—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.
Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.
—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.
Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?
Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.
—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.
—¿Y qué importa?
Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto así, con la claridad cruel del día. No había contemplado su virilidad con tanta nitidez, y me aterra saber que esa cosa ha estado dentro de mí.
Aprieto los párpados con fuerza.
Retrocedo sin pensar hasta que mi espalda choca contra la pared. No tengo más a dónde escapar.
—Date la vuelta —ordena con voz grave—. Tu esposo te ayudará a deshacer los amarres del vestido más rápido.
No tengo elección. La intimidada es uno de los deberes matrimoniales. Me lo han repetido tantas veces que ya ni sé si lo creo o simplemente lo acepto por costumbre. Resistirme solo haría que todo empeorara. Siento sus manos en mi espalda, torpes, pero decididas, deshaciendo los amarres con una urgencia brutal.
—Saca los brazos. Rápido —gruñe, refiriéndose a las mangas del vestido.
La prenda cae a mis pies. No me giro. Mantengo la mirada fija en la pared, con el corazón golpeando como un tambor de guerra en mi pecho.
—Sigues plana de pecho, pero al menos ahora tienes la cintura más ancha. Podrás tener hijos más fácil. Si tener un hijo hará que tengamos el favor del viejo, pues te lo haré como si fuera una tarea una y otra vez hasta que tu periodo se retire.
No lo miro, pero siento su respiración pesada a mi espalda, y su mano, moviéndose con ansias contra su propia virilidad.
—Y te garantizo que si en unas cuantas semanas no estás en embarazo, tendremos serios problemas. Pediré la nulidad del matrimonio por tu esterilidad y ahora si seré libre para elegir a una mujer a mi gusto.
No dudo que lo haga. Me devolvería a casa de mis padres como si fuera un objeto defectuoso. Lo odio, lo odio y aun así debo cumplir. Debo quedar en embarazo de este puerco.
Se agacha y baja mis calzones. Ni siquiera se molestó en quitarme el sostén.
—No te preocupes —susurra con una lascivia repugnante—. Esto no tomará mucho. Ya soy demasiado duro.
Mis piernas flaquean. Detesto su tono, esa vulgaridad con la que habla. No hay ni una sombra de caballero en él.
—Pon tus manos en la pared y empínate.
No entiendo que es lo que quiere hacer estando yo de pie. Las pocas veces que me ha tocado ha sido en esa cama.
—Separa las piernas —ordena con tono más grave aún.
Siento su mano en mi intimidad, explorando con descaro, y luego su dureza restregarse contra mí.
—¿No pensarás que…?
No termino de hablar cuando su carne se clava en la mía. No estaba preparada, aunque no dolió tanto como lo recordaba. Sus manos me sujetan con fuerza por la cadera, y su cuerpo embiste el mío con una intensidad nueva, casi animal. Jadea. Lo escucho. Por primera vez, no hay silencio.
Miro por encima del hombro y su expresión me descoloca. Es… deseo. Un deseo crudo, impúdico. Y, contra toda lógica, algo dentro de mí reacciona.
—Sigues tan apretada… y tan húmeda —susurra jadeando.
¿Qué es esta locura? Mi cuerpo no lo rechaza. Al contrario, se entrega sin que yo lo ordene. Lo necesita. Lo desea… aunque mi alma grite que lo odia.
—Eres un animal —alcanzó a decir al sentir su espasmo final minutos después, caliente y profundo dentro de mí.
Quiero ir al baño. Limpiarme. Borrar su huella. Pero sus manos me toman de la cadera y me lanzan a la cama con brusquedad.
—Curioso… aún está dispuesto a más —dice mientras acaricia su miembro, endurecido de nuevo.
Abro los ojos con horror. Está más grande. Más endurecido. Su torso peludo, empapado en sudor, me provoca arcadas. Incluso su espalda está cubierta de pelo. Es grotesco. Y, sin embargo, mi cuerpo… ese traidor… arde en silencio.
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No comprendo del todo lo que ocurrió… pero terminé teniendo sexo con mi esposo cuatro veces. Y hasta él estaba asombrado.
A la final una sensación extraña me asaltó, un escalofrío me recorrió y aunque fue una sensación muy corta, en esa última vez no sentí dolor.
Supongo que alcancé ese punto en el cual ya dejó de importarme.
Mi esposo ronca y eso me hace imposible dormir en esa cama, así que después de asearme, trato de volver a mi habitación, pero me encuentro con la sorpresa de que el duque la hizo clausurar.
