— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.
Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.
—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.
—¿Ataques psicológicos?
En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.
—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente o más habilidosa. Solo que ella creó la duda en tu mente y no luchaste contra eso, hasta ahora. Nunca te había hecho daño físico, pero si torturaba tu mente con su trato el cual se extendió a los empleados haciendo que te sintieras más insegura.
Sus ojos se entornaron, pensativa. Mis palabras hacen mella en ella, lo sé. Y eso es perfecto. Poco a poco comienzo a percibir un cambio en ella… y sé que los demás también lo notan.
Ya casi es hora de almorzar y tendremos una gran cena familiar, así que estamos en nuestra habitación retocándonos para la ocasión. El duque entendió que necesitaba descansar un rato y esperar a que la hinchazón de mis ojos menguara, así que ese tiempo fue muy bien aprovechado para instruir a mi pupila.
—Además del hecho de que su marido la engaña con una mujer de senos descomunales —comento con un deje de diversión venenosa—, ¿qué más sabes de Lady Catalina?
Mientras se retoca el maquillaje arruinado por el llanto, Elizabeth busca en su memoria. Finalmente, responde:
—No hablo mucho con ella, pero… aunque es muy capaz y organizada, siempre parece amargada, negativa. Y ahora que lo pienso, junto a su marido, se muestra terriblemente insegura. Nunca levanta la cabeza.
¡Ah! Oro puro. Tal vez ella aún no lo comprenda, pero lo que acababa de decir es un tesoro.
— ¿Alguna vez los has visto cariñosos? ¿Un gesto tierno, una caricia siquiera?
La pregunta la toma por sorpresa.
—No… nunca. Ahora que lo mencionas, ni una mirada cálida entre ellos.
Casi podía saborear lo que se avecinaba esa noche. El golpe que recibiría Lady Catalina —sin que ni siquiera lo viera venir— sería tan exquisito, tan devastador, que una chispa de placer recorrió mi cuerpo. No era lógico, lo sabía, pero esa anticipación me embriagaba. Siempre lo hacía, cuando sabía que alguien sufriría… y que yo sería la causa.
—Tengo un plan —dije, con una sonrisa que ella no pudo ver—. Y necesitaremos un poco de ese té especial que le dimos al duque.
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—¿Estás más tranquila, palomita? —pregunta el duque cuando paso por su recámara camino al comedor.
—Mucho mejor, gracias al duque, que ha sabido hacerme sentir apoyada —responde Elizabeth con una tímida sonrisa.
—Hablé con mi hijo y con su esposa; todo está en orden ahora. Tu escolta estará lista mañana y, en cuanto a tu dama de compañía… mientras descansabas, pasó la señorita Odeth. La he recontratado, por supuesto con mejores honorarios. Iniciará mañana mismo. Te atenderá como mereces.
Sus palabras llenan de dicha a Elizabeth y hacen que una sonrisa real adorne sus labios y con ello se enternezca el corazón del duque.
—Pídeme lo que deseas, solo dilo —dice él, tomando la mano de Elizabeth y besándola con ternura.
Al llegar al comedor, todos se levantaron en señal de respeto y no volvieron a sentarse hasta que lo hicieron el duque y Elizabeth.
—Espero que podamos disfrutar de un almuerzo tranquilo —anuncia el patriarca con tono solemne—. Es el primer almuerzo en familia desde el regreso de mi preciada esposa.
Para asegurarse de que todos vieran el gesto, vuelve a besar la mano de su esposa. Elizabeth, siguiendo el juego, responde con una sonrisa dulce y agrega con voz suave:
—Por mi parte, todo está olvidado. Somos una familia; Debemos esforzarnos por llevarnos bien.
La respuesta fue un murmullo de sonrisas falsas y asentimientos hipócritas.
El almuerzo avanza con tranquilidad
Las miradas incómodas pasean de un lado a otro, pero yo solo trato de descifrar a la figura nueva para mí. Un hombre de presencia extraña cuyo nombre es Lorenzo y que es el hijo mayor del duque.
