Siempre me consideré una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y, como tal, jamás me faltó nada. He vivido rodeada de comodidades, atenciones y elogios que me han acompañado desde la infancia. Para dicha mía, la gente suele hablar con aprecio de mi temperamento apacible, y no son pocos quienes alaban mi belleza.
Sé que puede sonar presuntuoso que lo diga yo misma, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más profundo que los de mi padre, no pasan desapercibidos, y mi cabello, largo y castaño como las tardes de otoño, cae con suavidad sobre una piel clara que, según dicen, recuerda a la porcelana. Más de una mirada se ha posado en mí durante los paseos por los jardines o los salones, bajo la orgullosa mirada de mis padres.
Siempre supe que mi matrimonio sería una tarea sencilla para ellos. Un buen esposo no sería difícil de encontrar. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma, aún albergaba la esperanza —tal vez ingenua, pero sincera— de casarme por amor.
Hasta hace apenas unos meses, mi vida transcurría con apacible normalidad. Pero como una tormenta que irrumpe sin previo aviso, los negocios de mi padre comenzaron a desmoronarse, arrastrando consigo la estabilidad que creíamos inquebrantable. En las noches silenciosas de la casa, me convertí en testigo involuntario de las discusiones que mis padres intentaban mantener en secreto, susurradas con angustia tras puertas entreabiertas.
Mis hermanos, aunque mayores que yo, aún no han logrado forjar su propia fortuna, y en las circunstancias actuales, el matrimonio para ellos es impensable. La situación económica es tan precaria que resulta imposible aspirar a una alianza con jóvenes que posean una dote respetable, y sin ella, cualquier unión sería vista como una carga y no como un beneficio.
Yo, en cambio, represento una excepción.
Desde niña se me asignó una dote especial, una reserva que, conservada con esmero, me convierte en una opción deseable para un buen partido. Si llegara a aparecer el hombre adecuado —rico, influyente, pero sobre todo, dispuesto a apoyarnos— podría sellarse un acuerdo que no solo me casaría, sino que también nos rescataría de la ruina y mantendría el estatus que mi familia se niega a perder.
Hace apenas un mes alcancé la edad legal para contraer matrimonio, y pocos días atrás, mi madre me anunció, con voz ceremoniosa y mirada encendida de emoción, que mi porvenir había sido sellado: me convertiría en la esposa del gran duque Quiroga.
—Eres tan afortunada, Elizabeth —dijo aquel día, con una sonrisa radiante y los ojos nublados por ilusiones—. Ya me imagino en las grandes galas de la capital, paseando en carruajes por el campo, disfrutando de las más exquisitas actividades de la nobleza.
Un suspiro de ensueño escapó de su pecho antes de tomarme de las manos con ternura y hacerme girar con ella en un vals improvisado, justo en medio del salón familiar.
Yo habría preferido una existencia más sencilla, desprovista de lujos, si eso me hubiera permitido elegir a mi compañero de vida. Pero me dejé arrastrar por su júbilo, por su esperanza, y durante un instante —uno solo— creí también en la promesa de esplendor que ella dibujaba con sus palabras.
—Gracias a ti —dijo mientras me abrazaba con emoción—, nuestra familia no solo podrá salir de esta crisis, sino que también se elevará por encima de su antigua posición. Emparentaremos con la nobleza. Gracias, hija mía, por ser nuestra salvadora.
No entendí el peso de sus palabras en ese momento. Solo lo comprendí más tarde, al caminar hacia el altar, del brazo de mi padre. Y entonces lo vi.
La visión fue tan impactante que mis pasos vacilaron, a pesar de la solemne melodía nupcial que emergía del piano de pared, llenando la iglesia con notas de aparente armonía. Instintivamente, quise detenerme, deseando dar marcha atrás, pero el brazo de mi padre se tensó con firmeza, obligándome a continuar, paso a paso, como si nada ocurriera.
—Te comportas —dijo con voz baja y amenazante, aunque su sonrisa seguía intacta para los demás—. Te casarás con una radiante sonrisa en los labios o con los ojos húmedos por los correazos que te daré delante de todos. Pero le vas a contestar que sí al padre. ¿Entendiste?
