ojos. Era tan injusto, me hacía sentir que me aprovechaba de lo precario de su situación para imponerle mi voluntad.

Paso a paso, me recordé. Y decidí que lo mejor era comenzar por el principio.

—¿Sabes por qué las muchachas de la aldea pueden casarse a partir de los quince años, pero no pueden ser elegidas para venir con nosotros hasta los diecisiete?

Meneó la cabeza frunciendo un poco el ceño, con curiosidad.

—Nuestra simiente es demasiado fuerte para las muchachitas como tú —expliqué—. Si quedan embarazadas, suelen morir en el parto, y aun si sobreviven, el bebé nace muerto y con malformaciones. Es por eso que fijamos ese límite de edad.

—Oh… ¿Fue por eso que la otra noche…? ¿El ardor?

—No —gruñí contrariado.

Advertí que mi reacción la había hecho retrotraerse de nuevo. En cualq

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