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Cenamos sentados lado a lado en el jergón, frente al fuego, y tuve el gusto de verla comer con verdadero apetito por primera vez. Dimos buena cuenta del conejo, las verduras y el caldo en el que se cocieran las verduras. Serví los arándanos en un cuenco y la dejé comiéndolos mientras sacaba a la cornisa el caldero y los magros restos del conejo, sin ánimos para limpiar en ese momento.

—¿Dejarás todo afuera? —preguntó sorprendida.

—Lo que menos necesitamos es que nos despierte un león de la montaña entrando por un bocadillo —dije regresando hacia ella, y se me ocurrió intentar un poco de humor, recordando cómo la conociera—. Ya suficiente con tu olor, que los atrae, según dicen.

Para mi gran sorpresa, mi broma la hizo enrojecer y encogerse de vergüenza.

—¿El Alfa se los contó? —preguntó en un

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