—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.
—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.
—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.
No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.
La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.
Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había algo diferente en su presencia, en su forma de moverse. Lo noté desde el momento en que cruzó el umbral de la mansión e intercambió esas breves palabras con el duque. Pensé que era una impresión pasajera.
No esperaba su regreso. Y si lo hacía, creí que sería una mujer rota. Pero la figura que se alzaba entre las flores no mostraba rastros de trauma. Era inaudito. Y doloroso de admitir, pero siempre ha sido una mujer hermosa, así que es imposible que alguno de aquellos hombres no la haya tocado. Ahora debe una mujer sucia, debe serlo, pues no hay hombre que la conozca incluyendo mi esposo que no haya tenido pensamientos pecaminosos con ese cuerpo.
La vida ha sido cruel conmigo. Para mi mala fortuna, no solo estoy atrapada en un matrimonio sin amor, sino que mi marido admira los senos grandes en una mujer y aunque he sido bendecida con otros dones, mi busto nunca se desarrolló, por lo cual rara vez me toca.
—Tu cuerpo es como el de una niña. No me gustan las niñas —afirmó el desgraciado en nuestra noche de bodas.
Me tocó y desfloró solo por obligación. Al terminar, tomó la sábana manchada de rojo y salió con ella de la habitación sin importarle las lágrimas en mis ojos. Me sentí tan humillada.
Sacudí esos recuerdos y me planté frente a ella.
Y me respondió.
Tuvo el descaro de contradecirme, incluso de insinuar que mis privilegios dependían de la cama del duque. La ira me invadió como un incendio. Su nueva actitud, su maquillaje, su porte... todo en ella me enfurecía.
Mi palma se estrelló contra su rostro con un chasquido seco. Vi su cabeza girar por la fuerza del golpe y una lágrima brotar de sus ojos azules. Una chispa de triunfo subió mis labios en una sonrisa.
Eso debería bastar para devolverle su lugar.
O eso creí... hasta que la voz del duque rompió el aire como una espada.
—Marcus, saca a tu esposa de aquí antes de que pierda el control —ordenó con una severidad helada.
Mi esposo me sujetó del brazo sin cuidado y me arrastró hacia la casa. No dijo palabra, aunque las lágrimas me corrieron por el rostro. El dolor era físico, sí, pero el verdadero castigo era saber que había perdido el favor del duque.
Jamás me había alzado la voz. Siempre elogió mi gestión, reconoció mi dedicación... hasta hoy.
—Además de fea, eres estúpida —vociferó Marcus al cerrar la puerta de nuestra habitación.
Me soltó con violencia, y una bofetada me lanzó sobre la cama.
—No sé qué le hizo esa muchacha anoche a mi padre, pero lo tiene hechizado. Y por tu culpa, ahora lo vamos a perder todo.
Me sujetó con fuerza de los hombros, forzándome a mirarlo.
—Haz lo que deberías hacer. Si es necesario, acuéstate tú con el viejo. Pero no pienso perder lo que tanto esfuerzo nos costó conseguir —su mirada me recorre con desagrado antes de volver a hablar— que tontería he dicho, no hay forma en que se acueste contigo teniendo a una mujer tan bella como esa. Tú le debes parecer repulsiva.
Marcus empieza a dar vueltas por la habitación como si fuera un animal salvaje encerrado a la par que desordena su cabello.
—Era para lo único que servías y ahora lo arruinaste —dice mirándome por última vez con rabia y saliendo de la habitación azotando la puerta.
Me quedé en silencio, temblando de furia.
No sé cómo, pero Lady Elizabeth se arrepentirá de haber regresado.
Se arrepentirá de haber cruzado en mi camino.
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Fue difícil evitar que mi rostro se hinchara, pero al final lo logré. Me maquillé con esmero, intentando disimular las marcas, y me preparé para buscar una oportunidad de hablar con el duque. Debía pedirle perdón, debía encontrar una forma de enmendar lo sucedido.
Tenía que hacerlo.
Pero durante la cena, mi peor pesadilla se hizo realidad... y todo por un comentario aparentemente inocente de esa mujer.
—Esta mansión es tan grande y los jardines tan hermosos... Es una lástima que no haya niños corriendo por aquí.
Las palabras flotaron en el aire como una pluma envenenada. Lo vi con claridad: el duque alzó la vista y miró directamente a sus hijos. Y, como si aquella frase hubiera sido una orden disfrazada de anhelo, se giró hacia mi esposo con una expresión determinada, casi impaciente.
Entonces habló. Y sus palabras, gráficas y crudas, me helaron la sangre.
—Desde ahora, hasta que me des un nieto, llegarás temprano a casa. Te encerrarás con tu esposa en la habitación y le harás el amor tanto como sea posible. No me importa si le sacas los ojos de lo duro que le das, pero no pararás hasta que me des la feliz noticia. ¿Está claro?
Sentí náuseas. Lo recordaré cada noche en mis pesadillas. Y lo más terrible es que, al despertar, no será un mal sueño... será mi realidad. Porque mi esposo, obediente como un perro de caza, no dudará en cumplir con la orden.
No fui capaz de mirarlo. No quise descubrir si su expresión reflejaba la misma conmoción que sentía yo... o si, por el contrario, había en su rostro una chispa de obediencia o, peor aún, de deseo.
Y entonces ella, como si no hubiera causado ya suficiente caos, continuó hablando con la frescura de quien se cree útil:
—Tal vez podría ayudar a Lord Lorenzo —dijo, como si se le acabara de ocurrir una brillante idea—. Podríamos organizar algunas fiestas de té aquí en la mansión, incluso un gran baile. Sería una buena forma de que conozca a algunas jóvenes agradables.