—El duque ha ordenado que, por el momento, únicamente hagan uso de la habitación conyugal —me informa mi dama de compañía con una reverencia forzada.
—Maldita Lady Elizabeth, estoy segura de que fue idea de ella —mascullo con rabia—ya encontraré la forma de desquitarme.
Siento el cuerpo entumecido, dolorido, agotado. No me queda más opción que sacudir a Marcus para que se aparte y me deje un rincón de la cama.
—Pensé que te habías ido —murmura sin abrir los ojos.
—No podemos volver a nuestras habitaciones. Es una orden del duque —le informo, con desgana.
Esta vez sí abre los ojos y me lanza una mirada lánguida, cargada de fastidio.
—Maldito viejo —resopla—. Por ahora, durmamos. Estoy hecho trizas.
Se da la vuelta y vuelve a perderse en ese sopor grosero que lo envuelve.
Yo, en cambio, permanezco despierta, alimentando pensamientos más útiles.
Las instrucciones ya están dadas en la cocina. Discretas, precisas.
“Temo que nuestra querida Lady Elizabeth sufrirá un inoportuno malestar estomacal durante algunos días”, pienso con satisfacción, mientras una sonrisa apenas perceptible se dibuja en mis labios.
Y solo entonces, finalmente, me permito dormir.
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No estoy segura de cuanto dormí, pero ya es tarde. El lado de la cama está vacío y lo agradezco. Marcus ya debe estar ayudando al duque en su trabajo. Me arreglo y parto hacia la cocina en dónde mis instrucciones fueron bien recibidas por esas dos.
—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el bord
Avanzo y el mundo parece moverse de forma vertiginosa. No tengo idea de dónde está mi musa, pero mi esencia lo busca y encuentra. Aparezco en una habitación amplia en la cual está dispuesta sobre la cama, sus ropas de dormir. Mi mirada se desliza por el espacio con anhelo: debe estar cerca.Una puerta abierta revela lo que intuyo es el baño. Me acerco en silencio y entonces lo veo, reflejado en el espejo. Me detengo, sin atreverme a avanzar. No quiero sobresaltarlo. Podría ser peligroso interrumpirlo en medio de… eso.Tiene el rostro cubierto de espuma, y en su mano una navaja antigua, afilada y elegante.Se está afeitando, de esa forma arcaica que solo había visto en viejas películas o en caricaturas de otro tiempo. Observa su propio reflejo con una concentración casi ritual. Desliza la cuchilla con precisión sobre su piel, sin lastimar su piel, y luego limpia el filo con un paño antes de repetir el movimiento.Debo admitirlo: es hipnótico.Ese acto íntimo, tan masculino, tan cotidi
Hace días no estaba sola en mi cabeza. El silencio que antes me parecía normal, ahora se siente monótono. He dormido mucho en el interior, así que, pese al cansancio de este cuerpo, no quiero seguirlo haciendo aquí. Por eso me pongo una bata y salgo de la habitación para buscar aire fresco en el jardín.Es de noche, así que ya no hay nadie rondando por la casa. El cielo está despejado y las estrellas tapizan aquel lienzo gigante, haciéndome sentir pequeña, casi insignificante. Me acomodo en una banca y pienso en lo vivido en estos últimos días.Caos. Esa palabra describe mi vida en este momento, pero, a la vez, nunca me había sentido más viva, más motivada, más libre. Antes de casarme y del revés económico de mi padre, creí tener una gran vida, pero ahora sé que fue solo una ilusión. Anteriormente mi mundo era dorado, sí, pero estaba hecho de barrotes y no lo sabía. Ahora el mundo es oscuro y abierto… y me asusta, pero también me emocionaNunca tuve oportunidad de elegir algo por mí m
Cielo ha estado inusualmente callada desde que regresó. No estoy segura si la embarga la tristeza o la decepción, pero sin duda, algo profundo ocurrió en su encuentro con el capitán Jaime. No quiero invadir sus recuerdos ni presionarla. Prefiero esperar… esperar a que ella decida hablar.Debe pensar un rato, así que no pienso molestarla por hoy. Seré valiente y afrontaré mi día, además, hoy llega mi amiga Odeth, así que realmente no estaré sola. Una sonrisa se instala en mi rostro al pensar que la veré nuevamente.Al incorporarme, noto algo extraño: los botones superiores de mi pijama están desabrochados. La imagen de aquel hombre contemplando mi busto mientras duermo se impone en mi mente como un fantasma incómodo, y una sensación áspera y desagradable me recorre el cuerpo. Qué horror… Ojalá el duque no lo haya notado.Me dirijo a mi habitación–armario con la intención de vestirme. Por costumbre, estiro la mano hacia un vestido de tonos claros, pero una duda se cuela de pronto en mis