—Propongo un brindis —dijo al finalizar el almuerzo—. Por la duquesa, y por el milagro que nos ha permitido tenerla de nuevo entre nosotros.
Las copas se alzaron, pero algo en su tono y en su mirada me produjo un ligero escalofrío. ¿Sarcasmo? ¿Rencor? No era solo mi imaginación.
Poco después, dos empleadas comenzaron a retirar los platos. Una de ellas, sin el menor recato, se inclinó con excesiva soltura frente a Lord Marcus, ofreciéndole una visión bastante generosa de sus encantos. Lady Catalina se removió en su asiento, incómoda, aunque no dijo nada.
—Cambiemos de sitio —le susurro a Elizabeth—. Acabamos de descubrir a la amante de Lord Marcus.
—¡Claro que no! No sabes nada de etiqueta en la mesa —dice, paranoica—. Además, no debes provocar un escándalo.
—Pero si ya terminamos de almorzar. Solo queda el vino. Y no haré ningún escándalo. Solo quiero ver qué puedo averiguar de ese tal Lorenzo —respondo, refiriéndome al misterioso primogénito. Qué nombre tan disonante para un título nobiliario… Lord Lorenzo.
Necesito comprobar una sospecha. No quiero explicarle nada aún a Elizabeth. A regañadientes, me cede el control del cuerpo.
—Esta mansión es tan grande y los jardines tan hermosos… Es una lástima que no haya niños corriendo por aquí —digo con una expresión de inocente melancolía, dirigiéndome al duque.
Él gira la mirada hacia sus hijos, con una severidad que congeló el ambiente.
—Tienes toda la razón, querida. Marcus, Catalina… ya llevan dos años de casados. Es hora de que me den un nieto. Y tú, Lorenzo… debería darte vergüenza de que tu hermano menor se casara antes que tú. Necesito que elijas esposa.
El comentario cae como una bomba en la mesa. Nadie lo esperaba. Ni siquiera yo, hace apenas diez minutos. Pero me encanta.
—¡Oh, qué vergüenza! —exclamo, cubriéndome los labios con las manos—. He hablado sin pensar.
—No te avergüences, querida —responde el duque con una sonrisa paternal—. Quienes deben avergonzarse son mis hijos, que siendo ya hombres hechos y derechos, aún no han dejado su semilla en el mundo.
Su mirada se endurece al posarla sobre Lord Marcus.
—Desde ahora, hasta que me des un nieto, llegarás temprano a casa. Te encerrarás con tu esposa en la habitación y le harás el amor tanto como sea posible. No me importa si le sacas los ojos de lo duro que le das, pero no pararás hasta que me des la feliz noticia. ¿Está claro?
Fue tan difícil controlar la risa ante la imagen que pintó el viejo que debí esconder el gesto que sin duda mis labios hicieron tras el abanico. ¿Recuerdan que les dije que me excita ver sufrir? Prácticamente me humedecí al ver que el color que había perdido el rostro de Lord Marcus lo había ganado Lady Catalina. Ninguno de los dos quiere cumplir esa orden.
Sin duda ese fue otro matrimonio no concertado, pero esta vez, ninguno de los dos le está sacando el gusto a la situación.
—Tal vez pueda ayudar a Lord Lorenzo —digo de pronto como si hubiera tenido una epifanía y atrayendo todas las miradas—. Podríamos organizar algunas fiestas de té en la mansión y, quizás, un gran baile. Sería una buena forma de que conozca a jóvenes que puedan ser de su agrado —añado, dirigiendo una sonrisa resplandeciente hacia Lorenzo.
—Tú… —empieza a decir Lorenzo, visiblemente irritado, pero su padre lo interrumpe antes de que pudiera continuar.
—Es una idea fantástica. Quedarás encargada de ello, querida.
