El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.
—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte… así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.
Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.
—Es tan injusto todo, esposo…
Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.
—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones en esta casa, y por eso ni siquiera los sirvientes me respetan. Esta mañana, si no fuera por el señor Charles, me habría muerto de hambre. Nadie quiso prepararme el desayuno… y luego esa mujer… me dijo cosas horribles... como siempre.
El duque la observa con asombro. No sabe cómo calmarla. No está preparado para tanto drama. Está claro que jamás imaginó el trato que su esposa ha recibido en silencio todos estos meses.
Y entonces, como un destello, se me ocurre algo. Después de haber visto tantos doramas y animé en mi vida pasada, una frase cliché resuena en mi mente. No tengo labios para sonreír, pero juro que lo haría.
—Quiero que le digas esto, palabra por palabra —le digo emocionada—. Vamos a ver si reacciona como en las telenovelas.
—Cada vez es más evidente que en esta casa no te respetan. Y faltarme el respeto a mí, es faltarte el respeto a ti. Soy tu esposa, se supone que soy una extensión de ti —dice, llevándose la mano dramáticamente a la frente—. ¡Oh, pobre de mí! Casada con un hombre que no es capaz de hacerme respetar.
El rostro del duque palidece. Elizabeth se deja caer contra el espaldar del sofá, escondiendo el rostro mientras un llanto desgarrador estremece la sala. Tiene talento, debo admitirlo. Entendió perfectamente lo que quería.
—Estoy sola en este mundo. Ni siquiera tengo a mi dama de compañía para secar mis lágrimas… y encima, soy una prisionera en lo que se suponía sería el hogar de una de las mujeres más felices del reino.
Esas palabras le salieron del alma. Nada fue falso. Solo que, por primera vez, se atrevió a decirlo en voz alta. Lástima que con la cara enterrada en el mueble no pueda ver la expresión del duque. Me encantaría saber cómo luce en este momento.
—No digas eso, palomita —susurra él con ternura.
Solo Elizabeth lo escuchó, pero aun así sintió su rabia crecer con ese apodo tan… terrible.
Afortunadamente, solo Elizabeth lo escuchó y aun así sentí crecer la rabia en su pecho ante ese apodo.
Hasta ayer, me preocupaba cómo recargar mi energía mágica. No puedo permitirme quedarme sin reservas en este lugar tan incierto. Por eso sugerí lo del amante. Pero viendo la fuerza emocional de Elizabeth, los acontecimientos del día me han llenado hasta rebosar. Y ni siquiera ha llegado la hora del almuerzo.
—Eso lo solucionaremos hoy. Dime qué quieres que haga.
La duquesa levanta lentamente su rostro, húmedo y enrojecido, del mullido respaldo para mirar al viejo con una seriedad inesperada. Hemos tocado su ego. Su único poder real, ese que le da su título nobiliario, ha sido puesto en duda ante todos.
—Quiero el control total de mi hogar. Quiero que me transfieras la mesada de duquesa que me corresponde, y que se la quites a Lady Catalina. Quiero una escolta permanente para poder salir y gastar ese dinero como la dama de alta alcurnia que soy. Quiero ser la envidia de la sociedad, como se supone que debo ser.
Toma por fin el pañuelo que el duque le había ofrecido antes. Se limpia las lágrimas, se suena con fuerza y respira profundamente para continuar.
—No me opongo a que ella se encargue del trabajo que no tenga que ver con la mansión, siempre y cuando yo la supervise. Al fin y al cabo, vive en tu casa, con su marido, y come de tus alimentos. Es justo que ayude en algo.
El duque parece considerar sus palabras. Estoy impresionada. Esta chica me está llenando de orgullo.
—Le rebajaré la mesada entonces.
Elizabeth vuelve a llorar, con el mismo dramatismo que antes, y se recuesta al sofá como si el mundo se le viniera encima.
— ¿De verdad tienes algo con ella? ¿Acaso comparte tu cama y yo no lo sabía? ¡Soy tan infeliz!
Estoy anonadada. ¡Qué escena! Me siento como viendo una obra de teatro con palomitas en mano.
—Yo… ¿Con Lady Catalina? —dice el duque, horrorizado—. ¿Cómo puedes pensar algo así?
—La defienden. Una vez más, la pones por encima de mí. Pareces deberle favores a esa mujer, cuando debería ser al revés. ¿Acaso fue ella quien te cuidó en mi ausencia?
No necesito televisión. Solo un poco de vino y algo salado.
