2. EL DESPERTAR

Han pasado cuatro meses desde aquel nefasto día y aún me siento como una extraña en esta mansión.

Nada me falta. Poseo un armario casi tan grande como mi antigua habitación en casa de mis padres, rebosante de vestidos y accesorios tan finos que, de verlos, mi madre se pondría verde de envidia.

Odeth es el nombre de mi dama de compañía. Es una joven amable, de trato dulce, cuya presencia ha sido mi único consuelo. Con el tiempo, he aprendido a confiar en ella hasta el punto de hacerla mi confidente.

—Recuerde que usted es la señora de esta casa. La gran duquesa Elizabeth —me dice en un intento de animarme tras otro de los desplantes de Lord Marcus, el menor de los dos hijos del duque—. Su esposo la estima, señora. Usted es intocable.

Puede ser verdad, pero, ¿cómo no sentirme intimidada si ese hombre es mucho mayor que yo? Él y su hermano están ofendidos por la gran diferencia de edad que tengo con el Duque. "Arribista" me dice. Afirma que yo seduje a su padre para apoderarme de su vasta fortuna a su muerte.

Desgraciadamente, la actitud de mi familia no hace más que reforzar su teoría, dejándome sin defensa. Supongo que muchos piensan lo mismo. Pero la verdad es que, si hallara una puerta por la cual escapar de esta realidad, la cruzaría sin dudarlo, sin importar a dónde me llevase.

Oré tanto al llegar aquí, implorando un milagro, que ahora me resulta imposible creer en un Dios que, si existe, o no me escucha o simplemente no le importo.

Estos días han sido tranquilos. El duque ha partido a la capital por asuntos de negocios. El calor sofocante me obliga a dormir con las ventanas abiertas, pero esta noche ni siquiera eso basta. Incapaz de conciliar el sueño, decido salir a tomar aire.

Los pasillos están desiertos. Aprovecho la soledad de la mansión para bajar las escaleras y escabullirme por la puerta trasera.

Un leve viento acaricia mis mejillas, refrescando momentáneamente mi piel ardiente. Pero no es lo único que hace, trae consigo ligeros sonidos que me inquietan y me hacen pensar en que alguien puede necesitar ayuda. Con cautela, busco el origen y descubro que hay una pareja en una situación que me es bochornosa y a la vez intrigante.

Están en medio del jardín teniendo relaciones y ella parece disfrutar el momento. Lo que a la distancia interpreté como quejidos de dolor son realmente de gozo a juzgar también por las expresiones en el rostro de la castaña. Las ropas sencillas de la mujer muestran lo humilde de su cuna, pero no creo que al distinguido Lord Marcus le interese eso, pues está más concentrado en saborear y amasar aquellos senos esponjosos que no caben en sus manos.

No me agrada ese hombre. Y, sin embargo, no puedo apartar la vista.

Algo en esta escena despierta una sensación extraña en mi interior, algo que no comprendo. ¿Seré capaz algún día de sentir placer en el contacto con un hombre? ¿O estaré condenada a la repulsión y la indiferencia por el resto de mi vida?

—Voltéate —ordena el hombre a la par que baja sus pantalones para dejar al descubierto su blancuzco trasero y hundir sin reparo su carne en ella.

—¡Ahí! ¡Ahí! —dice la fulana cuya voz se escucha cada vez más aguda.

¿Qué pensará la esposa de este hombre? ¿La tratará de la misma forma en que lo hace con esta mujer?

Me siento sucia por mirar, pero el cuerpo me traiciona y me mantiene ahí, inmóvil. Muchas preguntas más se arremolinan en mi mente, pero recobro el juicio y salgo huyendo cuando sin querer muevo una de las ramas que me estaban ocultando. Llego agitada y peor de acalorada que cuando salí.

Mi marido llegó en la mañana y muy a mi pesar requirió de mi presencia en la alcohoba, argumentando lo mucho que me había extrañado. Pese a los intentos del viejo, no me es posible sentir nada placentero en su contacto. Permanezco inerte bajo su peso, dejando que haga lo que desee. Ya no me duele ni me hace sangrar como la primera noche, y por eso me considero afortunada.