—Tú... —comenzó a decir Lorenzo, visiblemente tenso, con un destello de furia apenas contenido en sus ojos. Pero el duque lo interrumpió antes de que pudiera terminar.
—Es una idea fantástica. Quedarás encargada de ello, querida —respondió, con esa autoridad que no admitía réplica.
No sé cómo terminará todo esto. Pero algo es seguro: estoy convencida de que el primogénito del duque no siente el más mínimo interés por la compañía femenina.
Y eso, en esta casa, todos los empleados lo saben, sobre todo quienes son sus favoritos.
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,
—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.—¿Y qué importa?Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto
—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el bord
Avanzo y el mundo parece moverse de forma vertiginosa. No tengo idea de dónde está mi musa, pero mi esencia lo busca y encuentra. Aparezco en una habitación amplia en la cual está dispuesta sobre la cama, sus ropas de dormir. Mi mirada se desliza por el espacio con anhelo: debe estar cerca.Una puerta abierta revela lo que intuyo es el baño. Me acerco en silencio y entonces lo veo, reflejado en el espejo. Me detengo, sin atreverme a avanzar. No quiero sobresaltarlo. Podría ser peligroso interrumpirlo en medio de… eso.Tiene el rostro cubierto de espuma, y en su mano una navaja antigua, afilada y elegante.Se está afeitando, de esa forma arcaica que solo había visto en viejas películas o en caricaturas de otro tiempo. Observa su propio reflejo con una concentración casi ritual. Desliza la cuchilla con precisión sobre su piel, sin lastimar su piel, y luego limpia el filo con un paño antes de repetir el movimiento.Debo admitirlo: es hipnótico.Ese acto íntimo, tan masculino, tan cotidi
Hace días no estaba sola en mi cabeza. El silencio que antes me parecía normal, ahora se siente monótono. He dormido mucho en el interior, así que, pese al cansancio de este cuerpo, no quiero seguirlo haciendo aquí. Por eso me pongo una bata y salgo de la habitación para buscar aire fresco en el jardín.Es de noche, así que ya no hay nadie rondando por la casa. El cielo está despejado y las estrellas tapizan aquel lienzo gigante, haciéndome sentir pequeña, casi insignificante. Me acomodo en una banca y pienso en lo vivido en estos últimos días.Caos. Esa palabra describe mi vida en este momento, pero, a la vez, nunca me había sentido más viva, más motivada, más libre. Antes de casarme y del revés económico de mi padre, creí tener una gran vida, pero ahora sé que fue solo una ilusión. Anteriormente mi mundo era dorado, sí, pero estaba hecho de barrotes y no lo sabía. Ahora el mundo es oscuro y abierto… y me asusta, pero también me emocionaNunca tuve oportunidad de elegir algo por mí m
Siempre me consideré una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y, como tal, jamás me faltó nada. He vivido rodeada de comodidades, atenciones y elogios que me han acompañado desde la infancia. Para dicha mía, la gente suele hablar con aprecio de mi temperamento apacible, y no son pocos quienes alaban mi belleza.Sé que puede sonar presuntuoso que lo diga yo misma, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más profundo que los de mi padre, no pasan desapercibidos, y mi cabello, largo y castaño como las tardes de otoño, cae con suavidad sobre una piel clara que, según dicen, recuerda a la porcelana. Más de una mirada se ha posado en mí durante los paseos por los jardines o los salones, bajo la orgullosa mirada de mis padres.Siempre supe que mi matrimonio sería una tarea sencilla para ellos. Un buen esposo no sería difícil de encontrar. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma, aún albergaba la esperanza —tal vez ingenua, pero sincera— d
Han pasado cuatro meses desde aquel nefasto día y aún me siento como una extraña en esta mansión.Nada me falta. Poseo un armario casi tan grande como mi antigua habitación en casa de mis padres, rebosante de vestidos y accesorios tan finos que, de verlos, mi madre se pondría verde de envidia.Odeth es el nombre de mi dama de compañía. Es una joven amable, de trato dulce, cuya presencia ha sido mi único consuelo. Con el tiempo, he aprendido a confiar en ella hasta el punto de hacerla mi confidente.—Recuerde que usted es la señora de esta casa. La gran duquesa Elizabeth —me dice en un intento de animarme tras otro de los desplantes de Lord Marcus, el menor de los dos hijos del duque—. Su esposo la estima, señora. Usted es intocable.Puede ser verdad, pero, ¿cómo no sentirme intimidada si ese hombre es mucho mayor que yo? Él y su hermano están ofendidos por la gran diferencia de edad que tengo con el Duque. "Arribista" me dice. Afirma que yo seduje a su padre para apoderarme de su vasta
El desagradable sujeto avanza con lentitud hasta quedar al pie de la cama. Sus dedos se deslizan bajo la tela de sus pantalones en un intento patético de avivar una virilidad que, conmigo, jamás podrá usar.—Qué infortunio el tuyo, ser la esposa de un anciano. Pero no temas, esta noche conocerás a un hombre de verdad.Se desviste con torpeza, relamiéndose los labios con lascivia, sin apartar de mí su mirada hambrienta.Lo miro con aburrimiento. Lo que veo no es algo que valga la pena desde ningún punto de vista, así que solo debo levantar mi mano y concentrar un poco de mi energía en la punta de mis dedos para que el sujeto se desplome.—¿Tanto alarde por eso? —musito con una sonrisa burlona, posando la vista sobre su desnudez insignificante. Una risa clara y despreocupada escapada de mis labios.—Ya verás... Y yo que pensaba ser amable contigo —gruñe antes de lanzarse hacia mí.Su pecho está a punto de tocar mis dedos cuando lo siento: algo anda mal. Mi energía está allí, pero no