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Fue un día complicado. Mendel insistió en partir con su grupo a pesar de la tormenta en ciernes, y luego de resolver con Milo los pendientes, todo y todos parecían precisar mi palabra final.

El cielo se oscureció bajo las pesadas nubes de tormenta, que no tardaron en desgarrarse para derramar su carga de nieve, en grandes copos que un viento cruel del norte azotaba contra los cristales.

Era noche cerrada cuando al fin pude dejar el castillo, hundiéndome hasta las rodillas a cada paso en la nieve blanda. Resultaba imposible correr contra el viento en aquella tempestad, y demoré mucho más que lo usual para alcanzar el Atalaya.

Me sorprendió ver que las pieles que cubrían la entrada de la cueva no estaban completamente cerradas: la pequeña había dejado una esquina sin asegurar. Me colé dentro, agradeciendo el aire seco y caldeado en el interior, y descubrí a la pequeña en el jergón.

Me sacudí la nieve del lomo antes de acercarme a ella. Estaba echa un ovillo

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