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El recibimiento de mi pequeña justificó haberla echado en falta la noche anterior, porque literalmente me tumbó en el jergón para cubrirme de besos y caricias. Su esencia dulce me envolvió, despertando mi deseo en un abrir y cerrar de ojos, y me entregué gustoso al reclamo de su boca, que me enloqueció sin demasiada gentileza, como si compartiera mi urgencia.

—A eso llamo una bienvenida —musité, besando su frente cuando buscó refugio en mis brazos—. ¿Cómo estás, mi pequeña?

—Bien, ahora que regresaste —murmuró, su aliento acariciando mi cuello.

Nos dormimos así, bajo la piel de oso, nuestros cuerpos sudados y enredados en un estrecho abrazo. Despertó apenas intenté levantarme y se apretó contra mí.

—Sigue durmiendo —le dije, rozando sus labios en un beso.

—No puedo dormir sin ti —se quejó.

No había cruzado el Valle para contrariarla, de modo que volví a estrecharla entre mis brazos hasta que se durmió otra vez.

Caía la noche cuando mi estómago me obligó a dejarla. Cociné el conejo que
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