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Me agaché frente a ella y apoyé una mano en su pelo. Se inmovilizó, hundiendo la cabeza entre los hombros. Quería cerciorarme de que mi simiente no le hacía daño. Ya habían pasado suficientes horas para que hubiéramos advertido cualquier efecto adverso.

—¿Cómo te sientes? —inquirí—. ¿Tienes algún dolor, ardor, incomodidad?

—No, mi señor lobo.

—¿Estás segura?

—Sí, mi señor.

—Siéntate —le dije, ahogando un suspiro de alivio.

Me arrodillé en el jergón frente a ella y guié sus manos a mis rodillas, inclinándome para hablarle al oído.

—Aquí me tienes —susurré—. Haz lo que quieras.

Sonreí al escuchar que su corazón parecía saltar en su pecho, y olí cómo se dulcificaba su esencia por un instante, antes que el temor la ensuciara.

—¿Qué ocurre?

—Es que no quiero disgustarte, mi señor —murmuró.

La hice alzar la cara hacia mí riendo por lo bajo.

—Hay sólo dos cosas que podrías hacer para disgustarme, pequeña: t

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