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25. CHARLA EDUCATIVA: LORENZO

—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.

Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?

—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.

Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.

Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.

Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el borde de la copa, trazando un círculo de poder hasta que queda completamente seco.

—Tus ojos… —susurra Lorenzo, atónito por el destello que sabe que no es natural.

—Observa la copa —le digo—. Y dime si lo que ves es algo que podría darle sentido a tu existencia.

Sus ojos se aferran al rojo profundo. El vino refleja una escena de mi juventud: un trío, cuerpos en libertad absoluta, deseo y placer sin ataduras. No parpadea. No puede.

Me inclino hacia su oído, mi aliento cálido como un roce de medianoche.

—No es lo ideal, lo sé —susurro—, pero dime… ¿Qué otra opción tienes en este mundo si buscas un gramo de verdadera libertad? Esta sociedad exige esposas, herederos, máscaras eternas. Pero si me dices que sí… yo encontraré a una mujer cuya alma anhele lo mismo que la tuya. Una que no tema compartir su lecho con un tercero.

Él no dice nada, pero la imagen, la promesa, lo están desgarrando por dentro. Lo leo en sus labios entreabiertos, en la tensión de su mandíbula. Años de silencio, de represión, de deseo contenido.

—Tendrás que aprender a amarla —añado suavemente—. Será tu compañera, tu refugio. Y juntos, los dos, compartirán al otro.

—¿Le daría mi apellido a un hijo que no lleve mi sangre? —pregunta, como si buscara un ancla a la cordura.

—Quizá sí, quizá no —respondo, acariciando su barbilla con el dorso de la mano—. Pero créeme… en el calor de esos momentos, cuando los cuerpos se entrelacen y las almas se fundan, tu cuerpo podría sorprenderte. Y si no es tu sangre, ¿realmente te importaría?

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Al salir del salón, dejo atrás a un Lorenzo visiblemente perturbado. La charla “educativa” que acabamos de tener ha sido, me atrevería a decir, reveladora para él. Al principio, no creía posible un milagro como el que le propuse. Pero ahora… ahora sabe que existe. Solo teme por minucias, como la condenación de su alma.

Ah, el alma… esa eterna excusa de los cobardes. ¿Acaso las preferencias sexuales deciden su destino eterno? Sé que no. Lo que condena o salva a un alma no es el deseo, sino el daño causado a otras. Trato de explicárselo, le hablo de los verdaderos pecados: la crueldad, la traición, la violencia. Pero no logra creerme del todo. Supongo que esa es una conclusión a la que debe llegar por sí mismo. Tarde o temprano lo hará.

Subo la escalera rumbo a la habitación compartida. No tengo más opción, eso fue lo que le dije al viejo para no perder control sobre él. Por algún tiempo lo tendremos al lado en la cama, pero afortunadamente, sé que por lo menos en tres días no tendrá ánimos de nada. Pero aunque no lo tenga, debe ver este cuerpo joven y bien formado a su lado cuando abra los ojos. Un incentivo visual no viene mal: tal vez deje sin abotonar los primeros broches de la larga batola de Elizabeth. Una pequeña provocación para mantenerlo… motivado.

Por otro lado, estoy segura de que en la habitación compartida del ala sur de la casa, la historia debe ser diferente. Río imaginando la sorpresa de esa mujer y del propio Marcus al darse cuenta del exceso de energía que necesitan desfogar. En un par de días esa mujer estará rogándome para que encuentre la manera de que el duque los deje de hostigar y con ello calmar el celo de su marido.

Cuatro o cinco días de ese té, deben hacer maravillas en ella. Espero que el hecho de que su marido le preste por fin tanta atención le suavice un poco el carácter y no empeore las cosas. Nunca ha sido mi caso, pero supongo que no tener el mejor cuerpo de todos y saber que tu marido prefiere a otra y te lo restriegue en la cara, vuelve agrio a cualquiera.

Quizá les esté haciendo un favor, después de todo.

—Elizabeth, despierta —la llamo mentalmente—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan cansada?

Siento cómo se despereza en lo profundo de mi conciencia, aún somnolienta.

—Dormía tan bien… —susurra—. Tal vez estoy recuperando sueño del largo viaje.

Puede ser. Aunque juraría que en el carruaje fue ella quien durmió más. No le doy demasiada importancia y comienzo a contarle lo ocurrido mientras descansaba.

—¿¡Estás loca!? —exclama, casi gritando dentro de nuestra mente compartida.

—No, no lo estoy —respondo con una calma calculada mientras me despojo de mis ropas y me pongo su larga batola—. Solo estoy decidida a arreglarte la vida. Y esta es la forma más rápida.

—Cambiemos de lugar —dice con urgencia, observando con incomodidad al duque que duerme profundamente en la cama—. Estás tan desinhibida que te cambias delante de él…

—Por mí no hay problema, pero él no se despertará la mañana. Lo que le di es tan potente que ni un terremoto lo despertará. Te lo garantizo.

No refuta, pero aun así cambiamos de lugar.

No me gusta ceder el control, pero sé que debo dárselo.

—Dormiré. Haz lo que quieras esta noche.

Me retiro al rincón más profundo de su mente, pero no logro desconectarme por completo. Ella lo hace con una facilidad que me intriga… y me inquieta.

Hace siete días que no veo a mi Musa, y lo extraño más de lo que me atrevo a confesar. Aunque sé que no le agrada que me desdoble, no puedo resistir la tentación.

Elizabeth camina, y mi esencia se queda anclada en el suelo de madera. Cuando se da vuelta para regresar, me encuentra allí. Me observa, boquiabierta. Es la primera vez que me ve.

Pongo un dedo en mis labios, pidiéndole silencio.

—Soy yo —le susurro con una sonrisa—, pero solo tú y mi Musa pueden verme.

—Te ves… muy joven —dice, con asombro.

—Lo sé. Es extraño, pero así era yo en mi juventud —respondo, observando mis propias manos, luego rozando mi rostro, como redescubriéndome—. Quiero ver a mi Musa. Así que, por un rato, estarás sola.

—Deséame suerte —añado, alejándome de ella mientras se estira el hilo dorado que me ata a su cuerpo. Ese lazo que no parece ser irrompible, según parece.

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