Siempre me consideré una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y, como tal, jamás me faltó nada. He vivido rodeada de comodidades, atenciones y elogios que me han acompañado desde la infancia. Para dicha mía, la gente suele hablar con aprecio de mi temperamento apacible, y no son pocos quienes alaban mi belleza.Sé que puede sonar presuntuoso que lo diga yo misma, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más profundo que los de mi padre, no pasan desapercibidos, y mi cabello, largo y castaño como las tardes de otoño, cae con suavidad sobre una piel clara que, según dicen, recuerda a la porcelana. Más de una mirada se ha posado en mí durante los paseos por los jardines o los salones, bajo la orgullosa mirada de mis padres.Siempre supe que mi matrimonio sería una tarea sencilla para ellos. Un buen esposo no sería difícil de encontrar. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma, aún albergaba la esperanza —tal vez ingenua, pero sincera— d
Han pasado cuatro meses desde aquel nefasto día y aún me siento como una extraña en esta mansión.Nada me falta. Poseo un armario casi tan grande como mi antigua habitación en casa de mis padres, rebosante de vestidos y accesorios tan finos que, de verlos, mi madre se pondría verde de envidia.Odeth es el nombre de mi dama de compañía. Es una joven amable, de trato dulce, cuya presencia ha sido mi único consuelo. Con el tiempo, he aprendido a confiar en ella hasta el punto de hacerla mi confidente.—Recuerde que usted es la señora de esta casa. La gran duquesa Elizabeth —me dice en un intento de animarme tras otro de los desplantes de Lord Marcus, el menor de los dos hijos del duque—. Su esposo la estima, señora. Usted es intocable.Puede ser verdad, pero, ¿cómo no sentirme intimidada si ese hombre es mucho mayor que yo? Él y su hermano están ofendidos por la gran diferencia de edad que tengo con el Duque. "Arribista" me dice. Afirma que yo seduje a su padre para apoderarme de su vasta
El desagradable sujeto avanza con lentitud hasta quedar al pie de la cama. Sus dedos se deslizan bajo la tela de sus pantalones en un intento patético de avivar una virilidad que, conmigo, jamás podrá usar.—Qué infortunio el tuyo, ser la esposa de un anciano. Pero no temas, esta noche conocerás a un hombre de verdad.Se desviste con torpeza, relamiéndose los labios con lascivia, sin apartar de mí su mirada hambrienta.Lo miro con aburrimiento. Lo que veo no es algo que valga la pena desde ningún punto de vista, así que solo debo levantar mi mano y concentrar un poco de mi energía en la punta de mis dedos para que el sujeto se desplome.—¿Tanto alarde por eso? —musito con una sonrisa burlona, posando la vista sobre su desnudez insignificante. Una risa clara y despreocupada escapada de mis labios.—Ya verás... Y yo que pensaba ser amable contigo —gruñe antes de lanzarse hacia mí.Su pecho está a punto de tocar mis dedos cuando lo siento: algo anda mal. Mi energía está allí, pero no
Aquella mirada gris brilla con frialdad a la par que presiona un puñal contra el cuello del hombre. No titubea y ante una nueva señal de peligro, le rompe con agilidad el cuello sin hacer ruido.Estoy atrapada al interior de Elizabeth y eso me desespera. Este es el hombre que anhelé con fuerza en mi juventud, pero por más que lo busqué no pude encontrarlo y ahora sé el porqué... Mi Musa, aquel ser que debía ser mi complemento aún no nacía y tampoco pertenecía a mi realidad.Un segundo hombre se percata de su presencia y se enfrascan en una pelea cuerpo a cuerpo en el cual su cuchillo sale disparado cayendo a escasos metros de mí. El corazón de Elizabeth se siente desbocado, pero no estoy segura si es por el miedo o si está sintiendo lo mismo que yo por ese hombre.—Pronto vendrá el otro, toma el cuchillo —le digo.Tiembla más que antes, y su reacción me desconcierta. Antes no estaba así de asustada. Entonces lo comprendo: su atención no está fija en mi Musa, sino en el hombre que fue