Con desesperación busqué a mi madre entre la multitud, esperando su ayuda, su consuelo. Pero su mirada estaba fija en el suelo. Se negaba a mirarme. Sabía que esto no era justo, que sería un infierno para mí. Todos lo sabían, y por eso muchos me observaban con pesar.
Lucho por mantener la compostura mientras mi mente se llena de preguntas.
¿Por qué debo ser sacrificada?
¿Acaso no formo parte de esta familia?
¿No merezco, al igual que mis hermanos varones, ser salvada y ser feliz?
Cada paso que doy hacia el altar me acerca más a ese hombre. Su imagen se vuelve cada vez más nítida, más aterradora. Es mucho mayor que mi padre y pese a su mirada de gusto, podría ser mi abuelo sin dificultad. Está finamente ataviado con ropas y joyas exquisitas, pero yo solo veo arrugas, una estatura baja y una barriga prominente.
Tiemblo como una hoja, pero mi padre, indiferente a mi miedo, me entrega a él. Tomo su brazo con dedos temblorosos y termino de avanzar hasta el altar.
—Tan hermosa como te recuerdo —dice el duque, su voz pausada y ligeramente ronca delatando su avanzada edad—. Veo que te agradó mi obsequio.
En mi cuello cuelga el primer regalo que me dio. Me cuesta admitir que me gustó. Pero ¿qué joven no se deslumbraría ante una joya tan hermosa? Sin embargo, lo devolvería sin dudar, junto con las finas telas extranjeras que entregó después a mi familia, si con ello pudiera evitar estar a su lado.
Permanezco en silencio.
—No hablas. Lo comprendo, debes de estar nerviosa. Al fin y al cabo, este es el momento más especial en la vida de una mujer. Por eso le di suficiente dinero a tu familia, para que tuvieras lo mejor en este día.
Es cierto. Todo aquí es perfecto. Mi vestido de novia es lo más lujoso y costoso que jamás haya visto, la iglesia está hermosamente decorada con flores y cintas de seda blanca, y llegué en un carruaje tirado por caballos blancos. Pero hay algo esencial que no tengo: un esposo al que pueda mirar sin repulsión.
¿Cómo puede ser tan cínico? ¿Cómo se atreve a hablar del "momento más especial en la vida de una mujer"?
El sacerdote inicia la ceremonia, y yo intento controlar la angustia que amenaza con quebrarme.
Obviamente, este hombre sabe que no deseo estar aquí. Si no, no se habría escondido de mí hasta este momento. Estuvo presente en mi celebración de cumpleaños y aunque no interactuamos, quedó prendado de mí.
Había oído hablar del duque Quiroga, pero son tan pocos los nobles que quedan hoy en día, que cruzarse con ellos en el camino es casi imposible. Al escuchar ese apellido supuse que ya había entregado el título a uno de sus hijos, pero evidentemente no fue así.
No comprendía por qué no se presentó ante mí antes, limitándose a enviar este collar. Ahora lo entiendo.
Cuando pregunté a mamá por qué no podía conocer a mi prometido antes de la boda, su respuesta fue tajante: "es de mala suerte".
Pero no era por eso. Era para evitar que intentara escapar, como tantas mujeres hacen ahora.
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Creía que ya había soportado lo más difícil: el intercambio de votos y el beso en la iglesia. Si sentir que retiraba el velo de mi rostro para luego acercarse y besarme me pareció repulsivo, no había forma en que pudiera estar preparada para lo que venía después de la recepción.
No podía hacer nada. Soy una mujer casada y mi obligación era partir con este hombre; al fin de cuentas, ya no me recibirían en mi casa.
Pensé que solo me restaba descansar, pero estaba muy equivocada. Al terminar la recepción, fui conducida a una de las habitaciones de la mansión, donde de inmediato me cambié y me metí entre las cobijas, dispuesta a llorar por largo rato mis penas. El duque se quedó departiendo con sus amigos y sus dos hijos. El sueño me alcanzó con rapidez.
No sé cuánto tiempo dormí, pero lo que sucedió después no lo olvidaré jamás. Aquel momento marcó mi existencia, me hizo sentir sucia, asqueada de mí misma. Y lo peor era que esa experiencia insistía en repetirse con una regularidad aterradora. Aunque, afortunadamente… duraba pocos minutos.
Las relaciones íntimas solo son satisfactorias para el hombre.