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,
—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.—¿Y qué importa?Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto
—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el bord
Avanzo y el mundo parece moverse de forma vertiginosa. No tengo idea de dónde está mi musa, pero mi esencia lo busca y encuentra. Aparezco en una habitación amplia en la cual está dispuesta sobre la cama, sus ropas de dormir. Mi mirada se desliza por el espacio con anhelo: debe estar cerca.Una puerta abierta revela lo que intuyo es el baño. Me acerco en silencio y entonces lo veo, reflejado en el espejo. Me detengo, sin atreverme a avanzar. No quiero sobresaltarlo. Podría ser peligroso interrumpirlo en medio de… eso.Tiene el rostro cubierto de espuma, y en su mano una navaja antigua, afilada y elegante.Se está afeitando, de esa forma arcaica que solo había visto en viejas películas o en caricaturas de otro tiempo. Observa su propio reflejo con una concentración casi ritual. Desliza la cuchilla con precisión sobre su piel, sin lastimar su piel, y luego limpia el filo con un paño antes de repetir el movimiento.Debo admitirlo: es hipnótico.Ese acto íntimo, tan masculino, tan cotidi
Hace días no estaba sola en mi cabeza. El silencio que antes me parecía normal, ahora se siente monótono. He dormido mucho en el interior, así que, pese al cansancio de este cuerpo, no quiero seguirlo haciendo aquí. Por eso me pongo una bata y salgo de la habitación para buscar aire fresco en el jardín.Es de noche, así que ya no hay nadie rondando por la casa. El cielo está despejado y las estrellas tapizan aquel lienzo gigante, haciéndome sentir pequeña, casi insignificante. Me acomodo en una banca y pienso en lo vivido en estos últimos días.Caos. Esa palabra describe mi vida en este momento, pero, a la vez, nunca me había sentido más viva, más motivada, más libre. Antes de casarme y del revés económico de mi padre, creí tener una gran vida, pero ahora sé que fue solo una ilusión. Anteriormente mi mundo era dorado, sí, pero estaba hecho de barrotes y no lo sabía. Ahora el mundo es oscuro y abierto… y me asusta, pero también me emocionaNunca tuve oportunidad de elegir algo por mí m
Siempre me consideré una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y, como tal, jamás me faltó nada. He vivido rodeada de comodidades, atenciones y elogios que me han acompañado desde la infancia. Para dicha mía, la gente suele hablar con aprecio de mi temperamento apacible, y no son pocos quienes alaban mi belleza.Sé que puede sonar presuntuoso que lo diga yo misma, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más profundo que los de mi padre, no pasan desapercibidos, y mi cabello, largo y castaño como las tardes de otoño, cae con suavidad sobre una piel clara que, según dicen, recuerda a la porcelana. Más de una mirada se ha posado en mí durante los paseos por los jardines o los salones, bajo la orgullosa mirada de mis padres.Siempre supe que mi matrimonio sería una tarea sencilla para ellos. Un buen esposo no sería difícil de encontrar. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma, aún albergaba la esperanza —tal vez ingenua, pero sincera— d
Han pasado cuatro meses desde aquel nefasto día y aún me siento como una extraña en esta mansión.Nada me falta. Poseo un armario casi tan grande como mi antigua habitación en casa de mis padres, rebosante de vestidos y accesorios tan finos que, de verlos, mi madre se pondría verde de envidia.Odeth es el nombre de mi dama de compañía. Es una joven amable, de trato dulce, cuya presencia ha sido mi único consuelo. Con el tiempo, he aprendido a confiar en ella hasta el punto de hacerla mi confidente.—Recuerde que usted es la señora de esta casa. La gran duquesa Elizabeth —me dice en un intento de animarme tras otro de los desplantes de Lord Marcus, el menor de los dos hijos del duque—. Su esposo la estima, señora. Usted es intocable.Puede ser verdad, pero, ¿cómo no sentirme intimidada si ese hombre es mucho mayor que yo? Él y su hermano están ofendidos por la gran diferencia de edad que tengo con el Duque. "Arribista" me dice. Afirma que yo seduje a su padre para apoderarme de su vasta