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6. JAIME: PRIMERA IMPRESIÓN

Cuando pasó frente a mí, no vi más que la promesa de una jugosa recompensa y la oportunidad de cobrar una deuda de gratitud por parte del gran duque. Sin duda, lo haría. Pero algo sucedió, algo que lo cambió todo.

No fue su osadía al arrebatarle la vida a ese hombre ni el deplorable estado de sus ropas, que, a pesar de su miseria, ofrecían a mis ojos un espectáculo tan inesperado como inapropiado. No, nada de eso. Lo verdaderamente impactante llegó después, cuando el fuego crepitaba y la noche prometía sosiego, en ese instante en que los ánimos deberían haberse enfriado... y, sin embargo, ardieron más que nunca.

No soy un santo, pero tengo claros los pilares que rigen mi vida: familia, lealtad y justicia. Todo lo que hago gira en torno a ellos y, aunque mis métodos puedan considerarse cuestionables, creo firmemente que el camino es irrelevante si me conduce al resultado correcto.

Por eso, apenas tuve oportunidad, le ofrecí a la duquesa una de mis camisas. No era justo, ni honorable, permitirme disfrutar de los atributos que la providencia le había otorgado con tanta generosidad. Ella tiene un lugar en el mundo, una familia, un hombre al que pertenece, y no me corresponde ni un solo ápice de lo que le ha sido dado. Yo mismo no toleraría que alguien osara posar los ojos en lo que es mío; por eso, sus palabras, su pregunta y la respuesta que les siguieron, me golpeó con la fuerza de un vendaval:

— ¿Qué cree que será de mí una vez que vuelva al ducado? Usted, al igual que yo, señor Jaime, sabe que la gente es implacable. Tendrán teorías sobre todo lo que he vivido y, lamentablemente, algunas de ellas serán ciertas.

¿Acaba de sobrevivir a esta experiencia y ya piensa en lo que dirá la sociedad? La idea me resulta absurda. Deduzco, por el estado de sus ropas, por su belleza y por lo bien que conozco la bajeza de ciertos hombres, los horrores que debrá soportado. Pero nada, absolutamente nada, es más importante que seguir con vida. Estoy a punto de objetar cuando la duquesa continúa:

—Y sobre todo, ¿cuál supone que será la nueva actitud del duque hacia mí al saber que alguien más ha puesto sus manos sobre su esposa?

No esperaba que su reflexión llegara tan lejos, pero tiene razón. Hay hombres que, pese a haber fallado en su deber de proteger a los suyos, condenan a las víctimas.  Todo parece indicar que el duque es uno de ellos.  

La aristocracia no es fuerte en esta parte del mundo; algunos que ostentan títulos carecen incluso de fortuna. Pero ese no es el caso del duque Quiroga. Su poder y riqueza son incuestionables, lo que hace aún más evidente que el fallo de protección ha sido enteramente suyo.

Por primera vez, me permito observar atentamente a la duquesa. Es muy joven, apenas debe rozar los diecinueve años. Su piel es nívea, su cabello castaño aunque desordenado, cae en suaves ondas sobre sus hombros, y sus ojos... Sus ojos son de un azul tan claro y cristalino que, incluso, superan en luminosidad a los de la señorita Rebeca. Su apariencia es angelical, un rasgo acentuado en este momento por la expresión de indefensión que empaña su mirada y el deplorable estado de sus ropas.

No puedo evitar sentir compasión por ella. Es una verdad triste, pero innegable: no todas las familias velan por el bienestar de sus hijas, y este, parece ser uno de esos casos. Ha sido entregada a otro hogar sin respaldo, sin una red de protección. Y cuando el duque la abandone—porque lo hará, aunque no inmediatamente también por razones sociales—, su "manchada reputación" le arrebatará cualquier posibilidad de rehacer su vida.

Aun así, tampoco es correcto que acceda a su petición. No porque tema perder la recompensa del duque, sino porque ahí afuera, sola y vulnerable, alguien se aprovechará de ella. Es demasiado hermosa, demasiado joven... y si no tiene cuidado, terminará en una casa de mala muerte, obligada a Dios sabe qué. No. Sus posibilidades son mayores si intenta regresar a su hogar.

Por eso, me aventuro a expresar mi opinión:

—Sé que esta no es una situación fácil, duquesa, pero saldrá adelante. Usted es joven y bella, sí, pero no es solo eso. Lo que acaba de hacer no es algo que cualquiera haría. Esa decisión ya la ha marcado de por vida. Una mujer que deja de ser víctima siempre encontrará la manera de sobresalir. Estoy seguro de ello.

Me observa entonces con una intensidad que me toma por sorpresa. Un delicado rubor cubre sus mejillas, y en ese instante deseo que mis palabras lleguen hasta ella, que la impulsen a actuar, a mostrar al mundo la fuerza que ahora sé que posee.

Pero no dice nada. Súbitamente aparta la mirada, avergonzada.

—¿Duquesa? ¿Se encuentra bien?

Dudo. Tal vez no debí expresarme así. Quizás haya entrado en shock. Lo último que necesito es un ataque de histeria, lo que más detesto de las damas de sociedad.

Sin embargo, antes de que pueda reaccionar, ella retrocede y, con un suspiro tembloroso, su cuerpo cede. Apenas logro sostenerla antes de que toque el suelo.

—¡Duquesa! ¡Duquesa! ¿Me escucha? —la llamo con urgencia, acomodándola entre mis brazos.

Su cabeza descansa contra mi pecho, y el calor de su cuerpo se filtra a través de mi camisa, provocándome una extraña sensación. Entonces, con un murmullo apenas audible, sus labios se abren:

—Necesito un baño y cambiarme de ropa —musita.

Parpadeo, sorprendido.

—¿Podría vigilar el área mientras lo hago?

—Pero acaba de desmayarse. Podría ser peligroso —objeto, aún perturbado por la sensación que me recorre.

—Le aseguro que estoy perfectamente bien.

Levanta el rostro y busca mi mirada. Me quedé inmóvil. Hay algo distinto en sus ojos... un fulgor azul, un destello etéreo que no estaba allí antes.

—¿Podría soltarme? —pregunta con un leve deje de desafío—. Soy más que capaz de valerme por mí misma.

¿Qué acaba de pasar? ¿De dónde salió la fuerza que reflleja su mirada? No entiendo. Pero, aún confundido, la suelto y me giro hacia mi tula.

—Puede ponerse esto —digo, alcanzándole unas prendas—. Son las más pequeñas que llevo conmigo.

Ella las toma con una sonrisa, una sonrisa que, de forma inequívoca, tiene la intención de desarmarme. Y para mi sorpresa, lo consigue. No soy un niño, hace mucho que me considero un hombre diestro con las mujeres, pero esto... esto se siente diferente.

—Gracias —susurra.

Intento disipar la extraña intimidad que ha comenzado a envolvernos.

—Después del baño le prepararé algo de comer. Debe estar hambrienta.

Ella me mira, y en sus ojos hay una chispa que aviva mi imaginación.

—Claro —responde, con una voz aterciopelada que deja un eco inquietante en mi pecho—. Después del baño.

NOTA DE AUTOR

Rebeca es la protagonista de AMOR SALVAJE, novela en la cual Jaime es solo un personaje secundario.

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