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EL DESPERTAR DE LA DUQUESA
EL DESPERTAR DE LA DUQUESA
Por: GPG
1. LO QUE DEBIÓ SER EL MOMENTO MÁS ESPECIAL EN LA VIDA DE UNA MUJER

Siempre me consideré una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y, como tal, jamás me faltó nada. He vivido rodeada de comodidades, atenciones y elogios que me han acompañado desde la infancia. Para dicha mía, la gente suele hablar con aprecio de mi temperamento apacible, y no son pocos quienes alaban mi belleza.

Sé que puede sonar presuntuoso que lo diga yo misma, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más profundo que los de mi padre, no pasan desapercibidos, y mi cabello, largo y castaño como las tardes de otoño, cae con suavidad sobre una piel clara que, según dicen, recuerda a la porcelana. Más de una mirada se ha posado en mí durante los paseos por los jardines o los salones, bajo la orgullosa mirada de mis padres.

Siempre supe que mi matrimonio sería una tarea sencilla para ellos. Un buen esposo no sería difícil de encontrar. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma, aún albergaba la esperanza —tal vez ingenua, pero sincera— de casarme por amor.

Hasta hace apenas unos meses, mi vida transcurría con apacible normalidad. Pero como una tormenta que irrumpe sin previo aviso, los negocios de mi padre comenzaron a desmoronarse, arrastrando consigo la estabilidad que creíamos inquebrantable. En las noches silenciosas de la casa, me convertí en testigo involuntario de las discusiones que mis padres intentaban mantener en secreto, susurradas con angustia tras puertas entreabiertas.

Mis hermanos, aunque mayores que yo, aún no han logrado forjar su propia fortuna, y en las circunstancias actuales, el matrimonio para ellos es impensable. La situación económica es tan precaria que resulta imposible aspirar a una alianza con jóvenes que posean una dote respetable, y sin ella, cualquier unión sería vista como una carga y no como un beneficio.

Yo, en cambio, represento una excepción.

Desde niña se me asignó una dote especial, una reserva que, conservada con esmero, me convierte en una opción deseable para un buen partido. Si llegara a aparecer el hombre adecuado —rico, influyente, pero sobre todo, dispuesto a apoyarnos— podría sellarse un acuerdo que no solo me casaría, sino que también nos rescataría de la ruina y mantendría el estatus que mi familia se niega a perder.

Hace apenas un mes alcancé la edad legal para contraer matrimonio, y pocos días atrás, mi madre me anunció, con voz ceremoniosa y mirada encendida de emoción, que mi porvenir había sido sellado: me convertiría en la esposa del gran duque Quiroga.

—Eres tan afortunada, Elizabeth —dijo aquel día, con una sonrisa radiante y los ojos nublados por ilusiones—. Ya me imagino en las grandes galas de la capital, paseando en carruajes por el campo, disfrutando de las más exquisitas actividades de la nobleza.

Un suspiro de ensueño escapó de su pecho antes de tomarme de las manos con ternura y hacerme girar con ella en un vals improvisado, justo en medio del salón familiar.

Yo habría preferido una existencia más sencilla, desprovista de lujos, si eso me hubiera permitido elegir a mi compañero de vida. Pero me dejé arrastrar por su júbilo, por su esperanza, y durante un instante —uno solo— creí también en la promesa de esplendor que ella dibujaba con sus palabras.

—Gracias a ti —dijo mientras me abrazaba con emoción—, nuestra familia no solo podrá salir de esta crisis, sino que también se elevará por encima de su antigua posición. Emparentaremos con la nobleza. Gracias, hija mía, por ser nuestra salvadora.

No entendí el peso de sus palabras en ese momento. Solo lo comprendí más tarde, al caminar hacia el altar, del brazo de mi padre. Y entonces lo vi.

La visión fue tan impactante que mis pasos vacilaron, a pesar de la solemne melodía nupcial que emergía del piano de pared, llenando la iglesia con notas de aparente armonía. Instintivamente, quise detenerme, deseando dar marcha atrás, pero el brazo de mi padre se tensó con firmeza, obligándome a continuar, paso a paso, como si nada ocurriera.

—Te comportas —dijo con voz baja y amenazante, aunque su sonrisa seguía intacta para los demás—. Te casarás con una radiante sonrisa en los labios o con los ojos húmedos por los correazos que te daré delante de todos. Pero le vas a contestar que sí al padre. ¿Entendiste?