Casi siento pesar por el viejo. Una gran verdad es que al pasar de los años tendemos a volvernos más sentimentales y a aferrarnos a las cosas que creemos le dan sentido a nuestras vidas. Luego me río de mí misma... Mentiras, no siento pesar, pese a lo vulnerable que se ve en este momento, la verdad es que es un asqueroso que se aprovechó de la ambición de una familia y compró a una niña para hacer interesante el poco tiempo que le queda de vida, no importándole el daño que causaba.
—No, no es verdad.
—Entonces demuéstrale a todos que estás de mi lado.
No tengo duda de que el duque cederá completamente ante ella, pero por mi parte, aún quiero ver más drama. A mi mente llegan entonces escenas de un encuentro caliente en el jardín entre Lord Marcus y una mujer de senos esponjosos.
—Todos sabrán que solo yo tengo poder sobre ti y que todos son inferiores a ti —dice por fin el hombre.
—Increíble actuación —le digo a Elizabeth— ¿de dónde salió tanta motivación?
—Llevo mucho tiempo pensando en que fuera de los muros de esta mansión todos me creen una arribista y nada puedo hacer para evitarlo. Entonces, si de todas formas van a pensar así de mí, les daré razones para que de verdad lo hagan. Vamos a portarnos como la gran duquesa engreída y mimada que todos esperan que sea.
Y el escenario frente a mí sigue mejorando. No pensé que la pequeña motivación que le di esta mañana con lo de las empleadas fuera a rendir frutos tan abundantes, pero me encanta.
—Ya tienes al duque en tus manos —le susurro a Elizabeth, encantada—. Ahora dime… ¿Te apetece jugar un rato a torturar a Lady Catalina?
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,
—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.—¿Y qué importa?Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto
—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el bord
Avanzo y el mundo parece moverse de forma vertiginosa. No tengo idea de dónde está mi musa, pero mi esencia lo busca y encuentra. Aparezco en una habitación amplia en la cual está dispuesta sobre la cama, sus ropas de dormir. Mi mirada se desliza por el espacio con anhelo: debe estar cerca.Una puerta abierta revela lo que intuyo es el baño. Me acerco en silencio y entonces lo veo, reflejado en el espejo. Me detengo, sin atreverme a avanzar. No quiero sobresaltarlo. Podría ser peligroso interrumpirlo en medio de… eso.Tiene el rostro cubierto de espuma, y en su mano una navaja antigua, afilada y elegante.Se está afeitando, de esa forma arcaica que solo había visto en viejas películas o en caricaturas de otro tiempo. Observa su propio reflejo con una concentración casi ritual. Desliza la cuchilla con precisión sobre su piel, sin lastimar su piel, y luego limpia el filo con un paño antes de repetir el movimiento.Debo admitirlo: es hipnótico.Ese acto íntimo, tan masculino, tan cotidi
Hace días no estaba sola en mi cabeza. El silencio que antes me parecía normal, ahora se siente monótono. He dormido mucho en el interior, así que, pese al cansancio de este cuerpo, no quiero seguirlo haciendo aquí. Por eso me pongo una bata y salgo de la habitación para buscar aire fresco en el jardín.Es de noche, así que ya no hay nadie rondando por la casa. El cielo está despejado y las estrellas tapizan aquel lienzo gigante, haciéndome sentir pequeña, casi insignificante. Me acomodo en una banca y pienso en lo vivido en estos últimos días.Caos. Esa palabra describe mi vida en este momento, pero, a la vez, nunca me había sentido más viva, más motivada, más libre. Antes de casarme y del revés económico de mi padre, creí tener una gran vida, pero ahora sé que fue solo una ilusión. Anteriormente mi mundo era dorado, sí, pero estaba hecho de barrotes y no lo sabía. Ahora el mundo es oscuro y abierto… y me asusta, pero también me emocionaNunca tuve oportunidad de elegir algo por mí m
Siempre me consideré una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y, como tal, jamás me faltó nada. He vivido rodeada de comodidades, atenciones y elogios que me han acompañado desde la infancia. Para dicha mía, la gente suele hablar con aprecio de mi temperamento apacible, y no son pocos quienes alaban mi belleza.Sé que puede sonar presuntuoso que lo diga yo misma, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más profundo que los de mi padre, no pasan desapercibidos, y mi cabello, largo y castaño como las tardes de otoño, cae con suavidad sobre una piel clara que, según dicen, recuerda a la porcelana. Más de una mirada se ha posado en mí durante los paseos por los jardines o los salones, bajo la orgullosa mirada de mis padres.Siempre supe que mi matrimonio sería una tarea sencilla para ellos. Un buen esposo no sería difícil de encontrar. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma, aún albergaba la esperanza —tal vez ingenua, pero sincera— d