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Fue en esos días que me explicó que su padre la había llamado así porque era lo que más había amado de su madre.

—Siempre me pareció una broma de mal gusto —dijo encogiéndose de hombros—. Ya sabes, con lo que ha sido mi vida desde que comencé a cambiar hasta convertirme en cómo me veo ahora, nada más lejano a la risa que yo.

Nos habíamos detenido junto a un arroyuelo en el bosque, y me dirigió una mueca que no llegaba a ser una sonrisa. Metí el hocico en el hueco de su cuello y la lamí hasta hacerla reír. Me rodeó el cuello con un brazo y estampó un beso en mi mejilla, frotando su cara contra mi pelambre.

—Hasta que te conocí, mi señor —susurró—. Tú has llenado mi vida de luz y alegría, y de motivos para reír.

En ese momento no pude decirle que ella hab&i

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