Al menos, eso creí por un buen tiempo.
Han pasado cuatro meses desde aquel nefasto día y aún me siento como una extraña en esta mansión.Nada me falta. Poseo un armario casi tan grande como mi antigua habitación en casa de mis padres, rebosante de vestidos y accesorios tan finos que, de verlos, mi madre se pondría verde de envidia.Odeth es el nombre de mi dama de compañía. Es una joven amable, de trato dulce, cuya presencia ha sido mi único consuelo. Con el tiempo, he aprendido a confiar en ella hasta el punto de hacerla mi confidente.—Recuerde que usted es la señora de esta casa. La gran duquesa Elizabeth —me dice en un intento de animarme tras otro de los desplantes de Lord Marcus, el menor de los dos hijos del duque—. Su esposo la estima, señora. Usted es intocable.Puede ser verdad, pero, ¿cómo no sentirme intimidada si ese hombre es mucho mayor que yo? Él y su hermano están ofendidos por la gran diferencia de edad que tengo con el Duque. "Arribista" me dice. Afirma que yo seduje a su padre para apoderarme de su vasta
El desagradable sujeto avanza con lentitud hasta quedar al pie de la cama. Sus dedos se deslizan bajo la tela de sus pantalones en un intento patético de avivar una virilidad que, conmigo, jamás podrá usar.—Qué infortunio el tuyo, ser la esposa de un anciano. Pero no temas, esta noche conocerás a un hombre de verdad.Se desviste con torpeza, relamiéndose los labios con lascivia, sin apartar de mí su mirada hambrienta.Lo miro con aburrimiento. Lo que veo no es algo que valga la pena desde ningún punto de vista, así que solo debo levantar mi mano y concentrar un poco de mi energía en la punta de mis dedos para que el sujeto se desplome.—¿Tanto alarde por eso? —musito con una sonrisa burlona, posando la vista sobre su desnudez insignificante. Una risa clara y despreocupada escapada de mis labios.—Ya verás... Y yo que pensaba ser amable contigo —gruñe antes de lanzarse hacia mí.Su pecho está a punto de tocar mis dedos cuando lo siento: algo anda mal. Mi energía está allí, pero no
Aquella mirada gris brilla con frialdad a la par que presiona un puñal contra el cuello del hombre. No titubea y ante una nueva señal de peligro, le rompe con agilidad el cuello sin hacer ruido.Estoy atrapada al interior de Elizabeth y eso me desespera. Este es el hombre que anhelé con fuerza en mi juventud, pero por más que lo busqué no pude encontrarlo y ahora sé el porqué... Mi Musa, aquel ser que debía ser mi complemento aún no nacía y tampoco pertenecía a mi realidad.Un segundo hombre se percata de su presencia y se enfrascan en una pelea cuerpo a cuerpo en el cual su cuchillo sale disparado cayendo a escasos metros de mí. El corazón de Elizabeth se siente desbocado, pero no estoy segura si es por el miedo o si está sintiendo lo mismo que yo por ese hombre.—Pronto vendrá el otro, toma el cuchillo —le digo.Tiembla más que antes, y su reacción me desconcierta. Antes no estaba así de asustada. Entonces lo comprendo: su atención no está fija en mi Musa, sino en el hombre que fue
Indiscutiblemente, este lugar es muy diferente del que vengo. Observo la ropa y costumbres de la duquesa y de mi Musa y definitivamente no son las mismas de mi mundo, pero lo que lo confirma es la falta de celulares.Cuando veía a mi musa en sueños, creí que era un actor en alguna obra o película clásica, pero por más que lo busqué no lo encontré... y así poco a poco el tiempo fue pasando y dejando rastros en mi cuerpo. Mis primeras canas, líneas de expresión más profundas que poco a poco se fueron convirtiendo en arrugas.Otros aspectos no fueron evidentes a simple vista, pero sí pesaron en mi alma. Empecé a detestar los cambios, entre ellos algunos nuevos géneros musicales y estilos de vestir. Así fue como me di cuenta de que los mejores años de mi vida ya habían pasado.Ahora lo miro con la melancolía de quien observa desde la distancia aquello que más ha anhelado. A través de los ojos de esta joven, lo veo más cerca que nunca y, sin embargo, sigue siendo inalcanzable.Él se muestr