En la tarde llegó una carta desde el pueblo de Miraflores. Mi abuelo materno había fallecido. Imploré al Duque su autorización para ir a su entierro, pues el pueblo estaba a menos de un día de camino en coche. De mala gana accedió a dejarme ir sola con mi dama de compañía, pues sus obligaciones no le permitían ausentarse en este momento.

El viaje fue agotador, pero tal y como fueron las instrucciones del Duque, una vez realizado el entierro, parto de regreso a mi prisión dorada. Solo llevábamos cuatro horas de camino cuando el sonido de disparos nos sorprenden y la carreta acelera desbocada. Nos tomamos de la mano con Odeth esperando poder salir ilesas de lo que sea que esté pasando.

—Lleva una buena escolta, Duquesa. No se preocupe, todo saldrá bien.

Su mirada grita miedo, pues al igual que yo, escucha los gritos e improperios que demuestran que afuera de este coche se está llevando a cabo un enfrentamiento. Tras unos angustiosos minutos el coche por fin se detiene, al igual que los sonidos de lucha. Nos abrazamos con Odeth.

La puerta se abre y antes de poder mirar quién está ahí, escucho una voz.

—Me alegra que esté bien Duquesa. Es más placentero nuestro plan si usted está viva.

El miedo me recorre al saber lo que eso significa. Hemos sido secuestradas. Volteo a ver al hombre, el cual sin reparo se estira hasta mí y me hace bajar a la fuerza del carruaje.

—¿Qué hacemos con la otra? —pregunta un segundo hombre.

—Lo que quieran siempre y cuando no la maten. Necesito que le diga al Duque lo que pasó. Debe negociar si quiere recuperar a su preciada muñeca nueva.

Me retuerzo con desesperación y grito tratando de llegar con Odeth, pero entonces el hombre me da una bofetada tan fuerte que caigo al suelo y mi cabeza golpea contra una piedra.

—¡Maldición! —esa palabra dicha con frustración es lo último que escucho. 

Dejo de sentir mi cuerpo, todo se vuelve oscuro y empiezo a sentir que floto.  Es un sensación de liberación que me reconforta y deseo seguir el camino.  No veo el camino, pero sé que ahí está.  Entonces en medio de esa oscuridad, se que hay alguien a mi lado.

──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────

Sé que cabo de tener un extraño sueño, pero no lo recuerdo.

Un dolor punzante me late en el costado de la cabeza. Me retuerzo con incomodidad antes de abrir los ojos y, al hacerlo, me invade el desconcierto.

El lugar en el que me encuentro es de apariencia antigua y miserable: paredes de piedra húmeda, un suelo de tierra compacta y un hedor rancio que me revuelve el estómago. No tengo idea de dónde estoy, pero hay algo más, algo que se siente distinto... aunque aún no sé qué es.

Intento ordenar mis pensamientos. Lo último que recuerdo es caer en una trampa y ser alcanzada por el destello dorado de uno de los hechizos de Mariana. Esa bruja codiciosa ansiaba mi grimorio. Pero si sigo viva, significa que algo no salió como ella esperaba. Y eso quiere decir que aún puedo recuperarlo.

Un portazo interrumpe mis pensamientos.

La puerta de madera se abre de golpe, dejando entrar a un hombre de unos cuarenta años. Su aspecto es deplorable: barba rala y sucia, ropas raídas, un hedor que llena la habitación. Pero su presencia me resulta irrelevante, porque hay algo mucho más... interesante que acapara mi atención.

Al bajar la vista hacia mis manos, mis ojos se ensanchan.

Son jóvenes.

Paso los dedos por mi busto: firme.

Tomo un mechón de mi cabello y descubro que es largo, suave y de un castaño claro sin rastro de canas.

Mi corazón da un vuelco.  Este no es mi cuerpo.

—Me alegra que haya despertado, duquesa —ronronea el hombre mientras se acerca con una sonrisa sucia, su mirada recorriéndome de pies a cabeza—. No sería divertido si no estuviera consciente.

Arqueo una ceja, divertida.

¿Me acaba de llamar duquesa?  Soy la gran Cielo Seraphina Holloway, una de las mejores brujas de mi generación.

¿Y realmente cree que va a forzarme? No importa que este no sea mi cuerpo.

Pobre iluso. Ningún hombre me ha tocado jamás sin mi consentimiento... y hace más de cincuenta años que no me apetece uno.

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