Con desesperación busqué a mi madre entre la multitud, esperando su ayuda, su consuelo. Pero su mirada estaba fija en el suelo. Se negaba a mirarme. Sabía que esto no era justo, que sería un infierno para mí. Todos lo sabían, y por eso muchos me observaban con pesar.

Lucho por mantener la compostura mientras mi mente se llena de preguntas.

¿Por qué debo ser sacrificada?

¿Acaso no formo parte de esta familia?

¿No merezco, al igual que mis hermanos varones, ser salvada y ser feliz?

Cada paso que doy hacia el altar me acerca más a ese hombre. Su imagen se vuelve cada vez más nítida, más aterradora. Es mucho mayor que mi padre y pese a su mirada de gusto, podría ser mi abuelo sin dificultad. Está finamente ataviado con ropas y joyas exquisitas, pero yo solo veo arrugas, una estatura baja y una barriga prominente.

Tiemblo como una hoja, pero mi padre, indiferente a mi miedo, me entrega a él. Tomo su brazo con dedos temblorosos y termino de avanzar hasta el altar.

—Tan hermosa como te recuerdo —dice el duque, su voz pausada y ligeramente ronca delatando su avanzada edad—. Veo que te agradó mi obsequio.

En mi cuello cuelga el primer regalo que me dio. Me cuesta admitir que me gustó. Pero ¿qué joven no se deslumbraría ante una joya tan hermosa? Sin embargo, lo devolvería sin dudar, junto con las finas telas extranjeras que entregó después a mi familia, si con ello pudiera evitar estar a su lado.

Permanezco en silencio.

—No hablas. Lo comprendo, debes de estar nerviosa. Al fin y al cabo, este es el momento más especial en la vida de una mujer. Por eso le di suficiente dinero a tu familia, para que tuvieras lo mejor en este día.

Es cierto. Todo aquí es perfecto. Mi vestido de novia es lo más lujoso y costoso que jamás haya visto, la iglesia está hermosamente decorada con flores y cintas de seda blanca, y llegué en un carruaje tirado por caballos blancos. Pero hay algo esencial que no tengo: un esposo al que pueda mirar sin repulsión.

¿Cómo puede ser tan cínico? ¿Cómo se atreve a hablar del "momento más especial en la vida de una mujer"?

El sacerdote inicia la ceremonia, y yo intento controlar la angustia que amenaza con quebrarme.

Obviamente, este hombre sabe que no deseo estar aquí. Si no, no se habría escondido de mí hasta este momento. Estuvo presente en mi celebración de cumpleaños y aunque no interactuamos, quedó prendado de mí.

Había oído hablar del duque Quiroga, pero son tan pocos los nobles que quedan hoy en día, que cruzarse con ellos en el camino es casi imposible. Al escuchar ese apellido supuse que ya había entregado el título a uno de sus hijos, pero evidentemente no fue así.

No comprendía por qué no se presentó ante mí antes, limitándose a enviar este collar. Ahora lo entiendo.

Cuando pregunté a mamá por qué no podía conocer a mi prometido antes de la boda, su respuesta fue tajante: "es de mala suerte".

Pero no era por eso. Era para evitar que intentara escapar, como tantas mujeres hacen ahora.

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Creía que ya había soportado lo más difícil: el intercambio de votos y el beso en la iglesia. Si sentir que retiraba el velo de mi rostro para luego acercarse y besarme me pareció repulsivo, no había forma en que pudiera estar preparada para lo que venía después de la recepción.

No podía hacer nada. Soy una mujer casada y mi obligación era partir con este hombre; al fin de cuentas, ya no me recibirían en mi casa.

Pensé que solo me restaba descansar, pero estaba muy equivocada. Al terminar la recepción, fui conducida a una de las habitaciones de la mansión, donde de inmediato me cambié y me metí entre las cobijas, dispuesta a llorar por largo rato mis penas. El duque se quedó departiendo con sus amigos y sus dos hijos. El sueño me alcanzó con rapidez.

No sé cuánto tiempo dormí, pero lo que sucedió después no lo olvidaré jamás. Aquel momento marcó mi existencia, me hizo sentir sucia, asqueada de mí misma. Y lo peor era que esa experiencia insistía en repetirse con una regularidad aterradora. Aunque, afortunadamente… duraba pocos minutos.

Las relaciones íntimas solo son satisfactorias para el hombre.

Al menos, eso creí por un buen tiempo.

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