Cuando pasó frente a mí, no vi más que la promesa de una jugosa recompensa y la oportunidad de cobrar una deuda de gratitud por parte del gran duque. Sin duda, lo haría. Pero algo sucedió, algo que lo cambió todo.No fue su osadía al arrebatarle la vida a ese hombre ni el deplorable estado de sus ropas, que, a pesar de su miseria, ofrecían a mis ojos un espectáculo tan inesperado como inapropiado. No, nada de eso. Lo verdaderamente impactante llegó después, cuando el fuego crepitaba y la noche prometía sosiego, en ese instante en que los ánimos deberían haberse enfriado... y, sin embargo, ardieron más que nunca.No soy un santo, pero tengo claros los pilares que rigen mi vida: familia, lealtad y justicia. Todo lo que hago gira en torno a ellos y, aunque mis métodos puedan considerarse cuestionables, creo firmemente que el camino es irrelevante si me conduce al resultado correcto.Por eso, apenas tuve oportunidad, le ofrecí a la duquesa una de mis camisas. No era justo, ni honorable, p
Pese a los ruegos y lloriqueos de mi obligada compañera, estoy dándome un baño y pensando en la forma en que propiciaré un encuentro más... íntimo con mi musa.Sé que es inadecuado no siendo este mi cuerpo y teniendo un polizonte en mi cabeza, pero en mi defensa hace mucho no me sentía tan bien. Ser joven otra vez es algo casi embriagador. Cada parte de este cuerpo es suave y está justo dónde debe estar, mis rodillas no duelen y la sensación de deseo volvió.Quizás sea una de las consecuencias de que mi cuerpo real envejeciera, pero después de cierta edad dejé de sentir deseo carnal aun cuando en mis mejores años el sexo fuera una gran motivación. Para una bruja los poderes se potencializan con las emociones y yo por mucho prefería esta forma de hacerlo. No se equivoquen, siempre deseé encontrar a mi musa, pero mientras la buscaba no tenía por qué ser abstemia.Tuve muchos amantes, hombres y mujeres por igual. Lo único que importaba era esa chispa, esa química que, aunque efímera, me
El aire vibra con una energía extraña, casi irreal. La temperatura ha descendido de golpe, y aunque el cielo sigue despejado, la lluvia cae con una intensidad inquietante. Cada fibra de mi ser me alerta de que algo fuera de lo común está ocurriendo, pero, sorprendentemente, no siento miedo.—¿Por qué se queda ahí afuera? Entre —su voz, suave pero firme, me invita mientras hace espacio a su lado en la carpa.—No se preocupe por mí, estaré bien. Esto es apenas una brizna. Estoy acostumbrado a la intemperie. Además... —respondo, aunque una parte de mí anhela aceptar su invitación— sería inapropiado compartir un espacio tan reducido.Sus labios se curvan en una sonrisa ladina, una expresión que la hace peligrosamente encantadora, aún más con mi ropa cubriendo su cuerpo.—Como diga... —murmura, con esa cadencia que convierte sus palabras en un desafío— pero parece que lloverá con más fuerza.Como si el cielo respondiera a su insinuación, la tormenta arrecia de golpe.Ella extiende una mano
Estoy atrapada dentro de mi cuerpo y lo siento y veo todo. Nunca había sido besada ni tocada de esta manera. Su aliento cálido se mezcla con mi respiración temblorosa, y su lengua, húmeda y audaz, no ha dejado ni un centímetro de mi ser sin explorar.La vergüenza que siento es abrumadora, pero más lo es la extraña sensación de deseo y expectación que tiene ahora mi cuerpo.Con mi esposo, el contacto es repulsivo, una condena disfrazada de deber conyugal. Todos estos meses creí que el placer era solo una farsa, una fantasía ajena a mí.Mis dedos se enredan el cabello de este hombre para luego prenderme a su espalda firme como parte de una urgencia que no sabía que podía tener. Cielo, es quien tiene el control, pero las emociones y sensaciones son compartidas. Lujuria y éxtasis son palabras que antes de esta noche solo representaban un tabú social para mí, aquellas palabras que sabes que existen, pero que no deben ser nombradas o conocidas por una mujer de bien.El cuerpo humano, sobre